Matteo Renzi logra curar a Italia de su ingobernabilidad crónica
El joven primer ministro saca adelante la reforma del Senado, vital junto a la nueva ley electoral para garantizar la estabilidad
El diagnóstico estaba claro: Italia padece de ingobernabilidad crónica, como lo demuestran los 63 gobiernos que se han sucedido en los 70 años de historia republicana. Las causas también eran patentes: una conjunción entre un sistema electoral que otorga gran poder de veto a los pequeños partidos y un sistema parlamentario que dificulta hasta lo imposible cualquier reforma. La cuestión era si el joven Matteo Renzi liberaría a Italia de su propia trampa. La respuesta, salvo sorpresas, es sí. El primer ministro ha acabado con el bicameralismo perfecto al reducir el Senado a una cámara regional.
Hace solo cinco días, el jefe del Gobierno italiano y secretario general del Partido Democrático (PD) habló durante 46 minutos —sin leer ni una línea— ante cientos de industriales del Véneto, una de las regiones más ricas de Italia, gobernada por la Liga Norte. A los dos minutos y medio, ya había cosechado su primer aplauso al agradecer a los empresarios su contribución al progreso del país; a los cuatro minutos, el líder del centroizquierda arrancó las primeras carcajadas al recordar que, un año atrás, ningún industrial se lo había tomado en serio durante un encuentro similar en Lombardía.
“Esas risas me confirman”, les dijo Renzi poniéndose serio, “que ninguno de ustedes se creía que íbamos a sacar adelante la ley electoral, o la reforma laboral, o que el artículo 18 [una norma antidespido casi sagrada para los sindicatos] iba a pasar a la historia. Decían incluso que la Expo de Milán sería un fracaso y que la economía italiana no volvería a crecer. Pero no eran solo ustedes quienes no me creían. Era el clima del país, tantos años de experiencia en los que las cosas se anunciaban pero no se hacían”, esgrimía Renzi. “Que mi gobierno sea el número 63 en 70 años significa una gran desventaja competitiva. La ley electoral y la reforma del Senado harán posible un gobierno fuerte, capaz de hacer cosas y de devolver la confianza al país. Ya no harán carrera los que hablan mal de Italia”. Solo habían pasado seis minutos y el auditorio —lleno de industriales y de alcaldes de la Liga Norte y de Forza Italia— ya estaba entregado.
Matteo Renzi solo tiene 40 años, un caso extraño en la gerontocrática política italiana, y solo lleva año y medio al frente del Gobierno, al que accedió directamente desde la alcaldía de Florencia, sin ser siquiera parlamentario y después de dos derrotas sonadas. La primera, a finales de 2012, cuando perdió las primarias del centroizquierda frente a Pier Luigi Bersani, quien concurrió y ganó las elecciones generales de febrero de 2013, pero no con los apoyos suficientes para formar Gobierno. La situación de bloqueo en que se sumió Italia durante un par de meses obligó al presidente Giorgio Napolitano a prolongar su mandato y a encargar a otro político distinto a Bersani —que suscitaba el rechazo tanto del Movimiento 5 Estrellas (M5S) de Beppe Grillo como de Forza Italia de Silvio Berlusconi— la formación de un Ejecutivo que sucediera al técnico de Mario Monti.
Las quinielas de entonces decían que el viejo presidente estaba dudando entre Enrico Letta y Matteo Renzi, quien mientras esperaba el veredicto recibió en Florencia a un grupo de corresponsales extranjeros y criticó con dureza a su propio partido y a los sindicatos. “La izquierda”, llegó a decir, “tiene miedo al futuro. Después de 20 años, el PD sigue sin entender a Berlusconi. El problema no es mandarlo a la cárcel, sino jubilarlo. No estoy interesado en cambiar el PD; mi objetivo es cambiar Italia”. Napolitano se decidió finalmente por Letta, lo que supuso la segunda derrota de Renzi. Y la última.
Sabiéndose a solas con su propia autoestima, el joven líder inició un asalto a la política nacional que comenzó por hacerse con la secretaría del PD y, a continuación, con la jefatura del Gobierno arrebatándosela —literalmente— a su compañero de partido. Desde aquel 22 de febrero de 2014 en que Letta —sin dirigirle la mirada— le entregó el mando hasta el pasado martes, cuando por fin logró reformar el Senado para acabar con el bicameralismo, Renzi no ha hecho otra cosa que batallar a solas. Contra todos. Sin conocer más amigos que los necesarios en cada momento para sacar sus reformas adelante.
El ejemplo es que, nada más arribar al poder, buscó a Berlusconi para que le ayudara a cambiar la ley electoral. Aquel acto sacrílego para la vieja izquierda aún no le ha sido perdonado. Pero no parece importarle. Su mantra, que ha vuelto a repetir esta semana tras reformar el Senado y presentar una nueva ley de presupuestos, sigue siendo: “Se puede estar más o menos de acuerdo con lo que estamos haciendo, pero lo estamos haciendo: la larga temporada de las políticas sin resultados se ha terminado. Las reformas se hacen, Italia cambia”.
Las encuestas más recientes dicen que, hoy por hoy, no hay otro líder que le haga sombra. Incluso se da la circunstancia de que, mientras su credibilidad crece, la del PD baja. Es un líder sin partido, rodeado de un reducidísimo círculo de leales —entre los que destaca la ministra Maria Elena Boschi— y con la conciencia clara de que su combustible es el cambio y la pelea continua.
De hecho, apenas 48 horas después de reducir el Senado a una cámara regional y casi decorativa, Renzi presentó unos presupuestos que incluye una bajada de impuestos destinada a chocar con las directrices de contención del gasto marcadas por la UE. Poniendo el parche antes de la herida, declaró: “Si nos rechazan los presupuestos, los presentaremos otra vez. Bruselas no es un maestro para hacernos el examen”. El primer ministro sabe que la estabilidad de Italia es un gran regalo para Europa. Pero está dispuesto a cobrárselo caro.
La línea roja de las uniones homosexuales
Matteo Renzi y el hasta ahora alcalde de Roma, Ignazio Marino, comparten credo —ambos se reconocen como católicos— y militancia política en el Partido Democrático (PD). En lo que no coinciden es en la manera de compaginar, en el fondo y en la forma, una cosa y la otra.
Renzi se muestra hasta cierto punto distante con el Vaticano y con el Papa, pero a la hora de la verdad sabe que el Estado del otro lado del Tíber aún tiene mucho poder y está dispuesto a utilizarlo. La mejor prueba es que al joven y tantas veces aguerrido exalcalde de Florencia no le han dolido prendas en aplazar sine die el proyecto de ley sobre uniones homosexuales.
Además del rechazo de sus socios de Gobierno —el ministro del Interior, Angelino Alfano, del Nuevo Centroderecha (Ncd) se opone frontalmente y amenaza con dejar caer al Gobierno—, a Renzi le preocupan las posibles represalias, del Vaticano. No son pocos los que detrás de la caída de Ignazio Marino ven la poderosa influencia de la Iglesia.
Los obispos y cardenales italianos están dispuestos a asumir —en muchos casos porque no les queda más remedio— que el papa Francisco exhiba un discurso tolerante —"¿quién soy yo para juzgar a los gais?"—, pero no a tolerar que el alcalde de Roma, en pleno Jubileo, celebre bodas entre hombres o mujeres.
El 18 de octubre pasado, el católico alcalde de Roma tuvo la osadía de anteponer su moral civil a su moral religiosa y casó a 11 parejas de hombres y seis de mujeres. Un desafío que el Vaticano consideró una afrenta y por la que le retiró su protección. Matteo Renzi ya sabe que en Italia hay líneas rojas que aún no es conveniente traspasar.
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