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Tribuna
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Notas sobre las protestas

El riesgo de reducir las convocatorias a “enfrentamientos” supone, una vez más, dejar de escuchar lo que se está diciendo

Eliane Brum

Por un lado, la policía. Por otro, los Black Blocs. E inevitablemente el “enfrentamiento”, la “dispersión” y el final de la protesta. Entre unos y otros, los manifestantes pacíficos afectados por los “excesos” de la policía que reacciona a las provocaciones. Esta descripción de las dos primeras convocatorias de 2015 contra el aumento del precio del transporte público, (autobús, tren y Metro) en Sao Paulo, encierra el riesgo de la reiteración y del espectáculo. Reducidas a un balé perverso, las convocatorias pueden quedarse sin fuerza. La banalización del guion, como si se tratase solo una nueva puesta en escena, más pequeña y menos original que las protestas de 2013, encubre aquello que las mueven: la violencia que sufren millones de personas cada día en un transporte caro e incompatible con la dignidad humana, la opción histórica por el transporte individual y privado en detrimento del colectivo y público, la vida de ganado que transcurre en horarios brutales. Es la denuncia explosiva, transgresora, que sigue tan vigente como siempre y que ha sido ocultada. El riesgo de reducir las convocatorias a “enfrentamientos” supone, una vez más, dejar de escuchar lo que se está diciendo, incluso de la violencia de los policías y de los Black Blocs, más parecidos de lo que quisieran. 

La verdad, como sabemos, es un bicho difícil de alcanzar. Nunca está en un lugar solamente y se mueve. No es singular, como en el inicio de la frase, sino plural. También en este sentido, las concentraciones contra el precio del transporte exigen la máxima atención. Puede haber tantas trampas, bombas de efecto “moral” y artefactos para “dispersar” en las crónicas sobre las manifestaciones como en las calles. Solo algo con mucho poder provoca tanto conflicto también –y tal vez en especial– en el campo minado del discurso; ese espacio en el que se dirime cómo será contada la historia, y que influye directamente sobre lo que va a ocurrir en las calles en el próximo capítulo, o en la próxima manifestación.

La diferencia de los números es abrumadora precisamente por su imprecisión. No hay siquiera una remota proximidad entre el cálculo de manifestantes presentado por la Policía Militar y por el Movimiento Pase Libre (Movimento Passe Livre), que organiza las protestas. En la primera manifestación, el 9 de enero, la PM dijo que había 5 mil personas y el MPL habló de 30 mil. En la segunda, el 16 de enero, la PM calculó 3 mil y el MPL, 20 mil. Es probable que la verdad de los números esté en algún lugar entre los extremos, pero nada indica que sea necesariamente en el medio. Aunque no sea infrecuente en este tipo de acontecimientos, la guerra de las cifras revela la importancia de lo que se desarrolla en las calles. Si las manifestaciones de 2015 logran un sitio en la Historia, nadie sabrá qué grado de participación tuvo en sus inicios.

Los números apuntan la evidencia de que, la primera y la segunda convocatoria, disminuyó la participación, porque es el dato convergente en las versiones de uno y otro. La reducción del numero de participantes reforzaría la hipótesis de que la acción de la Policía Militar, al utilizar la violencia contra todos los manifestantes e incluso contra los que solo pasaban por la calle, pueda estar funcionando: con miedo de las bombas de gas y de las balas de goma, una parte de los manifestantes de la primera convocatoria no habría vuelto para la segunda. En este caso, la PM no cometería “excesos” por falta de preparación –o solo por falta de preparación– como ya se dijo, sino como estrategia para vaciar las manifestaciones. La meta sería impedir el ejercicio de un derecho constitucional como forma de anular el potencial transgresor de la reivindicación.

Este guion revela la tolerancia de la sociedad con la violencia policial. De lo contrario, ¿cómo se explicaría que, en un régimen democrático, la violencia de la PM contra ciudadanos ejerciendo sus derechos sea posible y se repita con tan escasa resistencia del conjunto de la población? ¿Qué cantidad de violencia es necesaria para hacer que la gente abandone la comodidad de sus hogares para ir a la calle en masa, como sucedió en 2013, como respuesta a la represión? ¿Habrá una violencia administrada para que no exceda de lo “tolerable” para la clase media?

En 2013 solía decirse que la clase media y el centro conocieron en las manifestaciones a la policía que actúa en la periferia, donde la violencia de las fuerzas de seguridad del Estado siempre se toleró, cuando no se estimuló. A juzgar por las dos primeras convocatorias de 2015, el uso de la fuerza por la policía contra manifestantes indefensos, que debería causar asombro y cólera en una democracia, es más un dato para mostrar que la violencia se está haciendo natural incluso en ese ámbito, como parte de un espectáculo al que se asiste con alguna dosis de tedio. En esta naturalización no hay inocentes y cada uno sabe qué parte le toca. Falta más gente que se asombre por la falta de asombro en todos los sectores; también en la prensa.

La narrativa hegemónica de las manifestaciones usa palabras como “enfrentamiento”, “dispersar”, “vándalos”. Son palabras encubridoras que se usan para ocultar, no para revelar. Recuerdan la terminología usada para disfrazar la gravísima crisis del agua. En este caso, el Gobierno de Geraldo Alckmin, gobernador de São Paulo, ya abusó de expresiones como “estrés hídrico” y “restricción hídrica”, esta última para no utilizar la palabra “racionamiento”. La crisis del agua, además de la incompetencia del gobierno del PSDB (Partido da Social Democracia Brasileira) demostrada en la falta de planes y de medidas de prevención, es una crisis socio ambiental íntimamente relacionada con el cambio climático. Pero pocos se acuerdan de esto, porque recordarlo significaría haber tomado medidas mucho más profundas y con incidencia directa en los intereses del capital. El precio del transporte y el agua, los dos asuntos del momento en São Paulo, convergen en que ambos exigen un cambio estructural. Uno, en la forma de tratar el ir y venir de las personas en una ciudad: quién paga y quién se lucra de ello. El otro, en la forma de tratar el planeta y explotar sus recursos naturales: quién paga y quién se lucra de ello, sabiendo que al final pagaremos todos, como, de hecho, ya estamos pagando.

Para encubrirlos, que es el contenido realmente explosivo, se escoge tratarlos superficialmente, estimulando el sentido común para formular frases como: “Este pueblo no tiene nada mejor que hacer que andar peleando por 50 céntimos”, en el caso de la tarifa, o “Escasea el agua porque ha llovido poco, y solo con que San Pedro colaborara, el problema estaría resuelto”, en el caso del agua. Es importante que se analice lo que sucede en las calles mostrando a aquellos que no acuden allí, pero que actúan tras las paredes, algunas de ellas de los edificios públicos. Como también es importante que se vea lo que se está diciendo para alcanzar lo que no se está diciendo y que posiblemente sea lo más importante.

“Dispersar”, verbo ampliamente utilizado en el relato de las manifestaciones, no expresa algo tan inofensivo y legítimo como se quiere hacer ver a la opinión pública. Hay reglas para eso y no se están cumpliendo. No es necesario ser un especialista para saber que no se puede acorralar manifestantes y disparar sobre ellos bombas de gas y de efecto moral (granadas de aturdimiento), así como balas de goma, sin incurrir en varias violaciones legales, entre ellas la de impedir el ejercicio democrático de manifestación. Y tampoco es necesario ser periodista para saber que llamar “dispersión” a lo que es violencia contraría las reglas del buen periodismo y violenta los derechos de los lectores de ser bien informados.

También merece la pena preguntar qué “enfrentamiento” es ese entre ciudadanos desarmados y la fuerzas de seguridad del Estado al servicio del Gobierno. Y cómo y por qué eso ha derivado retorcidamente en “enfrentamiento”. La palabra “vándalo” ya viene siendo utilizada desde 2013, así como los otros términos aquí mencionados, para justificar la violencia y borrar los matices, transformando a todos los manifestantes en “vándalos” o en protectores de “vándalos”. ¿Por qué, entonces, una parte de la prensa produce y reproduce ese discurso, como si estuviésemos todavía en una dictadura y bajo censura, en vez de manifestar consternación y cuestionar la acción policial con base en la ley y en las normas? Son preguntas importantes que merecen toda nuestra atención si queremos construir, de hecho, una democracia sólida.

En estas primeras manifestaciones de 2015, parece ya existir una narrativa venciendo la batalla en el terreno del sentido común, como sucediera en las protestas de los años anteriores. Las manifestaciones serían reprimidas por culpa de los adeptos a la táctica Black Bloc. De no ser por la violencia de ese grupo, compuesto por no mas de algunas decenas de jóvenes embozados, la policía no necesitaría ejercer su fuerza contra miles de manifestantes pacíficos. El Movimiento Pase Libre (MPL), por su parte, sería responsable por permitir a los Black Blocs participar en la manifestación, porque se beneficiaría de sus acciones para llamar la atención sobre la protesta. La responsabilidad de la violencia en las manifestaciones, en lugar de atribuirse a la Policía Militar se traslada al MPL. En esta versión, se ignoran varios hechos, entre ellos la enorme asimetría de fuerzas entre la policía y los jóvenes embozados, así como la premisa básica de que la PM –el Estado– tiene que actuar dentro de la ley.

Una parte de los manifestantes parece desear que los Black Blocs desaparezcan de las protestas porque estarían echando a la gente de las calles. En este sentido, harían el juego del gobernador, Geraldo Alckmin (PSDB), y al alcalde, Fernando Haddad (Partido de los Trabajadores), al dejarse utilizar para vaciar las concentraciones, como se viene diciendo desde 2013. Esta es posiblemente una parte de la verdad, pero no toda. Aquí hay un desafío mayor. Uno realmente difícil, que sirve para quien está en las calles y para quien no lo está: incluso discrepando de los métodos, ser capaz de comprender la táctica de los Black Blocs como una forma de expresión y sobre todo ser capaz de escucharla. Al no escuchar, nos volvemos reproductores de la violencia de la que acusamos al otro y permanecemos en el lugar de las certezas congeladas: una mala posición para entender las cosas.

Cuando se examina a los Black Blocs reduciéndolos a jóvenes violentos, a “vándalos”, como si esa fuese toda la verdad sobre ellos, se anula toda posibilidad de escucharlos. Se produce también su anulación como personas. Uno de los discursos más frecuentes de los jóvenes embozados es que su violencia, que para ellos se trataría una “performance”, denuncia la violencia que los más pobres sufren a diario en las periferias. La sufren de manos de la policía, allí donde las balas no son de goma; la policía señalada como el único Estado que está presente, solo que mediante la opresión. Y la sufren por la ausencia del Estado, en forma de educación de mala calidad, de salud de mala calidad, de transporte de mala calidad, de condiciones de vida de mala calidad. A esta violencia responderían atacando no a personas, sino a símbolos del capitalismo, por ejemplo los bancos, como una forma de llamar la atención del centro sobre lo que pasa en los márgenes. Usarían la violencia para hacer visible esta otra violencia ya habitual contra los pobres. Y entre las preguntas que se hacen, está la de por qué la violencia menor que ellos ejercen llama mucho más la atención que la que sería una violencia mayor, que tritura la vida de miles de personas física y simbólicamente un día tras otro.

Perder la dimensión política de lo que denuncian los Black Blocs reduciéndolos a jóvenes ora manipulados por el Estado, ora “bandidos”, es perder mucho. Porque dicen algo legítimo y es necesario escucharlos, aunque se discrepe de su forma de actuar; y yo discrepo. La pasada semana el reportero André Caramante reveló que la Policía Militar de São Paulo mató a 816 personas entre enero y noviembre de 2014. Se trata de la mayor matanza de los últimos 10 años. Los delitos, según el reportero, se habían mantenido en el mismo nivel estadístico. Este aumento de muertes producidas por policías, en especial en las periferias, donde muchos de los Black Blocs viven, es una de las denuncias que hacen. Si creen que la única forma de ser oídos es tirando piedras contra la policía, quemando basura y destrozando agencias bancarias eso no los define solo a ellos, sino a toda la sociedad. Para quien se dispone a complicar sus dudas o disminuir sus certezas, sugiero la lectura de “ Embozados. La verdadera historia de los partidarios de la táctica Black Bloc” (Mascarados – a verdadeira história dos adeptos da tática Black Bloc), Geração Editorial, de Esther Solano, Bruno Paes Manso y William Novaes. La parte de la socióloga Esther Solano, que acompañó a los Black Blocs durante varios meses, es especialmente valiosa.

Tan importante como escuchar a los jóvenes enmascarados es escuchar a los policías. Si en las calles estos hombres y mujeres, algunos de ellos disfrazados de Robocop, representan a las fuerzas de seguridad del Estado, no se puede ignorar que están mal pagados y mal preparados, muchos de ellos sufriendo los mismos problemas que se denuncian en las protestas ciudadanas. Si el fin de la militarización de la policía, con su lógica de guerra que presupone no ciudadanos sino enemigos, es un debate que es preciso afrontar, tampoco es la única solución. Los policías militares son los que arriesgan su vida en las calles para defender a una parte de la sociedad, y eso es evidente, de la otra parte que sufre la violencia cotidiana de los pésimos servicios públicos, de una precariedad que le impide mejorar su posición en esta misma sociedad, como pasa en el caso de la educación. Los Black Blocs y los policías tienen más en común de los que les gustaría. Y lo más importante: ninguno de ellos inventó la violencia de la sociedad brasileña. 

Entre todas las versiones vendidas como verdad en este momento, la más peligrosa es la de “enfrentamiento” entre la Policía Militar y los Black Blocs, o entre la PM y los manifestantes. Al reducir la protesta a “enfrentamiento”, que termina siendo la única noticia, o por lo menos la más difundida en cada convocatoria, se evita el debate público sobre el transporte y la movilidad urbana, la reivindicación profunda que mueve las protestas. Se encubre también aquellos que no están en las calles, como el gobernador y el alcalde. En la cuestión de la tarifa, PSDB y PT, los dos partidos que se enfrentaron en las elecciones más apretadas desde la redemocratización, se comportan como amigos de infancia.

No se puede afirmar cuál será la fuerza de las manifestaciones de 2015. Muchos apuestan que se deshincharán. Otros, que en algún momento las dos crisis, la de las tarifas y el agua, se encontrarán en las calles como ya se han encontrado en el día a día. Será una pena si, sometidos a la lógica del “enfrentamiento”, no conseguimos escuchar lo que dicen los manifestantes –y lo que no dicen el gobernador y el alcalde– y perdemos la oportunidad de un debate público, político, sobre la violencia silenciosa que corroe nuestros días. No es un espectáculo repetitivo, es nuestra vida que puede repetirse como una farsa porque nuestra inmovilidad parece ir bastante más allá de no conseguir moverse en calles repletas de coches y en autobuses llenos de gente violentada. Para moverse, es necesario retomar la conversación y escuchar. 

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Site: elianebrum.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum

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