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OBITUARIO

Ben Bradlee, gigante del periodismo

El exdirector de ‘The Washington Post’ contribuyó de forma decisiva a la caída del presidente de EE UU Richard Nixon al destapar el ‘caso Watergate’

Francisco G. Basterra
Ben Bradlee contempla la portada de 'The Washington Post' del día de la dimisión de Nixon, el 14 de agosto de 1974.
Ben Bradlee contempla la portada de 'The Washington Post' del día de la dimisión de Nixon, el 14 de agosto de 1974. DAVID R. LEGGE

Tener suerte y estar en el lugar adecuado son elementos que ayudan a triunfar en la vida. Benjamin Crowninshield Bradlee (Boston, 1921), fallecido ayer a los 93 años en su residencia de Washington, los tuvo y los supo aprovechar. El director de periódicos más importante del siglo XX nació con una cucharilla de plata en la boca en el seno de una familia aristocrática que envió a tres generaciones a la universidad de Harvard. Un patricio yanqui de la costa este, lo más europeo de Estados Unidos, vivió unos años en los cincuenta del siglo XX en Francia como corresponsal europeo de Newsweek; dirigió durante 23 años The Washington Post, un periódico provinciano sin influencia nacional cuando tomó sus riendas en 1965, para convertirlo en un diario indispensable, competidor directo de The New York Times.

Bradlee, el último de una raza de directores legendarios de diarios de papel, logró en 1974 el premio extraordinario de un oficio humilde: la dimisión por primera vez en la historia de un presidente de los Estados Unidos. Richard Nixon. Aplicando el primer principio del periodismo, buscar la verdad que alguien quiere ocultar, comprobarla y finalmente publicarla. Esto fue en esencia el caso Watergate, que comenzó como un robo de cuarta por cacos de segunda división una noche en las oficinas del Partido Demócrata en el edificio del mismo nombre en Washington. El sufijo gate bautiza desde entonces en el periodismo mundial cualquier tipo de escándalo de entidad. Bradlee y los jóvenes reporteros de la sección local del Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, que persiguieron tenazmente la historia durante casi dos años, son responsables de haber fabricado miles de periodistas y sueños de periodismo de investigación y de control de los poderosos en cualquier campo.

Hollywood y el director Alan J. Pakula engrandecieron aún más el mito del Post y el Watergate con la película Todos los hombres del presidente, en la que Jason Robards protagonizó a Bradlee, un director a veces brusco e imperioso, pero que, también seductor, infectaba de entusiasmo a una redacción joven. ¿Cuál fue la aportación de Bradlee al periodismo y qué hizo posible la extraordinaria revelación del Watergate? El periodismo entendido como un bien público vital para la democracia. Atraer talento a la redacción. Apostar por las corresponsalías internacionales. Aportar el contexto histórico y social a las noticias para que se entiendan.

El fenómeno Bradlee no puede explicarse sin la otra cara de la moneda. La existencia de una editora propietaria de The Washington Post, Katherine Graham —que heredó la compañía tras el suicidio de su marido Bill—, que apoyó hasta el final a su director y a sus periodistas frente a las enormes presiones de la Casa Blanca y del poder judicial para encubrir, primero, la verdad de la guerra de Vietnam y, después, el Watergate.

Bradlee tuvo que superar una poliomielitis a los 14 años y tras graduarse en Griego e Inglés en Harvard, luchó contra los japoneses en el Pacífico durante la II Guerra Mundial a bordo de un destructor. Regresa de Europa a Washington con 36 años como redactor de Newsweek, pero la revista va mal. La suerte y su audacia le sonríen, haciéndole a la vez rico por sí mismo, tras convencer a Bill Graham de que el Post debía comprar la revista, consejo que le reportó un buen paquete accionarial de la compañía resultante. Bradlee asciende a corresponsal político de Newsweek en Washington.

Y un nuevo y definitivo golpe de suerte. El senador John F. Kennedy y su joven esposa Jackie se instalan en el exclusivo barrio de Georgetown y quiere el azar que lo hagan en la misma manzana en la que habitan los Bradlee, en el 3300 de la calle N Washington NW. La señora Kennedy y la señora Bradlee se conocen paseando sus bebés por sus tranquilas y arboladas aceras.

Bradlee tiene 39 años y Kennedy 43. Esta amistad daría la vuelta a su vida. Intiman, los dos son patricios yanquis, compendio del wasp (blanco, anglosajón y protestante) de la costa este, en aquella época todavía la muy clara mayoría del país. Bradlee se convierte en el periodista de JFK, obtiene sus filtraciones y comparte sus horas de ocio a medida que se prepara para la presidencia. Sus exclusivas las publica Newsweek.

Hace 18 años, y 22 después de la dimisión de Nixon, entrevisté a Bradlee en su pequeño despacho en la séptima planta del edificio de The Washington Post, muy cerca de la Casa Blanca. Cinco años después de dejar la dirección era vicepresidente sin cartera del Post, tenía 75 años bien llevados y se mantenía elegante vestido con las camisas que hizo famosas de cuello blanco y anchas rayas de colores, que compraba en Turnbull and Asser, en Londres. Acababa de publicar su libro de memorias, que tuvo el cuajo de bautizar A good life (Una buena vida); él la tuvo como periodista, lo que le permitió una silla de pista en alguno de los momentos clave del siglo XX.

Retengo tres cuestiones de aquella conversación de dos horas. Comentamos el caso de los papeles del Pentágono, otra cumbre en la historia de Bradlee y el Post, que contaban la verdad oculta tras la versión oficial del desarrollo de la guerra de Vietnam. El fiscal general y el Tribunal Supremo intentaron introducir, contra la Constitución, la censura previa para impedir su publicación. El Post resistió, los publicó y no fue condenado. Luego ese fiscal general acabó en la cárcel. “Descubrí que la mayor parte de las veces que oí decir a un líder del Gobierno que algo tenía que ver con la seguridad nacional, no estaba relacionado con eso sino con alguna vergüenza nacional”.

La noche en la que preparaba la primera página con el enorme titular, "Nixon resigns", “pensé que había merecido la pena, que lo que yo consideraba una larga batalla entre las fuerzas del bien y del mal había concluido. Y que habían ganado los buenos”. Bradlee tuvo, sin embargo, que tragarse un sapo importante en su exitosa carrera al publicar un falso reportaje en el Post sobre un niño negro de ocho años heroinómano que mereció el premio Pulitzer. La periodista a quien había contratado se lo inventó todo. El premio fue devuelto.

Vaticinó Bradlee que en 15 años (2011) la prensa escrita seguiría teniendo futuro. Contó que había estado en Microsoft y que esos diarios en soporte electrónico le parecían “un juguete. No son nada portátiles, no se pueden llevar en el metro, no se pueden releer fácilmente”. Hoy, The Washington Post ha sido comprado por poco dinero, reflejo del escaso valor concedido al periódico en papel, por uno de los gurús del mundo digital que seguro que no comparte la opinión de Bradlee.

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