Tres siglos sin pensar en la muerte
La mujer más anciana del planeta vive a sus 116 años en un segundo piso sin ascensor y sin baño
Hasta las orillas del lago Maggiore, en la Italia fronteriza con Suiza, siguen llegando periodistas y hasta científicos de todo el mundo en busca del secreto de Emma Morano, la italiana que, a sus 116 años y 118 días, se ha convertido en la mujer más anciana del planeta --según el Grupo de Investigación Gerontológica de Estados Unidos--, la única que ha sobrevivido a tres siglos. Ella los recibe con paciencia o con enfado, según el día, y en un idioma casi tan inextricable para ellos como el latín con el que sigue rezando sus tres rosarios, les va contando algunos detalles de su vida para que puedan enhebrar las crónicas: que nació un 29 de noviembre de 1899, que fue la mayor de ocho hermanos, que en 1926 se casó con un hombre que la maltrataba y al que —aun exponiéndose a la cárcel— dejó plantado en 1938, justo después de que el hijo que habían tenido se muriera de repente, a los seis meses de nacer, mientras ella volvía de trabajar en una fábrica de sacos. También les dice —y ellos apuntan cuidadosamente como si ahí estuviera la clave del secreto— que come dos yemas de huevo al día, algo de carne, un poco de fruta y una copita de grapa cuando hay algo que celebrar. De lo que nunca habla es de aquel amor que se fue a la guerra y no volvió. Tampoco habla nunca de la muerte. Y esto es lo que más llama la atención de Mili.
Mili es colombiana, de Cali, pero lleva tanto tiempo en Italia que ya casi se olvidó del español más hermoso. Desde hace un año para acá, Mili cuida las noches de Emma Morano, noches eternas en las que la mujer más anciana del planeta se despierta y se pone a contar en la oscuridad, una y otra vez, los billetes que guarda en una cartera bajo la almohada. “A veces”, explica la cuidadora, “se desvela y me dice: mira ese perro que está ahí, dale algo de comer. O me señala un punto de la habitación donde según ella hay gente esperando un autobús o una pareja de jóvenes queriéndose. De lo que nunca habla es de la muerte. Y eso me llama la atención porque otros ancianos a los que cuidé siempre se referían a ella, unos con temor y otros con deseo. Ella jamás habló de la muerte. Nunca dijo me quiero morir”.
Tal vez Mili y también Margherita, la cuidadora polaca, tengan algo que ver. Hace ya algunos años, llegó al periódico la carta de un médico que contaba la historia de una anciana que acudió a su consulta muy alicaída y a la que él y sus colegas intentaron animar sin conseguirlo. “Al despedirnos”, relató el doctor Javier Aboin, “su cuidadora, una joven ecuatoriana, nos dijo: no se preocupen, doctores, que yo ahorita le hablaré bonito”. Durante la mañana del martes, Emma Morano no tenía un buen día. A los cansancios de la edad y la gripe se les unió la visita de golpe y sin avisar de una periodista alemana, una italiana y un español. Mientras la alemana se hacía un selfie con la anciana y le pedía al fotógrafo que retratara hasta las cenizas del gato guardadas en una caja, Margherita primero y luego Mili fueron sacando a la anciana de su desconcierto, hablándole bonito, haciéndola cómplice de la conversación, transmitiendo a los recién llegados —y a los que llegaron antes y a los que inevitablemente aún seguirán llegando— un cariño y un respeto más allá de los siglos y las generaciones. “Tiene 116 años”, decía Mili con una sonrisa, “y aún se lava sola. No quiere que la vea desnuda. Siente vergüenza por ella y por mí”.
En un rincón, Rose Marie Santoni, de 74 años, sobrina de Emma Morano, señala las únicas dos fotografías enmarcadas y colgadas en la pared. “Aquella es de cuando Emma tenía seis meses. Al ser la primera hija, sus padres le hicieron un retrato. Los siete siguientes —entre ellos el padre de mi marido— se quedaron sin retrato. La otra fotografía es de ella cuando joven”. Rose Marie cuenta que Morano, una mujer de carácter, trabajó durante toda su vida, desde los 12 a los 55 años en una fábrica de sacos de arpillera, y luego en el comedor de un colegio gestionado por unas monjas a las que desde entonces odia. También cuenta Rose Marie la historia de aquel primer amor que se fue a la guerra y que jamás volvió: “Emma sigue creyendo que murió en combate, pero lo cierto es que el año pasado nos enteramos de que regresó y que la buscó sin encontrarla porque ella había cambiado de casa. La tía Emma nunca se enteró y nosotras ya nunca se lo contaremos”.
Mirada desde lejos, la vida de Emma Morano llama la atención porque vivió a caballo entre tres siglos, porque nació bajó el reinado de Umberto I, se jubiló durante los años de plomo y ya había cumplido los 95 años cuando Silvio Berlusconi ganó las elecciones por primera vez. Vista desde cerca, lo que más impresiona es que ella, como tantas otras ancianas de Europa, sigan viviendo todavía en pisos altos sin ascensor y sin cuarto de baño, secuestradas en su pobreza, a merced de la caridad de sus vecinos y del cuidado de otras mujeres llegadas de una miseria aún mayor. El Papa y el presidente de la República ya le han mandado felicitaciones. Y en Harvard ya se estudia su ADN.
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