En ‘ciberalerta’
Desde Siria a China y de Irán a Rusia, la red se consolida como campo de batalla central
Tampoco 2015 fue el año del big one: el gran ciberataque que, según los apocalípticos, algún día llegará y sembrará un caos comparables a los de una bomba atómica. Las guerras de esta década siguen siendo tan reales y sucias como las de la anterior. Pero, desde Siria a China y de Irán a Rusia, la Red se consolida como campo de batalla central.
Este año que hemos descubierto que yihadistas ISIS usan con destreza las redes sociales para fines propagandísticos y que en EE UU, tras una época de defensa de las libertades ante la vigilancia pública de Internet, volvió a plantearse la necesidad de estrechar los controles. Es el año en que hackers chinos hurtaron millones de datos de funcionarios estadounidenses: se desconoce la identidad de los responsables y el objetivo de la acción, pero los piratas informáticos lograron exponer las flaquezas burocráticas de la primera potencia mundial y revelaron los peligros de la interesección del big data (procesamiento de vastas cantidades de datos personales) con el ciberespionaje. También se han conocido casos repetidos de ataques, no sólo para capturar datos, que son una fuente de conocimiento, sino contra infraestructuras, contra el mundo físico y material: el lugar donde un día pueden confluir las guerras virtuales y las reales.
Hoy, un equipo de piratas anónimos –chinos, rusos, iraníes o estadounidenses– podrían poner en jaque la seguridad de la primera potencia mundial.
The Wall Street Journal reveló hace unos días que un grupo de hackers iraníes se infiltró en el sistema de control de una presa a 20 kilómetros al norte de Nueva York. El caso llegó a la Casa Blanca. No es el primer ciberataque contra la infraestructura de un país –el mayor hasta la fecha es posiblemente obra de EE UU y tuvo como objetivo una central nuclear iraní–, pero alimenta el escenario más catastrófico: parálisis de trenes, aviones, autopistas, redes eléctricas y centrales nucleares.
En la geopolítica del siglo XXI, las rivalidades estratégicas se desplazan del ámbito físico al de la información, como ha escrito Henry Kissinger, pero la ciberguerra sigue siendo un frente demasiado confuso: sin normas internacionales, sin enemigo visible, sin explosiones ni declaraciones de hostilidades y armisticios. Su característica esencial es que desconocemos quién es el adversario: cuando EE UU habla de hackers chinos, ¿habla del Gobierno de Pekín? ¿habla de individuos que actúan por su cuenta en favor de los intereses nacionales? Eso complica la reacción. ¿Cómo combatir al enemigo enmascarado? ¿Contra quién dirigir las represalias? ¿Con quién negociar, si hay que hacerlo? El otro problema es la facilidad para lanzar un ciberataque. Hoy, un equipo de piratas anónimos –chinos, rusos, iraníes o estadounidenses– podrían poner en jaque la seguridad de la primera potencia mundial.
También la batalla contra el ISIS se libra en la red. Los avances del yihadistas en Siria e Irak reabren en EE UU el debate sobre la guerra contra el terrorismo y sus límites. Tras los últimos atentados, políticos progresistas y conservadores piden un mayor control de las comunicaciones en las redes sociales, terreno propocio para la difusión del odio.
Silicon Valley, cuestionado hasta hace poco por colaborar con los servicios de espionaje estadoundiendeses, recibe críticas en el sentido contrario. Cuando en 2103 el analista Edward Snowden reveló los secretos la NSA, la agencia de espionaje electrónico de EE UU, el temor era que el Estado fuese un Gran Hermano que destruyese la privacidad y las libertades. Cuando el terrorismo vuelve a ser una preocupación, algunos vuelven a mirar a ese Gran Hermano en busca de ayuda.
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