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Tribuna
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Un régimen híbrido

Cuando Trump excluye, evoca un sistema de exclusión anterior a él y más profundo que su pedestre xenofobia

Las democracias de la tercera ola fueron caracterizadas como delegativas, iliberales y grises, entre otros términos. Se las consideró regímenes “híbridos”. Ello en función de que, si bien la mayoría de los países en transición calificaba como democracia, en el sentido de un gobierno que se forma a través de elecciones libres, una vez en el poder muchos de ellos no respetaron estándares consistentemente democráticos. De ahí los adjetivos.

Dicha lente analítica rara vez fue usada para examinar las democracias viejas. Tal vez haya que hacerlo ahora que el mundo entero parece haberse unido con el objetivo de detener a Donald Trump. El problema es que los que hoy se alarman por Trump son responsables, tal vez sin saberlo, de haber creado las condiciones que lo hicieron posible en primer lugar. Y ello incluye a muchos miembros del partido cuya nominación Trump está cerca de obtener. La crítica formulada por Mitt Romney, candidato Republicano en 2012, es el ejemplo más reciente.

En otras palabras, el fenómeno Trump no es exógeno al sistema político. Por el contrario, es producto de incentivos que han conformado un régimen híbrido a lo largo del tiempo; régimen no muy diferente a las imperfectas democracias de la tercera ola. Solo que es un gris que no comenzó hoy ni ayer, sino tiempo atrás.

Es que cuando Trump excluye, al hacerlo evoca un sistema de exclusión muy anterior a él y mucho más profundo que su pedestre xenofobia. Como en la segregación de Jim Crow, es el autoritarismo subnacional sureño que mutiló los efectos inclusivos de la Guerra Civil. Post esclavismo, no obstante fue un régimen que demoró la democratización del país por casi noventa años: desde 1877, cuando los estados del sur recuperaron soberanía legislativa, hasta 1964, cuando la minoría afro-americana obtuvo los derechos civiles y políticos.

Esa es la historia, salvo que dicho sistema se ha recreado en este siglo en muchos estados de ese mismo sur. Es allí donde los convictos—abrumadoramente, minorías raciales y, abrumadoramente, por consumir drogas baratas—han perdido su derecho al voto de por vida: felon disenfranchisement, se llama. Son casi tantos excluidos como los incluidos de 1964. El saldo es cero.

La democracia americana hace décadas que representa mal; ergo, no puede gobernar bien

Cuando Trump hace anti política tampoco es el primero. Fue en 1992 cuando Ross Perot obtuvo el 18 por ciento de los votos como independiente, por la vía de imputarle los problemas del país a Washington y a los políticos. Eran votos naturales del Partido Republicano, con lo cual terminó entregándole la victoria a Clinton. Es desde entonces que los populistas de barricada de Fox News, los ultraconservadores programas de radio diurnos, la música country y el rock cristiano se plegaron a la anti política. Es la demagógica idea según la cual es posible tener democracia sin políticos.

Trump no le robó esa retórica a Perot, sin embargo. En realidad la tomó prestada del establishment del Partido Republicano, el mismo que hoy se rasga las vestiduras pero hace décadas que enfrenta cada ciclo electoral equipado con idénticas fobias. Esa es la génesis del mismísimo Partido del Té. Es solo que ahora el discurso se ha hecho más virulento y terminará arrastrándolos también a ellos, políticos de Washington después de todo. Como le ocurrió a Eric Cantor en 2014, entonces líder Republicano en la Cámara de Representantes, nada menos. Deberían haber tomado nota.

Cuando Trump gana elecciones se apoya en un sistema electoral quebrado, propicio para sus falacias. Es un sistema donde los votantes no eligen a sus representantes, sino a la inversa. La base está en los distritos reconfigurados—gerrymandered—de acuerdo a datos demográficos que garantizan el resultado por la homogeneidad social, económica y cultural del territorio. Ello favorece la perpetuación en un Congreso que exhibe tasas de retención de escaño de alrededor del 95 por ciento, como Cuba o China, por ejemplo.

Cuando Trump captura la frustración y el resentimiento de la sociedad, lo hace a causa de la ruptura del contrato social, el fin del American Dream por el cual responsabiliza a los inmigrantes. Es un chivo expiatorio para su oratoria pero acerca de una realidad incontrovertible: la incertidumbre laboral y la desigualdad, que ha aumentado por más de una generación.

Esta ruptura se refuerza por la merma de la movilidad ascendente. No hay más que ver en el tiempo los costos de la matrícula universitaria en relación a la inflación para entender que el viejo vehículo de la movilidad—la educación—tiene el motor fundido. Los jóvenes se gradúan, pero terminan endeudados y sin empleo. Desde luego que están enfadados, lo cual los hace buenos clientes de las promesas extremas de un lado o del otro.

Tal vez sea posible detener a Trump, o tal vez no. Pero para hacerlo en serio sería necesario cambiar instituciones que no funcionan; redefinir los términos del contrato social; volver a incluir; dejar de encarcelar minorías. Y, sobre todo, la elite política debería tener alguna capacidad de auto crítica. La democracia americana hace décadas que representa mal; ergo, no puede gobernar bien. Es un régimen híbrido, de esos cuyos síntomas más visibles son los Trumps.

@hectorschamis

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