Hallar el tiempo buscado
Con el pretexto de volver a París como quien sueña un milagro, he vuelto a las páginas de Proust como si fuera la primera vez que leía en aquel otro mundo sin canas ni sobrepeso
Perdí mucho tiempo en volver a buscar a Marcel Proust. Quizá tenía que esperar a que varios conocidos y un admirado autor entrañable se enredaran en darme noticias de su literatura intacta y quizá, también tenía que esperar a que la ronda de las generaciones me concediera volverme testigo del entusiasmo que ahora causa en mi hijo la voluminosa obra maestra con la que Proust se me quedó en la piel como una ciudad a la que visito poco, pero que basta volver a ella para sentir que la habito.
Con el pretexto de volver a París como quien sueña un milagro, he vuelto a las páginas de Proust como si fuera la primera vez que leía en aquel otro mundo sin canas ni sobrepeso, cuando aún no visitaba de su país ni París. Ahora, he sentido lo que quizá ocurre con otras pocas grandes obras: la sensación intacta de recordar algunas de las líneas como citas, algunas de las frases como habladas y al mismo tiempo, a inocencia intacta de jamás haber leído lo que ahora provoca incluso un subrayado comentario al margen. A estas alturas de poco más de un medio siglo de vida, veo que París es la misma y resulta que me sabía de memoria sus recorridos de laberinto, al mismo tiempo en que basta cambiar de calle sin mapa en la mente para descubrir que la ciudad está recién estrenada, que aquí no ha pasado el tiempo: intactos los tejados e intemporal la señora que saca a pasear a un perrito que –indudablemente—tiene doscientos cuarenta años de edad perruna; por allá la reconocible plaza de árboles pelones por el frío donde deambulaba la aristocracia empedernida y por aquí pasa a mi lado a velocidad increíble un joven que se balancea en una tabla de levitación. Volver al futuro, leer la página que se disuelve en tila para que la madalena conserve su sabor y su resorte de despertador perfecto de todo pretérito personal y del propio Proust, recostado al filo de la cama con el rostro apoyado sobre la mano que se abre como un ramo de pétalos callados.
El viajero mantiene también mucho o algo intacto e intocable de aquella sombra primera que conoció por primera vez
Ahora entiendo mejor que antes ese párrafo donde Proust trazaba el ánimo ideal del lector ante el periódico, pues para el lector de libros que vive inundado en la ficción de su propia literatura cotidiana, dice Proust que le "parece mal que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida. En el momento ese en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no se qué, los ... pensamientos de Pascal, por ejemplo (...) Y, en cambio, en esos tomos de cantos dorados que no abrimos más que cada diez años es donde debiéramos leer que la reina de Grecia ha salido para Cannes, o que la duquesa de León ha dado un baile de trajes".
Todo esto lo evoca Proust en palabras de Swann, traducido por Salinas, pero la idea se queda como espuma de leche sobre el café de todos los días y ahora entiendo que al abrir el periódico de todos los días, sea en papel o en pantalla, el lector busca la delgada línea entre lo real y verificable y la asombrosa incongruencia de lo inverosímil. El periódico reúne todos los días la nota de lo fehaciente y el apunte de lo increíble y en ese ejercicio de literatura pura camino por las calles que ya no parecen las mismas y se volvieron sueño, al tiempo en que son indudablemente las idénticas calles por donde transitaban los poetas del pasado, los héroes que la defendieron de los invasores descarnados. Es París la ciudad que leímos e imaginamos en una maqueta personalizada que cargamos como un llavero y es también la incógnita preciosa por descubrir.
Es París la ciudad que leímos e imaginamos en una maqueta personalizada que cargamos como un llavero y es también la incógnita preciosa por descubrir
Lejos de París y de Francia, como lejos de Ella o del Libro, es fácil imaginar conjeturas y suponer parlamentos, externar opiniones al vuelo o incluso asegurar medias verdades, pero basta volver a caminar Paris, otear e paisaje enrarecido de las pasadas elecciones francesas –volver a la mirada de Ella o a las página 87 del libro—y entonces el amarillento papel de la memoria empieza a colorearse como pinturas diluidas en un impresionismo que tarde o temprano ayuda a entender mejor el perfil de las caras, la sombra del rostro, el peso de las palabras, el tamaño de los dolores.
A ver: abundan muchas opiniones y teorías de la conspiración en torno a los atentados terroristas de apenas hace dos meses en varios puntos esapcrcidos por la vida cotidiana parisina y siguen floreciendo —justo a un año de distancia— las encontradas y enredadas opiniones en torno a los asesinatos de los colaboradores de Charlie Hebdó. Lo que sigo es que para asentar una opinión, fincar un buen paseo, hay que acercarse y ver que sigue el dolor en los deudos, que hubo sangre en las aceras por donde hoy fluye la lluvia casi nieve y que contra la fugacidad supersónica de los chismes que normalmente colman las columnas de la prensa sensacionalista, se levantan los párrafos intemporales de la literatura de veras, los artículos de opinión, los ensayos al vuelo pero con anclas... y entonces sí, decirle a todo ciudadano del mundo que siempre nos quedará París.
Para el que ya conoce, la tentación obligatoria de querer siempre volver y confirmar así que el viajero mantiene también mucho o algo intacto e intocable de aquella sombra primera que conoció por primera vez este paisaje perfecto y para el que no la conoce, la abierta invitación a leerla algún día —pensándola incluso al comer, como decía Lèvi-Strauss— deletreando las madalenas que va dejando Proust en cada párrafo o viajar y venir (endeudado, a plazos, a préstamo o en premio) y hallar el tiempo buscado.
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