Viejas lecciones de Europa
Merkel y Hollande recuerdan principios que la UE debería haber aprendido hace mucho tiempo
El escenario que han elegido François Hollande y Angela Merkel para pronunciar este miércoles un discurso conjunto no puede ser más simbólico. La ciudad que alberga la Eurocámara y el Consejo de Europa, Estrasburgo, representa uno de los emblemas de la paz en Europa. Su centro histórico, con sus plácidos canales, sus plazas impecables y las calles con nombres en alemán y francés, encarna todo lo que Europa ha querido construir desde el final de la II Guerra Mundial —su banlieue, entre las más conflictivas de Francia con récord de coches quemados cada año, refleja también todo lo que no ha logrado en el terreno de la igualdad y la integración—.
Sin embargo, durante muchos siglos Estrasburgo fue exactamente todo lo contrario: como capital de Alsacia, una de las dos provincias que junto a Lorena se disputaron las dos potencias europeas durante gran parte de su historia moderna, era algo parecido a Beirut o Sarajevo, una urbe identificada con la violencia y la separación de comunidades. La guerra de 1870, en la que tropas prusianas asediaron París —sus habitantes se comieron todos los animales del zoo y todas las ratas, gatos y cualquier otra criatura con patas—, la primera Guerra Mundial, la segunda: no es necesario recordar hasta qué punto el enfrentamiento franco alemán marcó la existencia del continente. Estrasburgo era una ciudad de refugiados y de huidas masivas, rota por la guerra y por la historia.
Cada imagen solemne de un presidente francés y un canciller alemán tiene un alto valor simbólico. En 1989, dos gigantes de la construcción europea, Helmut Kohl y François Mitterrand, pronunciaron también discursos en la Eurocámara. Era un momento de enorme esperanza: el Muro de Berlín acababa de caer y la reunificación de Alemania parecía cerrar para siempre los estragos de la Guerra Fría. Cinco años antes, una nueva imagen también parecía cerrar otra época de horror: Kohl y Mitterrand acudieron juntos, cogidos de la mano, al monumento a las víctimas de la batalla de Verdún, la peor de la I Guerra Mundial. En diez meses murieron más de 700.000 soldados de ambos bandos y estos campos del norte de Francia continúan arrojando muertos y munición sin explotar y siguen envenenados por la cantidad de gases que se utilizaron entonces. Setenta años después, se celebraba la amistad entre los dos países en medio de la certeza de que nada parecido iba a volver a ocurrir.
Sin embargo, este nuevo encuentro se ha desarrollado en un clima muy diferente. Es cierto que otro Verdún es imposible de imaginar en Europa, pero Siria padece cada día batallas igualmente cruentas, en las que también se han utilizado gases tóxicos. Y esa guerra está teniendo unos efectos directos sobre la UE: el sufrimiento de Oriente Próximo llega cada día a nuestras fronteras. Hollande y Merkel han recordado que ningún horror puede sernos ajeno y que sólo una Europa unida y solidaria puede enfrentarse a problemas tan profundos y complejos como la crisis de los refugiados. Pero es una lección que el continente que alberga Estrasburgo y Verdún tenía que haber aprendido hace mucho tiempo sin que fuese necesario recordarla.
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