Los últimos guerreros de México
En sillas de ruedas y acompañados de médicos, los mexicanos que combatieron en la Segunda Guerra Mundial participan por primera vez en el desfile militar
El día que regresaron a casa, los militares mexicanos que habían combatido contra Japón en la Segunda Guerra Mundial fueron recibidos como héroes. Mario Moreno, Cantinflas, y el cantante Jorge Negrete, los personajes más populares de la época, los esperaban en la estación de trenes de Buenavista, adonde llegaron macilentos y cobrizos por la atebrina, el medicamento que tomaban para prevenir la malaria. Manuel Ávila Camacho, el presidente que rompió la histórica neutralidad del país en los conflictos armados por la afrenta alemana de hundir seis barcos mexicanos, abrazó como un padre a los 300 hombres que pelearon en Filipinas. Las mujeres los acosaban por la calle y los niños querían ver de cerca las medallas que llevaban en el pecho. La prensa publicó un desplegado ensalzándoles. Después de eso nadie más se volvió a acordar de ellos.
La hazaña del escuadrón 201, como se llamó a aquella unidad de combate aéreo que luchó hasta la rendición japonesa en agosto de 1945, se fue difuminando con el tiempo. Durante 70 años, no se les prestó demasiada atención. Los supervivientes, cada vez menos, se empeñaron hace unos años en conseguir que les dejaran desfilar, aunque solo fuera una vez, en reconocimiento a su servicio. Una vez superada la burocracia mexicana –más peligrosa que un nipón con bayoneta- y tras escribir miles de cartas dirigidas a todo ser vivo que tuviera alguna relación con el tema, los últimos 16 combatientes que quedan con vida participaron este miércoles en el desfile militar por el aniversario nacional.
“Era el sueño de nuestra vida. Lo hemos cumplido, ya podemos morir en paz”, dice Fernando Nava, de 86 años, el soldado más joven del escuadrón. El mayor tiene 98. El ejército dispuso de médicos y enfermeros que los asistieron durante el desfile. Antes les tomaron la tensión y les recomendaron no fumar. Llevaban un uniforme de época y las condecoraciones, como la del servicio en el Lejano Oriente, que ganaron en el campo de batalla. Cargaban la única bandera mexicana que ha ondeado fuera del país en tiempos de guerra. Desfilaron a bordo de un autobús, ayudados de sillas de ruedas, andadores, muletas y el hombro de sus hijos, pero el caso es que desfilaron, que era lo importante.
El sargento segundo de mecánica Luis Guzmán tiene 89 años y llegó al desfile conduciendo su propio coche. De acompañante, la mujer con la que lleva siete décadas y conoce la historia casi mejor que él. Guzmán recuerda el día que tuvieron que buscar en la selva los restos del piloto Mario López Portillo –en total murieron cinco- que se había estrellado en una loma, seguramente porque no consiguió levantar el morro. Recuerda que se quedaron sin agua en la cantimplora y, al oír un murmullo que parecía el de un arroyo, se asomaron a una pendiente. En realidad era el sonido de una columna de hormigas que llevaba días devorando el cadáver del piloto.
Los supervivientes han peleado duro para que no caer en el olvido. Paseando por el bosque de Chapultepec, uno de ellos encontró hace tiempo un monumento sin inscripción ni placa, abandonado. Los veteranos pensaron que era un buen lugar para que les rindieran un homenaje a ellos y le escribieron al Gobierno para que les cediera el monolito. Ahí querían enterrar a los pilotos. El trámite se eternizó. Un combatiente de 92 años propuso profanar las tumbas de los caídos, resguardadas por el ejército, y llevar los cadáveres a escondidas hasta el mausoleo. “Yo me echaré la culpa. De todos modos me queda poco tiempo. Con que me traigan tequila a la cárcel es suficiente”, dijo. Las autoridades finalmente cedieron y cayeron en la cuenta de que estos nonagenarios que no le habían temido a los honorables soldados japoneses no se iban a rendir nunca.
El soldado Nava guarda en su casa, como un tesoro, la bandera japonesa que le arrebató a un enemigo. No entiende la inscripción que hay junto al círculo rojo, pero no se ha atrevido a llevarla a la embajada ni a enseñársela a alguien de ese país por miedo a que se la roben. Entiende que es suya y la ganó en el campo de batalla, al igual que el derecho a desfilar por su patria: “No podemos caminar pero tenemos honor”.
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