Distancia del dolor
La velocidad vertiginosa de las noticias parece incitar a una suerte de resignado olvido los gritos que aturdían nuestros sentidos durante los primeros instantes
Decía John Donne desde el púlpito que la muerte de todo hombre nos disminuye y quien se pregunte por quién dobla la campana que llama al luto desde la torre de los templos no repica en ajeno, sino por uno mismo. Con todo, es evidente que incluso los abominables atentados de la semana pasada en Bélgica han destilado el amargo vapor de la distancia que atenta con amainarlos: la velocidad vertiginosa de las noticias, la continua aparición de otras y nuevas desgracias o los enredos, dimes y diretes de toda postrimería parecen incitar a una suerte de resignado olvido los gritos que aturdían nuestros sentidos durante los primeros instantes o quizá incluso días que transcurrían luego del polvo y destrucción de las detonaciones.
Es decir, hay una distancia en tiempo que distrae el dolor generalizado y la adrenalina del repudio parece aguarse en cuanto pasa la primera semana de una desgracia. Hay algo de sana superación en quienes apuntalan su fe y esperanza en las veladoras y carteles temporales, incluso con el repudiable y bochornoso riesgo de que llegue de pronto una panda de dementes enlutados con chamarras de cuero negro a pisotear la solidaridad pacífica, pero hay también una suerte de kilometraje de la condescendencia o compasión que se refleja en lo que podríamos llamar la distancia del dolor. La odiosa estadística podría demostrar que un centenar de muertos por una bomba en Pakistán debería suscitar el mismo nivel de azoro en repudio, dolor en cadena, solidaridad instantánea y banderas sobre todas las caras posibles de las redes sociales y sin embargo, está claro que el mundo que queda lejos de Pakistán o que el planeta que gira lejos de las hambrunas en África se duele con menor intensidad y diferente cicatrización que cuando el horror estalla en lugares más cercanos.
En México, la pesadilla sangrienta que rodea todo el horror del narcotráfico y sus círculos concéntricos parecía cómodamente alejado de la Ciudad de México, pero en cuanto empezaron a surgir colgados en los puentes de la capital o decapitados en las colonias de la otrora ciudad utópica hasta la música de los narcocorridos y la parafernalia del contrabando y la traición se volvieron dolores urbanos, tan lejos del llano en llamas. Lleva razón Juan Villoro cuando declara que ya son muchos mexicanos de varias edades quienes hemos aprendido geografía por vía de las desgracias; los nombres de los lugares de matanza, secuestro y desahucio se han vuelto tatuajes comunes en la piel generalizada y aunque quedan en la amnesia muchos paisajes de la desgracia, es verdad innegable que el doloroso peso de los hechos complica la vieja táctica donde las heridas se volvían cicatriz muy rápidamente. Lo mismo puede decirse del mundo entero, donde las noticias de volcanes en erupción o revoluciones en ebullición tardaban en telegrafiarse el tiempo apenas necesario para que sus dolores aminaran o al menos se digerían sabiéndolos pasados.
Hoy, el pasado o lo pasado es ese instante apenas perceptible con el que el presente deja de ser trending topic, pero también ese kilometraje sensorial que determina que mientras más lejos en mapas estallan las bombas, menor es el ruidero que debería ensordecernos con el mismo decibelaje que llevamos en los audífonos. Quien se pintó la cara en la foto del feis con la bandera de Francia debería –en teoría—hacer lo mismo con los tres colores de Bélgica, pero es evidente que hay un código de insensibilidad, hartazgo y quizá incluso imposibilidad que explica que a nadie se le ocurrió tatuarse la cara con la bandera de Pakistán (quizá porque ni se conoce que sus colores también llevan el verde) o porque la atroz matanza de familias cristianas que pretendían celebrar la Pascua en un parque de diversiones explotaron precisamente en un lugar alejado de la Tour Eiffel que todos creen llevar en el bolsillo. Desde luego, de esto no se habla con frecuencia y el tan sólo tocar el tema de la condescendencia puede agriar la más apacible de las sobremesas en familia, pero no por ello deja de ser una inquietud digna de reflexión. Entre el mar de prójimos y próximos con los que se convive a diario, el océano de transeúntes que comparten el mismo vagón del Metro o los cientos de vecinos que andan por las mismas calles donde uno acostumbra caminar no es difícil identificar a los callados rostros o los afligidos párpados que cumplen en silencio la etimología de la palabra condolencia, condolidos cada uno a su manera por dolores sin importar el tiempo o la distancia que supuestamente los alivia o supera al apartarlos del instante, ese instante fugaz en el que la vida sigue y uno prosigue con lo que tiene que hacer. Ante la acelerada velocidad con la que supuestamente se pasan por alto las desgracias constantes de todos los días, la bondad del justo se revela en el instante de silencio o el momento de íntimo dolor con el que detiene las yemas de los dedos sobre la página del periódico que los comunica o la pantalla táctil que los comunica al instante, ese otro instante que no obsta ni invalida el silencio que todo esto merece.
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