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Cartas de Cuévano
Columna
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Fuentes en Londres

El autor celebra la atinada idea de colocar una placa del escritor mexicano en la entrada del edificio 9 de Barkston Gardens

Algo tiene México que de lejos, se acerca. Parece que el telescopio con el que a menudo se le ve a la distancia, provoca –sobre todo en artistas y escritores—una intimidad microscópica: Diego Rivera en París, tan cercano a Sorolla o Monet en cuadros de caballete, parecía ansiar en más de un trazo lo que posteriormente sería la explosión de todos los colores del muralismo con el que volvió a Coyoacán; Rufino Tamayo plasmó al óleo el sabor de la sandía, quizá porque la salivaba durante una estancia en Nueva York; Octavio Paz redactó los pasadizos de nuestro solitario laberinto estando en Los Ángeles y Alfonso Reyes cantó palabra por palabra su hermosa visión de Anáhuac, escrita precisamente hace cien años desde Madrid. Algo similar argumentaba Carlos Fuentes cuando le preguntaban sus razones para vivir en Londres, pero añadiendo gajes de una práctica inapelable: en México se prolongan las sobremesas de las comidas hasta convertirlas en cenas; sucede con frecuencia que hasta los comensales más infalibles son capaces de cancelar una cita el mero día (y faltando media hora para el tequila de los aperitivos) y sí, nos enredamos mucho en muchas cosas que en realidad alejan al escritor del escritorio.

Por esa principal razón celebro con estas líneas la atinada idea de colocar una placa en la entrada del edificio del 9 Barkston Gardens en el hermoso barrio de South Kensington, London, England, pues honra al escritor Carlos Fuentes que se sentaba al escritorio desde el amanecer, viendo pasar el mundo y los personajes de no pocas de sus novelas desde la terraza que sobrevuela esa ciudad encantada como barco de cuento de hadas. También lo celebro porque —por lo menos, seis de los meses de cada año— allí fue hogar con Silvia y sus hijos, pero eso pertenece a la vida privada y yo sólo quiero concentrarme en la biografía bibliográfica de un escritor que, como dice la placa dorada que ahora lo recuerda en Londres, fue no sólo caballero andante de la pluma en ristre, sino intelectual (en la extensa definición que eso significa) y diplomático.

La vida de Carlos Fuentes se volvió la de un protagonista de la literatura hispanoamericana prácticamente desde que publicó su primer libro

Vamos por partes: la vida de Fuentes se volvió la de un protagonista de la literatura hispanoamericana prácticamente desde que publicó su primer libro. De allí a medio siglo de participación más que luminosa y solidaria, propositiva y entusiasta de todos los libros ajenos de sus prójimos próximos, hizo de Fuentes el escudero mayor de lo que llaman el Boom, recomendando por doquier y defendiendo en todos lados las locas andanzas de todos los que demostraron al mundo que las letras con ñ parecían ofrecer una ensoñación y un encanto vocal que había languidecido en otras culturas. Pronto, Fuentes se volvió además el intelectual quizá ya prefigurado desde su infancia: el niño que creció en Washington, D.C. en un lienzo bilingüe de constantes descubrimientos, el niño que aprendió de memoria la Suave Patria de López Velarde sentado en las piernas del embajador Alfonso Reyes en Buenos Aires (cuando lo visitaban de tarde en tarde Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges), el joven entusiasta que desde la preparatoria de San Ildefonso impulsaba junto con otros no pocos soñadores de grandezas todo lance y revista, toda tertulia y desvelo a favor de una literatura que dejaba de ser estrictamente de la Revolución Mexicana y se volvía invitada de honor, con cubiertos y servilleta, en el banquete de la cultura universal.

Fuentes cierra muchas de las ventanas gastadas de la vieja narrativa porfiriana y post-porfirana, abriendo portones desconocidos para la polifonía de la novela y esa particular maestría de sus cuentos (que a menudo pasan por alto los profesionales de la crítica) y sí, también fue un intelectual de resonado protagonismo en el escenario candente de sus columnas en periódicos, sus ensayos incisivos, sus entrevistas mordaces y lúcidas y sí, también fue uno de los embajadores ejemplares que ha dado México al concierto internacional de la diplomacia entre naciones. Que no se olvide su renuncia a la legación en París cuando se nombró –injustificada e indebidamente—a Gustavo Díaz Ordaz como primer embajador mexica ante el gobierno de España, una vez que se restablecían las relaciones diplomáticas con el país que se nos había separado —quedando siempre tan cerca— por obra y gracia de una dictadura militar.

La vida en Barkston Gardens 9 era de prosa inundando cuartillas a mano, con esa letra que algunos creen indescifrable y que basta aprehenderla con afecto para descifrar sus recodos y retruécanos. De esa taquicardia azul pasaba entonces a escribir como siempre lo hizo, con dos dedos curvos sobre un teclado que parecía echar humo… y cortar la sesión a mediodía para comer con Silvia, comentar todas las noticias del mundo (incluso, cuando aún no existían las redes instantáneas de la información) y dedicar la tarde a caminar. Le gustaba caminar por laberintos personales de paso rápido y había que fingir la falta de aliento y apelar a olvidadas gimnasias para intentar seguirle los pasos. A menudo, visitaba un cementerio de perfectas cuadrículas y discretas lápidas, donde a la mitad del silencio se detenía y señalaba: “¿Ya te diste cuenta? Las edades que marcan la mayoría de las lápidas son todas de jóvenes muertos en la primera oleada de la Primera Guerra Mundial… ¡Carajo, una guerra entre primos que se cargó a una generación entera de la humanidad!”.

De vuelta a su flat en Barkston Gardens, Fuentes recibía el atardecer leyendo o corrigiendo pruebas finas si acaso venía un libro camino de la imprenta y luego, la ópera, el cine o el teatro. Se reía cuando le decía que muchos parientes míos de Guanajuato daban por hecho que vivir en la Ciudad de México concedía un abono instantáneo para todos los teatros y todas las obras, pero se azoraban al saber que en realidad, no todos los chilangos tienen tiempo ni ganas para ir al teatro, que en Londres —allí sí— parece una feliz obligación epidérmica, donde los protagonistas de las tablas, los músicos de las orquestas, los dueños de las pantallas de plata aparecen luego deambulando por las calles que parecen recién redactadas por Dickens, las mismas calles donde sigue danzando Twiggy al son de una rola de los Rolling Stones, la misma ciudad de la neblina y de la gabardina, del donaire y la caballerosidad… todo envuelto en la prosa de un escritor como Fuentes y desconozco si alguien mencionara estos atributos o virtudes de su literatura en las conferencias que también se llevaron a cabo hace unos días en Cambridge para engalanar la develación de un placa que, en verdad, celebro por lo que enseña: un escritor escribe, se despierta, vive, camina, come, aplaude una aria o se estremece con una escena cinematográfica o un diálogo de dramaturgia pura, pero esencialmente escribe. Escribe todo el tiempo. Toda la edad del tiempo y Carlos Fuentes ha de permanecer a la espera del próximo lector que hoy mismo descubra todas las bondades de su oficio y será ya un nombre en el paseo de todo paseante perdido, todo lugareño asiduo y todo vecino anónimo en esa ciudad de Londres que Fuentes conoció de joven, en la época en blanco y negro de la posguerra y luego en la psicodelia incipiente de los cuatro profetas de Liverpool (que Fuentes conoció en persona el día que se proyectó el primer pase privado de A Hard Day’s Night y contaba que en realidad no había podido hablar mucho con ellos por las constantes risas y bromas con las que se despeinaban entre ellos)… Fuentes en Londres en una hermosa fotografía con sus hijos el día que estrenaron el hogar en Barkston Gardens, y años después, de la mano de Silvia caminando por una calle perfecta que rodea un jardín privado, las aceras alineadas con majestuosos edificios blancos que se van clonando conforme uno avanza, a paso ligero, hablando de todo para confirmar que no falta respiración y llegar a la puerta donde reluce en lámina dorada el nombre de un escritor mexicano que conquistó al mundo con sus libros.

 Twitter: @FJorgeFHdz

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