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Nada escrito
Columna
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Un mundo retornable

Devolver regalos en América Latina amerita discreción; a tal grado que no estaría mal que hubiera un servicio de retorno secreto

Juan Villoro

Hay personas que acampan fuera de las tiendas para recibir el amanecer de las ofertas. No se necesita ser una de ellas para someterse a los excesos de la compraventa. Como tantos mártires del comercio, he estado en un shopping mall en 24 de diciembre. Lo que no conocía era un sesgo peculiar del consumo en Estados Unidos: “el día del regreso”.

“No hay segundos actos en la historia americana”, escribió Fitzgerald. El gran gesto épico norteamericano es el comeback, el retorno contra todos los pronósticos. Ganar no basta; hay que arruinar el triunfo y recuperarlo cuando ya nadie lo espera.

Esta lógica extenuante se aplica a los deportistas y los actores, pero también al comprador. Lo averigüé en Houston al día siguiente de Navidad, en un célebre santuario comercial: The Galleria. Varios amigos me advirtieron de no ir ahí en día de devoluciones. Ignoré la recomendación porque una de las características del sueño americano es que tiene demasiadas instrucciones de uso; si respetas todas las normas, te paralizas.

Para evitar demandas, los medicamentos alertan contra numerosos efectos secundarios, del sarpullido al impulso suicida. En esa sociedad de la advertencia, tomar una pastilla se ha vuelto un acto de fe: debes creer que no causará daños colaterales.

Al llegar al almacén, entendí que el consejo de no ir de compras en 26 de diciembre pertenecía a los primeros auxilios. No puedo describir a la multitud congregada en ese sitio porque la perspectiva requiere de una distancia que no pude obtener.

Después de Navidad, los centros comerciales deberían ser sitios desolados, recorridos por hombres con barba de tres días, que no han celebrado nada y parecen llevar la ropa de otra persona, quizá la de una víctima. Un escenario para la sospecha y el arresto.

Pero no es así, al menos en Estados Unidos. En lo que se perfecciona la antropología sentimental del consumo, adelanto la hipótesis de que a los latinoamericanos nos cuesta más trabajo regresar regalos. Las devoluciones son tan prácticas como delicadas. Si no calculas bien la talla de tu prima, ella puede buscar la correcta. Pero si opta por otra blusa, significa que el regalo no le gustó y eso, sinceramente, duele mucho. La misma persona que en la tienda duda de si la corbata con herraduras será buena para el tío Rafael, se indigna cuando él no la recibe como una aparición de la Virgen.

Devolver regalos en América Latina amerita discreción; a tal grado que no estaría mal que hubiera un servicio de retorno secreto. En cambio, en Estados Unidos no sólo es normal sino deseable ir al almacén a saber cuánto costó el regalo y qué más se puede comprar con ese dinero. Tres días después de mi trágica visita a la Galleria, el New York Times publicó un reportaje sobre el tema. En 2014 las devoluciones sumaron 260 mil millones de dólares. Hasta hace poco, el 8% de los productos eran devueltos; gracias a los servicios de mensajería, esto ha aumentado al 15%. El consumidor se ha vuelto ansioso: si el funcionamiento de un aparato no se descifra en 15 minutos, regresa a la bodega.

En 1899, el olvidado Thorstein Veblen señaló en su Teoría de la clase ociosa que toda oferta crea su propia demanda. En un giro religioso, el cliente milenarista asocia la propiedad con el arrepentimiento. Todo regalo puede ser cambiado. El fetichismo de la mercancía conduce a la resurrección.

“No hay juego de vuelta entre el hombre y su destino”, escribió Beckett. En la congestionada Galleria presencié una extraña metáfora del más allá: la vida eterna donde cada producto sirve para codiciar otro.

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