El libro abierto
Cada vez que se lee el Quijote, surge una rara magia cósmica que revela que en ese mismo instante lo está escribiendo un hombre de siglos pasados
Llegan las últimas páginas del mes de abril en lo que parecían días de rosas rojas y libros abiertos de par en par, inesperadamente convertidas las madrugadas en hojas marchitas, la sinrazón de las razones absurdas y muchos libros cerrados a cal y canto, pero llegan estas últimas páginas de un abril que espero que jamás vuelva y se confirma el consuelo de haber cumplido un año más con el ritual de leer las dos partes de Don Quijote de la Mancha, verídicas y soñadas por Miguel de Cervantes. Un año más en el que abril se vive con las ensoñaciones y verdades que prueban esas mil doscientas páginas, pero que a diferencia de veintisiete años anteriores, rompí el conjuro y he releído el último capítulo, que narra De cómo don Quijote cayó malo y del testamento que hizo, y su muerte.
He vuelto a leer ese siniestro capítulo, a pesar de que no me cuadra que Alonso Quijano recupere la razón y, menos aún, que muera de tal manera que el escribano público tuviese que declarar "que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote...". pero no interrumpí mi lectura en el penúltimo capítulo quizá porque adivinaba una revelación: tengo para mí que Cervantes escribió la muerte de Quijote insertando la cordura recuperada de Alonso Quijano, porque sabía que al hacerlo le confería la maravillosa oportunidad de volverlo eterno. Al escribir la triste línea donde el gentil hidalgo entregó su espíritu, Cervantes escribió en realidad la continuidad interminable de su fantasía. El párrafo abre el telón para el último sueño posible de Don Quijote, que tengo para mí que sería el no tan imposible viaje a la Nueva España, reencontrarse con Sancho en Cuévano y confirmar ambos que los amores contrariados son tan efímeros como mariposas amarillas: Dulcinea ha de ser siempre inasible, precisamente porque es no más que la realidad de un sueño.
Si pudiera discutir este punto con Cervantes, estoy seguro que confirmaría la perogrullada de que hay libros de que se vuelven entrañables no solamente en el instante en que se leen, sino en el momento en que uno llega a sus últimas páginas e inaugura su recuerdo. Las historias que nos son más entrañables lo son en tanto se adhieren a nuestra conciencia y se rescriben en nuestra memoria; dicho así, cada abril es un mes idéntico a todos los abriles de nuestro pretérito y, al mismo tiempo, un mes inédito. Por ende, impredecible y por lo mismo, cada que se abran las páginas de Quijote de Cervantes el lector queda invitado a combinar la metafísica emoción de estar releyendo un libro memorizado, al mismo tiempo en que parecería descubrir por vez primera esos mismos párrafos. Es más, cada vez que se lee el Quijote, surge una rara magia cósmica que revela que en ese mismo instante lo está escribiendo un hombre de siglos pasados que llevó en vida el nombre de Miguel de Cervantes Saavedra.
Parece mentira, pero tengo para mí que algún genio del futuro será capaz de inventar algún teléfono tan inteligente como para proyectar en su pantalla de bolsillo que todo lector –con sólo leer una vez más el Quijote por vez primera—observará en tiempo real cada trazo de pluma de ganso con los que irá hilando cada palabra Miguel Cervantes, sin saberse visto ni leído. También parece entonces verdad lo que me ha confiado un amigo editor: varias ediciones del Quijote que circulan hoy en día en actos conmemorativos no son más que publicaciones equivodacamente basadas en la versión Quijote de la Mancha de un tal Pierre Mènard, párrafos idénticos, mismas palabras y, sin embargo, tan otras que hasta el mismo Jorge Luis Borges alzaría la voz en este abril para confirmar el juego de espejos.
El libro reúne y surte todas las aspiraciones y arrepentimientos de la humanidad, al tiempo que contiene las desolaciones, luchas, sueños, pasiones y silencios
Este abril quedará en la memoria como si hubiera leído por primera vez el pasaje que ahora considero el más triste en la vida loca de Alonso Quijano. Así como hubo años en que me reía de la batalla contra los molinos de viento (tan sólo para llorar al año siguiente con la misma escena), y otros años en que me parecía que Clavileño es uno de los más finos caballos que ha tenido jamás la imaginación literaria, así este año me he quedado desconsolado con el pasaje donde la sobrina y la ama del Quijote, en contubernio con el cura y el barbero de ese lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, deciden no solamente quemar la mayoría de los libros que había leído don Alonso, sino además tapiar el aposento en donde se encontraba su biblioteca. "De allí a dos días –escribe Cervantes—se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros...".
Quien no había vivido la desgracia de perder un libro, no encontrar el manoseado ejemplar que siempre nos ha sacado de apuros a deshoras, y recuperar el ejemplar que inexplicablemente prestamos o quien no ha sufrido el doloroso rapto de quedarse sin libros como quien se pierde en un bosque, no podrá sentir la inmensa desolación, desamparo y quebranto cuyo mejor ejemplo es el mencionado pasaje del Quijote. Pero quien lea a conciencia esa triste escena anti-bibliófila, tendrá que descubrir también que precisamente ante la ausencia de sus libros el Quijote decide volver a cabalgar, salir de esa realidad que ha quedado trunca y cruzar de nuevo los campos de Montiel ya no guiado por lo escrito, sino por lo que ha quedado en su recuerdo y por lo que genera su ilimitada capacidad de soñar.
Hay libros de que se vuelven entrañables en el momento en que uno llega a sus últimas páginas e inaugura su recuerdo
Quien se atreve a sobrellevar los días de abril con el compromiso cotidiano de leer las páginas que narran las andanzas del Caballero de la Triste Figura podrá confirmar que ése libro como símbolo de todos los libros encierra uno de los misterios más fascinantes de la vida: entre la realidad y la ficción, entre la memoria y la invención, entre las verdades y las mentiras, los días que componen nuestra existencia parecerían un inmenso tomo cubierto de polvo, leído y releído, que merece y exige el ejercicio de ser releído, para que no se pierda en la amnesia, para que no se instale ninguna forma de olvido y para que al leernos, ejerzamos la posibilidad de rescribirnos realizando una mejor edición de nosotros mismos. Quien lea así los pasos de su vida abre además la ventana que muestra las confluencias entre lo imaginario y lo palpable, ese paisaje en donde las alegrías se ponderan con moderación y las tristezas se asumen con resignación.
En estos tiempos en que las banalidades de la globalización de la estupidez multiplican su popularidad por encima de los mejores versos de los poetas, permítaseme partir una lanza a favor de quienes no podríamos seguir vivos sin el acompañamiento de un libro, ese salvoconducto que nos permite escapar de toda realidad cotidiana y el pasaporte perfecto para evadir la contundencia de todos los horrores que nos rodean o rondan el recuerdo.
El libro reúne y surte todas las aspiraciones y arrepentimientos de la humanidad, al tiempo que contiene las desolaciones, celebraciones, luchas, sueños, pasiones y silencios comunes a cualquiera. De madrugada la silenciosa voz del Libro se vuelve propia y se combina con el dialogo callado de nuestras propias ideas. De día, es quizá la prenda más encomiable que pueda llevar alguien encima. De sus páginas surgen carcajadas y lágrimas. Se sabe a ciencia cierta que el Libro no tiene por qué adscribirse a conceptos cuadriculados de Tiempo o Espacio: al leer, viajamos a lugares que ya no existen o que nunca han existido, transportamos la mente a tiempos remotos o proyectamos la imaginación a los abriles que aún quedan por venir. Es el medio más barato y seguro de transporte, al tiempo que es el contenedor de las diversas fuentes de fe, sapiencia, conocimiento y creencia de todos los habitantes de este planeta, de todos los credos, colores y épocas. Todos los descubrimientos científicos, la basta geografía del planeta, las ideas por las que han muerto hombres y mujeres, las ideologías que han emborrachado a distintos grupos, los versos de los poetas, los cantos anónimos de ceremonias olvidadas, la luenga historia que contiene todas las historias de la Historia, así como las aventuras y pendencias de los que viven solamente en novelas están contenidos todos en el Libro. Monarcas y pordioseros, técnicos y artistas, jóvenes y viejos, siempre tienen a la mano la posibilidad de acercarse a un Libro, y por ende, a sus promesas, ilusiones y sentencias.
Soy de la idea de que la promoción de la lectura no precisa de la labor de convencimiento publicitario que muestra al Libro como si fuera una nueva pasta de dientes. Tampoco creo que el rostro de un actriz que se cree diva, la carcajada de un cómico, o el supuesto ejemplo de una figura deportiva logren convencernos de los beneficios de la lectura. Creo más en la ilimitada multiplicación de bibliotecas, en el apoyo irrestricto, incuestionable e incondicional a todos los que intervienen en la vida del Libro. Creo más en la repartición de libros gratuitos, sistemas de préstamo y el probado contagio de boca en boca, que en los axiomas obligatorios que pretenden que las letras entren con sangre... porque creo en un santo ya expulsado del santoral que mató al más fiero dragón de la ignorancia para intentar con ello enamorar a una mujer y en el caballero andante que deshace agravios, endereza entuertos, enmienda sinrazones, mejora abusos y satisface deudas, cuya vida es eterna entre las pastas de un libro... que queda, ya para siempre, abierto.
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