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Los que vienen ... y los que regresan

Huyen del hambre y de la guerra y arriesgan sus vidas en busca de El Dorado. Aceptar que, en muchos casos, el sueño de Europa es un fracaso no es fácil

Inmigrantes a bordo de una lancha, cerca de Libia, este octubre.
Inmigrantes a bordo de una lancha, cerca de Libia, este octubre.darrin zammit (reuters)

Los que vienen…

La versión libia del bergantín Marie Celeste cabecea atado a soporte en el puerto de Trípoli: una maltrecha lancha Zodiac de color negro que los guardacostas de la Marina encontraron a la deriva en el mar, sin motor y sin ningún signo de los somalíes que iban a bordo, en busca de una nueva vida en Europa.

Sólo quedan sus efectos personales: pasaportes, tarjetas de identidad, teléfonos móviles, billetes y fotografías ajadas de grupos familiares. Para los guardacostas fue un hallazgo siniestro. “A algunos de ellos los conocemos, los habíamos capturado antes”, dice un oficial, que no quiere dar su nombre. “Sospecho que están muertos porque, si les hubieran rescatado, no habrían abandonado estas cosas”.

Escenas similares se ven todos los días en los 1.800 kilómetros de costa de Libia, con cuerpos y naves abandonadas que aparecen arrastrados en las playas impolutas como recordatorio del coste humano de la inmensa marea que emigra desde este país norteafricano.

Un grupo de emigrantes africanos en el centro de detención temporal de Abu Salim en Trípoli (Libia)
Un grupo de emigrantes africanos en el centro de detención temporal de Abu Salim en Trípoli (Libia)Laura J. Varo

La guerra y la anarquía han convertido Libia en un embudo gigantesco para los desesperados que pretenden emigrar desde África, Asia y Oriente Próximo a Europa. Huyen de las guerras en Siria, Palestina y Afganistán, la pobreza en Bangladesh y Senegal, la opresión en Eritrea y Somalia.

Naciones Unidas dice que en lo que va de año han hecho la travesía hasta Italia 165.000 personas, frente a las 60.000 que llegaron en 2013. El número de fallecidos también ha aumentado: la Marina italiana ha recuperado este año más de 2.500 cuerpos, frente a 600 el año pasado, y hay más cadáveres no identificados que aparecen en las orillas libias.

A pesar del riesgo, decenas de miles aguardan para hacer el viaje. Un joven ghanés de 19 años, fuerte y lleno de energía, repone estanterías en un supermercado de Trípoli y ahorra para pagarse un sitio en un barco de los que cruzan el Mediterráneo.

A pesar del riesgo, decenas de miles aguardan para hacer el viaje

El joven, que desea el anonimato, se fue de casa hace un año, al morir su madre, y gastó todos sus ahorros para llegar a Trípoli. Dentro de su recorrido estuvo varios días atravesando el desierto, cargado con tres botellas de siete litros de agua para mantenerse con vida. Su plan es llegar a Europa y mandar dinero a sus hermanos. “Tengo que llegar”, dice, “ es la única forma de ayudar a mi familia”.

En Libia, el contrabando de personas es un negocio muy organizado y muy provechoso. Comienza a miles de kilómetros, con redes de agentes repartidos por tres continentes que captan a emigrantes para hacer el trayecto hasta el borde del desierto del Sáhara dentro del país.

Algunos consiguen atravesar a escondidas la frontera, a otros les atrapan los guardias y tienen que pagar 400 dólares. Para poder llegar a la costa hacen falta de 200 a 400 dólares más, y, una vez allí, los agentes, que suelen ser de la misma nacionalidad que los emigrantes, les ponen en contacto con los contrabandistas.

Estos últimos ofrecen dos tipos de servicio. A los clientes más ricos, sobre todo sirios, les cobran 5.000 dólares a cambio de llevarles en Zodiac hasta Francia, un viaje más largo que hasta Italia pero más seguro porque no hay patrullas navales. A todos los demás les cobran 1.000 dólares por un sitio en un barco de pesca abarrotado.

“Prefiero la opción de Francia, todo el mundo la prefiere, pero no tengo el dinero”, dice Mohammed, un fornido joven sirio que ha escapado de los combates en Damasco y vive en un pequeño hotel de Trípoli mientras busca un barco.

Hay miles de personas que desean emigrar encerradas en 19 centros de detención repartidos por toda Libia, muchos en condiciones penosas. Human Rights Watch informó hace unos meses de que a algunos los encerraban en contenedores, les daban comida podrida y les golpeaban para castigarles.

Los eritreos forman uno de los mayores grupos que llegan a Trípoli, gente de clase media que huye en masa del duro y peculiar Gobierno del presidente Isaias Afewerki. Con el fin de evitar los robos, compatriotas suyos en Europa les envían dinero para transporte, alojamiento y travesía a través de Western Union.

La iglesia católica de San Francisco en Trípoli organiza una clínica semanal gratuita para los cristianos eritreos, en la que tienen prioridad las embarazadas, que temen ser arrestadas si van al hospital a dar a luz. “Muchas mujeres eritreas vienen embarazadas, tenemos que ayudarlas”, dice la hermana Inma Moya, una monja española. “¿Por qué tantas? Porque, si eres una mujer en esa situación, necesitas a un hombre que te proteja durante el viaje, así que van juntos, y acaba quedándose embarazada”.

Hay miles de personas que desean emigrar encerradas en 19 centros de detención repartidos por toda Libia, muchos en condiciones penosas

Trípoli es el punto de reunión para la mayoría de los emigrantes, pero los contrabandistas no se acercan a la capital, sino que embarcan a sus viajeros en Zuwara, a 80 kilómetros al oeste, casi en la frontera con Túnez, o en Garibulli, una franja de playa barrida por el viento a 60 kilómetros al este.

Zuwara es popular porque está próxima a Sicilia, a solo 500 kilómetros, y porque, según la policía de Trípoli, sus habitantes son de etnia amazigh, bereberes, que no dejan entrar a las fuerzas de seguridad ajenas, con lo que los contrabandistas tienen más libertad de movimientos. El atractivo de Garabulli es que está separada de la carretera costera por unos peñascos arenosos que impiden que la policía pueda ver a los emigrantes.

En contraste con la miseria de la que se aprovechan, los traficantes libios de personas ganan mucho dinero, más de un cuarto de millón de dólares con cada viaje, suficiente para cubrir el coste del barco.

La Marina italiana patrulla las rutas marítimas, rescata a gente del agua e intercepta los barcos. Muchos contrabandistas, por temor a que les detengan los italianos, prefieren entregar el barco a los propios emigrantes. “Dan a uno de ellos las llaves”, dice Ben Suleiman, comandante adjunto de la 20ª compañía de apoyo, una milicia que se ocupa de los emigrantes en el centro de detención del zoo de Trípoli. “Salen al mar sin ningún entrenamiento”.

En agosto, ante el aumento de las muertes en el mar, la agencia de fronteras de la Unión Europea, Frontex, anunció que iba a dar apoyo a la Marina italiana, pero los buques de guerra no pueden estar en todas partes. El 15 de septiembre, un barco de inmigrantes chocó con otro frente a las costas de Malta, al parecer de forma deliberada; hubo 11 supervivientes y se teme que 500 se ahogaron.

Los guardacostas creen que los contrabandistas podrían trasladar al triple o el cuádruple de emigrantes si tuvieran más barcos, pero la mayoría de las naves no hacen más que un solo viaje, y cada vez es más difícil encontrar otros nuevos. Los constructores de barcos en Libia están frustrados porque la guerra civil ha interrumpido los cargamentos de madera llegados desde Egipto, y ese es uno de los pocos factores que limitan el número de personas que cruzan el mar.

Chris Stephen / Tom Westcott, The Guardian.

Traducción: María Luisa Rodríguez Tapia.

… Y los que regresan

Con los pies metidos en unas botas de agua manchadas de arena y la ropa húmeda dentro de una bolsa de plástico cerrada con un nudo, Babacar Diagne, de 43 años, vuelve del trabajo. Ha estado 10 horas en el mar, un día como tantos otros. Un día sin un solo pescado.

Babacar Diagne
Babacar Diagne

Playa de Soumbédioune, el mayor barrio de pescadores de Dakar, la capital de Senegal, escenario de su nueva vieja vida. Hace 12 años lo abandonó para marcharse a Europa y hacer realidad su sueño. “Entonces creía firmemente en él”, dice. “Europa, el paraíso”. Ahora ya hace dos años que ha vuelto. Y, retrospectivamente, puede decir con toda razón que el sueño era solo un sueño. El paraíso es otra cosa.

La voz de un almuédano se mezcla con el traqueteo y las bocinas de los coches que suben y bajan alternativamente de volumen, y Babacar Diagne cuenta cómo empezó entonces su camino de ida y vuelta a Europa. Era el año 2002; su hermana, que entonces vivía en Bélgica, le envió una carta de invitación, y con ella se le expidió un visado válido para dos semanas. Voló a Bruselas, visitó a su hermana, y en vez de volver a Senegal transcurridos los 15 días, dejó que se perdiera el billete de regreso que había reservado y se marchó a Italia para trabajar allí como muchos otros senegaleses de los que había oído hablar.

Llegó a la ciudad portuaria de Génova, a la inmensa ciudad vieja con sus estrechos callejones medievales, y en uno de ellos, en la Via di Prè, en la que muchos genoveses jamás pondrían el pie porque allí prácticamente sólo viven africanos, en la Via di Prè, pues, alquiló una habitación. O, para ser más exactos: una plaza en una habitación. Doscientos cincuenta euros por una cama en un espacio compartido con otros cinco africanos. Es decir, 1.500 euros por un cuarto. En Italia el mercado inmobiliario es duro, pero los caseros sólo se atreven a embolsarse cantidades tan desmesuradas cuando se trata de inmigrantes.

Para ganar dinero, Babacar Diagne probó suerte como vendedor callejero. Compraba bolsos y gafas de sol a intermediarios de Nápoles, falsificaciones de artículos de marca, como Gucci o Armani, e intentaba venderlos en el puerto a los parsimoniosos paseantes. No era el único. Tenía docenas de competidores, y a menudo en todo el día ni un solo paseante se detenía delante de la sábana sobre la que había desplegado su mercancía. Era un negocio difícil, y cada vez que no recogía la sábana y echaba a correr lo bastante aprisa, la policía lo detenía y le quitaba sus artículos, y entonces perdía varios cientos de euros que había pagado a los intermediarios de Nápoles.

Babacar Diagne, de 43 años, pensaba que Europa era el paraíso. Hace dos años tuvo que regresar a Senegal. En Italia le fue mal

Tenía planeado enviar regularmente dinero a su familia en Dakar, tal como ellos esperaban. ¿Para qué si no se tiene un pariente en la opulenta Europa? Pero una y otra vez vio frustradas sus expectativas. Al cabo de unos meses su situación era tan deplorable que sus parientes y amigos de Dakar tuvieron que enviarle dinero a Italia para que al menos pudiese pagar el alquiler y que el casero no le echase de la abarrotada habitación.

No obstante, no se resignaba a que el sueño de Europa hubiese sido un fracaso. Se fue a Córcega, trabajó en un restaurante lavando platos y limpiando de las ocho de la mañana a las dos de la tarde y de las cuatro a las once de la noche. Cuando el jefe se enteró de que Babacar Diagne antes había sido pescador, le dijo que durante la pausa de mediodía, entre las dos y las cuatro, le acompañase en su barca para recoger las redes. “Entonces ya no tuve ningún descanso”, recuerda. Y a final de mes tampoco tenía mucho más dinero que en Génova. Por eso se volvió a Italia, trabajó en unos grandes almacenes de Florencia como empleado de almacén y rellenó estantes por las noches. Pero también allí, en el mejor de los casos, el dinero le alcanzaba justo para cubrir los gastos del mes. A eso se unió la atmósfera en las calles: “Los italianos han cambiado”, explicaba. “Hace un par de años la gente todavía te ayudaba. Desde entonces el ambiente se ha vuelto mucho más hostil”.

Para entonces, decidirse por fin a mirar cara a cara a la realidad y afrontar que Europa no era lo que él se había figurado, ya no era demasiado desgarrador. Reunió como pudo 450 euros para un billete de ida a Dakar vía Madrid. De todos modos, no quería quedarse para siempre en Europa. Un día volvería a Senegal, había imaginado al principio, y entonces, con el dinero que habría ahorrado en el extranjero, se compraría una barca propia, una casa bonita y un coche, y enviaría a sus hijos a buenas escuelas. Un hombre realizado, de regreso a su amado hogar en Dakar después de años de éxito: así era como se había imaginado a sí mismo en el futuro.

Ahora ha regresado, pero no tiene barca, ni una casa bonita, ni un coche, y la pesca está más difícil que antes. Hace un tiempo había en esa playa no más de dos docenas de canoas. Hoy son cientos y cientos al acecho de los bancos de sardinas. Por añadidura, las flotas pesqueras extranjeras han vaciado las aguas frente a la costa senegalesa, a veces casi por completo, lo cual ha empujado todavía a muchos más miles de hombres jóvenes a emigrar a Europa. Entretanto, las reservas se han recuperado un poco después de que el Gobierno retirase las licencias a algunos de los pesqueros de arrastre extranjeros, pero hace mucho que no son tan buenas como antes de que emigrase, y los días en los que la gente vuelve por la tarde a la playa sin haber pescado nada son la regla más que la excepción. E incluso cuando entran en la red un par de kilos de sardinas, él sólo recibe una pequeña parte de las ganancias, porque al fin y al cabo no es más que uno de los tres ayudantes que salen al mar con el propietario de la canoa.

No cabe duda. En comparación con 2002, cuando tomó rumbo a Europa, su posición social se ha hundido. “Cuando vuelves, la gente te mira con desdén”, dice Babacar Diagne. Sus dos tías, por ejemplo, le recibieron diciendo: “¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en Europa? Pues a otros les ha ido bien allí. Mira qué casas tan bonitas tienen. ¿Qué ha pasado?”. Otros no se expresan con tanta crudeza, pero dice que a menudo nota en la mirada de la gente que lo consideran un fracasado.

Sus dos tías le recibieron diciendo: “¿Qué haces aquí?”. A menudo nota en la mirada de la gente que lo consideran un fracasado

Mira el mar, la isla de roca que hay enfrente, las otras barcas que van volviendo poco a poco a la playa. Ahora las aguas frente a la costa de Senegal están estrechamente vigiladas. Los guardacostas, con el apoyo de la Unión Europea, hacen todo lo posible por detener a cualquiera que intente llegar por mar a las islas Canarias, ese puesto avanzado de Europa, lo cual, desde luego, no merma el afán de los hombres jóvenes por salir. En vez de eso, buscan rutas alternativas. Quizá por tierra, a través del desierto de Mauritania, en dirección a Marruecos, a Gibraltar, una vía no menos arriesgada que el mar abierto. “Siempre se lo digo a los jóvenes: quedaos aquí, no sabéis lo que os espera allí”, dice Babacar Diagne. “Allí no hay nada. Lo vais a pasar mal. Pero no me creen. Piensan lo mismo que pensaba yo, que en Europa nos espera el paraíso”.

Ahora su mente está permanentemente atrapada entre los dos mundos; por un lado, Europa, donde su sueño se fue a pique, y por otro, su hogar en Senegal, donde la gente le mira mal porque su sueño europeo ha fracasado. Por eso su imaginación vuela siempre hacia el futuro en busca de un nuevo plan.

“Si tuviese una barca propia y un motor fuera borda, me quedaría”, asegura, “sin duda. Pero eso es imposible”. ¿Y cuál sería la alternativa? “Volver a irme, desde luego”, responde. “Estoy preparado. Pero no a Europa”. ¿Y adónde, entonces? Tal vez a Estados Unidos, dice, o a Australia, o a Inglaterra. Sí, allí las cosas seguro que son mejores. ¿Cómo lo sabe? “Lo creo”, contesta. “Ya he oído comentar algo”.

Tobias Zick, Süddeutsche Zeitung.

Traducción: News Clips.

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