No es la corrupción, es la mala gestión
Los fallos en la protección del presidente se suman a otros casos de incompetencia. A falta de escándalos de Obama, los republicanos buscan casos de ineptitud burocrática
El relevo de Julia Pierson, la directora del Servicio Secreto de Estados Unidos, es el tercero en cinco meses de un colaborador cercano del presidente Barack Obama vinculado a casos de mala gestión. Primero anunció su dimisión Kathleen Sebelius, secretaria de Salud. Después, Eric Shinseki, secretario de Asuntos de Veteranos. Y ayer fue el turno de Pierson.
Las tres dimisiones tienen algo en común: son consecuencia, más o menos reconocida, de episodios de incompetencia. Y, en los tres casos, la incompetencia tocó nervios sensibles en este país.
Sebelius dimitió en abril tras los errores en la puesta en marcha de la reforma sanitaria. Esta reforma es el proyecto central de la presidencia de Obama.
Shinseki dimitió en mayo tras una serie de revelaciones sobre las largas listas de espera en hospitales de veteranos de las fuerzas armadas. Los veteranos son el sector de la población que ha cargado con el mayor coste de la década de guerras en Irak y Afganistán.
Pierson ha dimitido este miércoles tras conocerse fallos graves en la protección del presidente y su familia y la ocultación posterior de estos fallos. Gracias a las informaciones de la reportera Carol Leonnig en The Washington Post, los norteamericanos han descubierto que la vida de Obama ha podido correr peligro en varias ocasiones.
Leonnig ha demostrado que los agentes del Servicio Secreto —el cuerpo policial encargado de proteger al presidente de EE UU y a otras personalidades— no hacen bien su trabajo. Y no sólo ponen en riesgo la seguridad nacional: el presidente es el comandante en jefe. Las malas prácticas afectan a la credibilidad del demócrata Obama como gestor, uno de los flancos de ataque preferidos por la oposición republicana.
Los ejemplos se suceden: desde la reacción al vertido petrolero de BP en el Golfo de México, en 2010, hasta las retirada y posterior regreso a Irak este verano, pasando por las inspecciones fiscales de grupos conservadores en 2013. La búsqueda por el Partido Republicano de un escándalo que definiese al presidente —comparable al Watergate de Nixon, al Irán-Contra de Reagan o al affaire Lewisky con Clinton— ha resultado infructuosa.
En cambio, han encontrado un campo amplio para retratarle como un ‘manager’ mediocre. Un líder que olvida a veces que además del jefe del Estado también es jefe de un Gobierno con una burocracia. Un hombre que sí, quizá sea un gran orador, un intelectual de nivel, un genio de las campañas electorales, pero que a la hora de hacer funcionar la burocracia —se trate de poner en marcha una reforma de la sanidad o de cuidar a los guerreros de Irak y Afganistán— naufraga. Hasta el punto que su propia vida acabe en peligro.
En un país como EE UU, con una tradición arraigada de rechazo a un Estado central fuerte, la mala gestión es con frecuencia sinónimo de burocracia y, para algunos, ofrece una prueba de que no existe burocracia buena, de que toda burocracia es imposible de gestionar y hostil a los ciudadanos por definición.
Podría escribirse una historia de la presidencia de EE UU siguiendo el rastro de las chapuzas presidenciales: Herbert Hoover y el ‘crash’ de 1929, Lyndon Johnson y la guerra de Vietnam, Jimmy Carter y el rescate fallido de los rehenes en Irán, George W. Bush y el Katrina.
No es seguro que, cuando abandone la Casa Blanca en 2017, Obama haya engrosado la lista. La reforma sanitaria ha permitido obtener un seguro médico a millones de personas que carecían de él; un informe oficial ha concluido que no hay pruebas de que muriese ningún exmilitar en los hospitales de veteranos; la dimisión de la jefa del Servicio Secreto ha sido rápida, pocos días después de que empezase el goteo de revelaciones en The Washington Post. Es más, si Obama es incompetente, no es el único en Washington: el bloqueo republicano en el Congreso a cualquier iniciativa del presidente han contribuido en varios momentos durante los últimos años a la ingobernabilidad de la primera potencia.
Pero es inevitable que al presidente le juzgue con el baremo de la buena gestión. A fin de cuentas él llegó a la Casa Blanca, en 2009, con la promesa de acabar con la incompetencia de su antecesor, Bush, con el huracán Katrina en Nueva Orleans o en la guerra de Irak. Al comenzar la presidencia, el equipo de rivales —personas como Hillary Clinton en el Departamento de Estado o Robert Gates en el Pentágono— debía enviar este mensaje: el suyo sería un gobierno de los best and the brightest, los mejores y de los más inteligentes.
Ahora Hillary Clinton flirtea con la candidatura del Partido Demócrata a la Casa Blanca y se presenta como una candidata experimentada y competente, más una gestora que una ideóloga. Gates ha abandonado el Pentágono y cuestiona el criterio de los asesores del presidente. Y otro pragmático que cultiva la reputación de buen gestor, el republicano Jeb Bush, hermano de George W., también sopesa presentarse a las elecciones presidenciales.
Lo ha vaticinado el republicano John Boehner, presidente de la Cámara de Representantes y en parte responsable del bloqueo en el Congreso: las elecciones de 2016 serán las de la competencia. Los norteamericanos ya no quieren un presidente que les haga soñar: quieren un gobierno que funcione.
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