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El pasado se desploma

Francisco G. Basterra

De Suiza a Panamá, el pasado se desploma. Ocurre cuando EE UU decide tratar con sus enemigos, implicarse con los hasta hace poco miembros de un eje del mal que a su vez respondían demonizando al Gran Satán imperialista yanqui. El pragmatismo desplegado por Obama, convencido de que es mejor un regular acuerdo que una mala guerra, sirve para cortar nudos gordianos en Oriente Próximo o en el Caribe. El presidente, que llegó a la Casa Blanca ofreciendo mano tendida a los adversarios más recalcitrantes, ha tardado más de seis años en convertir su discurso en hechos. Porque busca un lugar para su presidencia en la historia, porque el discurrir de las dos guerras, Afganistán e Irak, que ha cerrado a medias le ha mostrado la inutilidad de la fuerza militar para resolver conflictos.

Y en tercer lugar, porque ha comprendido la ineficacia de viejas políticas de aislamiento. La repetición de lo que no ha funcionado, más de medio siglo con Cuba, y 34 años con Irán, no podía producir resultados distintos. El arma mejor de la que dispone Obama es la implicación con los más opuestos a los valores de la democracia liberal. Y el reflejo de su poder blando sobre cubanos e iraníes. Ya no tiene que afrontar elección alguna y su relativa audacia tiene sentido, aunque descarrile el débil preacuerdo con Irán o se haga esperar el deshielo definitivo con La Habana.

Washington ha entendido la ineficacia de viejas políticas de aislamiento

Los largos años de descuido de EE UU hacia Latinoamérica son un error mayúsculo. La cumbre de las Américas en Panamá, por fin con Cuba, expulsada de la Organización de Estados Americanos (OEA) por presiones de EE UU en 1962, señala el inicio de una era nueva en las relaciones interamericanas, en la que cabe esperar que el pragmatismo triunfe sobre la ideología.

La Cuba castrista, sin renunciar a su régimen comunista, regresa al hemisferio americano. Washington admite que se ha equivocado con el embargo y reconoce la dignidad de los cubanos y su soberanía nacional, como respeta a Irán como potencia regional con intereses legítimos. Esta nueva normalidad, cogida con alfileres, es factible porque no está condicionada al cambio del régimen castrista o a la salida de los clérigos islámicos. Washington deberá convivir con ambos. Y admite también, abandonando el burladero de la seguridad nacional, que sus intereses vitales no están en juego ni en La Habana ni en Teherán.

Raúl Castro, con habilidad diplomática y la ayuda de Venezuela, ha logrado cubanizar la agenda interamericana, donde coexisten múltiples organizaciones multilaterales sin presencia de Washington: Alba, Celal, Unasur, que afirman la autonomía frente a EE UU, parapetada tras la OEA. Si por decisión de Obama el pasado se desploma, también debería hacerlo el viejo y anacrónico antiamericanismo que late aún en gran parte de Latinoamérica. Porque habría caído también la potencia imperialista. Obama ha pulsado la tecla de reinicio.

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