La hora de los chamanes
Hay políticos que dan una explicación sencilla a nuestros males: la culpa es de los espíritus
Corbyn es como Thatcher. Tiene una historia seductora sobre la decadencia de la sociedad británica en la que los sindicatos son los actores principales. Cierto que para Thatcher los sindicatos eran los villanos y para Corbyn son los héroes. Pero es un detalle relativamente menor. Lo importante es que ambos pertenecen a la categoría de políticos más exitosos en tiempos de crisis: los chamanes.
Los políticos chamanes ofrecen una explicación moderadamente sencilla a nuestros males colectivos. La culpa es de los espíritus (para el chamán de toda la vida), los gobiernos (para el chamán neoliberal a la Thatcher) o los mercados (para el chamán estatista a la Corbyn). Y, obviamente, de las explicaciones de brocha gorda se derivan soluciones de brocha gorda. Thatcher lo solucionaba casi todo privatizando y Corbyn nacionalizando.
Pero la filosofía de fondo es análoga: el fin se funde con el medio. Para un thatcherista, el fin de una sociedad más emprendedora o un mercado más eficiente no puede lograrse con una intervención estatal si existe una alternativa privada. Esta actitud puede llevar a auténticos despropósitos en, por ejemplo, política sanitaria o en el transporte público. Para un corbynista, el fin de una sociedad con igualdad de oportunidades no puede lograrse con mecanismos de mercado si existe una alternativa pública. Lo cual puede conducir a políticas subóptimas en, por ejemplo, educación o vivienda.
Por tanto, no es sorprendente que muchos políticos y analistas parece que pasen de un extremo ideológico al otro cuando en realidad mantienen la misma actitud con ropajes distintos. El caso paradigmático es el político jamaicano Michael Manley, que pasó en unos años de aliarse con Cuba para desmantelar el capitalismo “ladrillo a ladrillo” a convertirse a la ortodoxia liberal y en un “gran ejemplo” para el presidente George Bush. Tanto Manley como muchos de nuestros excomunistas transmutados a neoliberales hacen lo mismo independientemente del punto del espectro ideológico en el que se encuentren: empaquetan fines con medios.
Y los humanos compramos esos paquetes porque somos arrogantes. Gracias a experimentos científicos sabemos que nuestras altivas mentes rechazan la posibilidad de que los fenómenos complejos —grandes crisis, conflictos o desigualdades— sean el resultado de causas múltiples difíciles de desentrañar, unas causas que se pierden en el tiempo y en el espacio, y que nuestros intelectos no pueden aprehender en su plenitud. No. Nuestra mente protesta contra el caos. Queremos narraciones, historias causales simples que den sentido al mundo.
Muchos políticos pasan de un extremo ideológico al otro cuando en realidad tienen la misma actitud
Los científicos también han mostrado que la desconfianza y la inseguridad económica, dos de las señas de identidad de nuestros días, estimulan nuestro apetito por las teorías de la conspiración. Los ciudadanos europeos, más inseguros de la globalización y más desconfiados de sus élites políticas que nunca, pueden comprar las explicaciones más descabelladas, como que nos quieren convertir en una “colonia de Alemania” (Pablo Iglesias) o en sujetos “gobernados por inmigrantes e hijos de inmigrantes” (Le Pen padre).
Ciertamente, no es justo poner en el mismo saco al Frente Nacional, la derecha radical escandinava o UKIP con Syriza, Podemos o la Corbynmanía. Pero tampoco es justo obviar que han surgido como respuesta a unos miedos parecidos: paro masivo en suburbios industriales, recortes en las prestaciones de bienestar, sensación de que no controlamos nuestro destino en una economía mundial cada vez más interdependiente, sin olvidar el alud de que ha puesto en jaque a Europa. Y están arrastrando a los partidos de la vieja política por la misma senda de unas políticas cada vez más cerradas, más nacionalistas y más euroescépticas.
Hay excepciones. Y, por centrarnos en el caso británico, dos políticos que separaron inteligentemente los fines de los medios fueron Tony Blair y Gordon Brown. Para ser precisos, lo hicieron en casa, no en política exterior, donde, al apoyar la guerra de Irak, Blair se adhirió al prototipo de política de chamanes: una bella narrativa que queda muy bien en una presentación de powerpoint (libera a un pueblo de su tirano genocida y la democracia florecerá en la región) y que se impone a la evidencia más básica (para empezar, la de las armas de destrucción masiva).
Sin embargo, en política doméstica, Blair y Brown actuaron con prudencia y sutileza. En lugar de borrón y cuenta nueva, mantuvieron las reformas thatcheristas que entendieron que podían servir para conseguir sus fines. Todo medio —proveedores públicos o privados; disminuir algunos costes educativos pero subir otros como las tasas universitarias— que pudiera servir a sus objetivos en políticas públicas era estudiado. Antepusieron una cultura de resultados, “lo que funcione”, al principio thatcherista (o corbynista) de “¿eres uno de los nuestros?”. Y, en mayor medida que los Gobiernos precedentes y siguientes, diseñaron las políticas basándose en la evidencia. Un ejemplo es la determinación del salario mínimo en el que, frente al populismo de derechas de dejarlo en manos del mercado y el populismo de izquierdas de fijar una cifra mágica y redonda (como las 10 libras por hora de Corbyn), Blair y Brown optaron por delegar esa labor en expertos que pudieran armonizar los intereses de los trabajadores más desfavorecidos con el crecimiento económico.
Blair y Brown mantuvieron las reformas thatcheristas que podían servir para conseguir sus fines
Con este sentido común, entre 1997 y 2010 los Gobiernos laboristas alcanzaron muchas de sus metas, que eran concretas pero ambiciosas, como reducir la altísima pobreza infantil y en la tercera edad que habían heredado de los conservadores. Una tendencia que se ha revertido con los Gobiernos de Cameron.
Pero poco importan los datos frente a las historias simplonas. Los comentaristas de derechas han creado el mito de que los laboristas fueron unos manirrotos, cuando, en realidad y hasta la llegada de la crisis, el serio Brown mantuvo el tesoro británico en escrupuloso orden, presidiendo una economía que creció más, se volvió más productiva y generó más empleo que la mayoría de las grandes economías del mundo. Y los comentaristas de izquierdas han hecho un deporte no ya nacional, sino internacional, de despreciar a Blair como una versión edulcorada de Thatcher. Evidentemente, ni Blair ni Brown acometieron decididamente problemas que se han revelado como esenciales en la economía hiperglobalizada actual, como una creciente desigualdad y la vulnerabilidad de los que hoy llamamos working poor (“trabajadores pobres”). Pero ¿cuál era la alternativa factible a Blair o Brown que hubiera arrojado mejores resultados entre 1997 y 2010?
Más importante, precisamente porque Blair y Brown dejaron la construcción del estado de bienestar británico a medias, precisamente porque quedan fines muy ambiciosos que afrontar, los dirigentes laboristas del futuro no pueden descartar ningún medio y deben someter sus propuestas al mayor rigor empírico posible. No pueden, por principios ideológicos, eliminar los proveedores privados de la sanidad, o de la educación, públicas. No pueden nacionalizar todo lo privatizado, porque cometerán los mismos excesos que Thatcher. Sólo que al revés.
Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo y autor de El retorno de los chamanes (Ed. Península), de próxima publicación.
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