La maldición del segundo mandato
Si al final Dilma Rousseff se mantiene otros cuatro años en el poder, deberá responder una pregunta: ¿Para qué?
Franklin D. Roosevelt, el hombre que impuso, gracias a sus éxitos y a las circunstancias, la recuperación del espíritu de la Constitución de Estados Unidos, limitando a dos los mandatos presidenciales, pudo y tuvo tiempo, además de ayuda y una guerra mundial, para cumplir sus programas. Desde entonces, los segundos mandatos son, casi siempre, una esperanza frustrada y frustrante.
Si al final Dilma Rousseff se mantiene otros cuatro años en el poder, deberá responder una pregunta: ¿Para qué? Tras su segunda victoria, Barack Obama iba a consolidar su célebre reforma sanitaria y a emprender la migratoria. La primera fracasó por incompetencia. La segunda no ha salido adelante porque el gran orador nunca ha sabido que, en política, lo importante es la capacidad de hacer acuerdos, aunque sea con el Tea Party.
La gente tiende a fijarse sólo en las apariencias. Por ejemplo, Bill Clinton cerró el Gobierno estadounidense tras su pelea con un Congreso mayoritariamente republicano, pero inmediatamente después, se dedicó a buscar el consenso. Él sabía —del verbo saber— que la primera obligación de un mandatario es hacer política y que la política significa pacto.
En la historia no existe el easy (fácil) pero si Al Gore le hubiera pedido ayuda a Clinton, seguramente le hubiera tocado a él ir a contemplar los cascotes humeantes del final del imperio estadounidense tras el 11-S y no a George W. Bush.
¿Qué le conviene más a Lula? ¿Que en la segunda vuelta Rousseff logre ser presidenta o, por el contrario, que haya otro mandatario y que luego vuelva él?
Dilma Rousseff no le ha pedido ayuda a Lula da Silva. La pregunta es: ¿Qué le conviene más a Lula? ¿Que en la segunda vuelta Rousseff logre ser presidenta o, por el contrario, que haya otro mandatario y que luego vuelva él?
Esta elección en Brasil es la del segundo (terrible y siempre difícil) mandato. Más aún en un momento en el que se unen la crisis general de liderazgo, unos cambios vertiginosos y todo tipo de incógnitas abiertas, además de la ausencia de referentes, es decir, la pérdida de la conquista del ideal democrático y el fracaso en combatir la desigualdad social. Los Gobiernos de América Latina, como en tantos otros lugares, tienen un discurso y un margen de maniobra muy reducidos.
Dilma Rousseff ya no tiene que administrar la transformación de un país subdesarrollado en una potencia. Tampoco el éxito de sacar a 30 millones de personas de la pobreza a clase media baja. Y no tiene que hacerlo porque estamos ante el final de las instituciones económicas multilaterales conocidas (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial) y en los inicios de nuevas formas de asociación que perfilan un mundo nuevo que no acaba de cuajar.
El previsible segundo mandato de Rousseff no es el del éxito de la igualdad de oportunidades del obrero metalúrgico convertido en hombre de Estado, sino el de la gobernante que deberá —sin haberse planteado siquiera el pacto con las nuevas realidades—, administrar las hipotecas de una forma de hacer política basada en la corrupción y el clientelismo.
Rousseff deberá eliminar las favelas para llevar a la gente a ninguna parte y en su lugar construir grandes monumentos deportivos olímpicos que nada garantizan, visto lo que sucedió con el Mundial.
¿Dilma Rousseff será y tendrá la fuerza política suficiente como para negociar con los sectores invisibles de su sociedad —desde los habitantes de las favelas hasta los indígenas— una nueva realidad en su país? ¿O seguirá pagando porcentajes del 3% de Petrobras o todos los Petrobras a los partidos políticos que sostienen el siempre atomizado panorama brasileño?
El problema es que ocupar los palacios de gobierno no significa hoy ocupar el poder, ni tampoco tener la capacidad de cambiar la historia. Únicamente significa que durante un tiempo uno puede ordenar que se hagan las cosas.
Falta la ilusión y el compromiso. Falta fijar los referentes de rescate de las sociedades modernas y, en el caso de Latinoamérica, saber que combatir la desigualdad social se ha convertido en un objetivo político de la misma magnitud que votar y convertirse en democracias estables.
Al final, si algo nos ha enseñado la historia —la antigua y la moderna—, es que lo que se llama tener poder sólo significa una cosa: saber qué hay que hacer y además lograrlo y saberlo hacer.
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