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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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Los jueces de la horca

Los magistrados pueden perseguir la corrupción, pero solo se acaba con ella cuando se ejerce la corresponsabilidad

El día que el juez John Joseph Sirica envió la orden que obligaba al poder ejecutivo a entregar las grabaciones que Richard Nixon hizo dentro de la Casa Blanca, se puso el último clavo en el ataúd del presidente de Estados Unidos. Nixon se vería obligado a dimitir en 1974, dos años después de que estallase el escándalo Watergate, que destaparía los abusos de poder y las actividades clandestinas del líder republicano.

Cuando la justicia se ve obligada —por la incomparecencia de los otros poderes— a ser el centro del proceso de depuración de un país, más allá de su misión constitucional de velar por el cumplimiento de las leyes y del propio concepto de justicia, es que algo muy grave está sucediendo. No solo porque —como dice el expresidente del Gobierno español Felipe González— “cuando se judicializa la política, se politiza la justicia”, sino porque esa ruptura del equilibrio entre poderes y esa pérdida del sentido de conservación de la clase política imponen funciones que no corresponden al poder judicial.

¿Qué futuro tienen los países cuando son los jueces quienes hacen la política?

Ahora estamos presenciando varios fenómenos de este tipo. En España se ha desatado un proceso complicado, en el que la corrupción perjudica a los partidos en una crisis sistémica, que ha minado la credibilidad de la clase política con una multiplicación de procesos judiciales de los que ya nadie se escapa. En el caso de Italia, nos traslada a aquel momento de 1993, en el que el fiscal Antonio di Pietro, un año después de asistir al funeral del juez Giovanni Falcone —asesinado por perseguir a la Mafia— fue testigo de la lluvia de monedas que cayó sobre el entonces primer ministro italiano, Bettino Craxi, arrojada por una multitud indignada por los actos de corrupción del mandatario.

Ese momento fue consecuencia del proceso judicial llamado Mani Pulite (Manos Limpias), impulsado por una asociación de jueces —encabezada por Di Pietro— que detonó el escándalo Tangentópolis al destapar las enormes redes de corrupción y sobornos del Gobierno de Craxi. Fue el final de la Democracia Cristiana, del Partido Socialista y de toda la generación que gobernó Italia desde la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los noventa.

Pero, ¿qué sustituyó a ese movimiento de limpieza centrífuga de la moralidad italiana? El Gobierno del primer ministro Silvio Berlusconi, condenado posteriormente a cuatro años de prisión, de tres a cinco de inhabilitación y a una multa millonaria por el caso Mediaset y a tres años por sobornar a un senador. La experiencia nos ha demostrado que la corrupción la pueden perseguir los jueces, pero solo se acaba con ella cuando se ejerce la corresponsabilidad, un concepto ciudadano que desafortunadamente brilla por su ausencia en la mayoría de los países latinoamericanos.

En este momento, los jueces ya son protagonistas en los casos de corrupción que se han desencadenado en Brasil, donde hay una situación de bloqueo político en la que la presidenta Dilma Rousseff no puede nombrar a un ministro y el expresidente Lula da Silva ha pasado de ser un modelo a seguir a estar involucrado en la epidemia de corrupción. ¿Qué pasará con Brasil en caso de que su presidenta caiga? ¿Qué futuro tienen los países cuando son los jueces quienes hacen la política? Ahora es muy importante prestar atención a los antecedentes históricos que nos recuerdan que a Nixon le sucedió Ford, a Mani Pulite, Berlusconi, y que después del presidente brasileño Fernando Collor de Mello llegaron los tecnócratas que hicieron las reformas que Lula da Silva terminó.

En España, la hemorragia de casos de corrupción ha traído consigo el fracaso relativo en las elecciones del Partido Popular y las miradas que tratan de adivinar si la marea purificadora hará que la infanta Cristina, la hermana de Felipe VI, visite la cárcel. Sin embargo, lo que sí es muy probable es que cuando termine el juicio, su marido, Iñaki Urdangarin, acabe tras las rejas. Las sociedades necesitan un equilibrio para evolucionar. Pero actualmente estamos viviendo una inestabilidad que permite que los cantos de sirenas de los jueces hagan que la política, en vez de articularse en las urnas, se haga en los actos de acusación, algo que puede resultar peor que el mal que tratan de combatir. Y naturalmente no pido que los magistrados dejen de hacer efectivo el cumplimiento de las leyes, solo que si lo hacen —como en el caso de Brasil— no se limiten únicamente a procesar a un partido, puesto que es toda la clase política —como le pasó a los italianos— la que debe ser objeto de las acusaciones y, en consecuencia, de las sentencias.

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