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Italia

Matteo Renzi, éxito y enigma

El primer ministro rechaza el viejo debate entre derecha e izquierda: “Yo quiero cambiar Italia”

No es fácil pegar etiquetas en la camisa blanca de Matteo Renzi. ¿Es de izquierdas? ¿De centroizquierda? ¿Socialdemócrata? ¿Democristiano? ¿Socialcristiano? ¿Es el mismísimo anticristo que se ha hecho presente en la sede del Partido Democrático (PD) en Roma —por algo situada en Via del Nazareno— para seducir con la victoria a socialistas y excomunistas y así apartarlos de su fe? Por ahí andaba la discusión cuando, al grito de “hay que mandar al desguace a los viejos políticos”, el joven alcalde de Florencia anunció su participación en las primarias del PD que, en septiembre de 2012, tenían que elegir al candidato a las elecciones generales de 2013. Renzi, quien hasta entonces no se había estrenado aún en la política nacional, se estrelló contra la maquinaria del PD, que tocó a rebato en torno a su veterano secretario general, Pier Luigi Bersani, y lo envío —el 60,6% de los votos contra el 39,3% de Renzi— a combatir, ahí es nada, contra Silvio Berlusconi y Beppe Grillo. Se supo por aquel entonces que Berlusconi, viejo zorro, celebró con champán del bueno la victoria de Bersani. “En vez de luchar contra un joven brillante que podía ser mi nieto”, dicen que comentó entre sus allegados, “me van a permitir hacerlo contra un excomunista, sexagenario, calvo y sin carisma, que lleva toda la vida en la política”.

Berlusconi ya barruntaba entonces lo que al PD todavía le costaría tiempo entender. Que solo un líder nuevo, sin pasado y, lo que es casi imposible en Italia, sin padrinos, sería capaz de movilizar al electorado de centroizquierda. Un electorado harto de la hegemonía de Berlusconi, pero también cansado de la falta de ideas, de discurso de altura y de ilusión verdadera por el cambio de una izquierda instalada en la autocomplacencia y la superioridad moral. Un electorado que, al menos en parte, apoyó el grito de rabia contra “la casta” que proponía el Movimiento 5 Estrellas (M5S) de Beppe Grillo. A las preguntas, no exentas de mala uva, que Renzi se veía obligado a responder una y otra vez —¿se siente usted un hombre de izquierdas?, ¿no se habrá equivocado de partido?—, el entonces alcalde de Florencia contestaba según su estilo: cordial, pero contundente, lleno de frases nacidas para convertirse en titulares, pero también de puñaladas certeras dirigidas a los propios más que a los extraños. “Para mí, ser de izquierdas”, solía repetir, “es hacer las cosas que he hecho en mi ciudad: que en mi Gobierno haya más mujeres que hombres, que el transporte público se haya privatizado y funcione bien, que los museos estén abiertos hasta medianoche y que los usuarios de las bibliotecas públicas, que antes eran 500.000, ahora sobrepasen el millón. Claro que hay otra izquierda que prefiere limitarse a la teoría, a montar congresos. A mí no me interesa. Yo lo que quiero es cambiar Italia”.

La derrota que sufrió en las primarias contra Bersani no fue la única en su camino hacia el poder. Después de la pírrica victoria del PD en las generales que, unida a los aceptables resultados logrados por Berlusconi y al éxito de Beppe Grillo, convirtió en ingobernable el país, el presidente de la República, Giorgio Napolitano, decidió permanecer al frente de la jefatura del Estado y designar a un primer ministro para dirigir —por segunda vez consecutiva tras el experimento técnico de Mario Monti— un Gobierno de emergencia. Entre un representante de la política tradicional, esto es, Enrico Letta, o la ruptura que, como líder emergente, suponía Matteo Renzi, el viejo presidente prefirió no hacer experimentos en un país convertido en un polvorín político y económico y optó por el prestigio sereno de Letta, no sin antes dirigir un discurso de advertencia a diputados y senadores —incluido Berlusconi— para que actuaran de una vez con responsabilidad y sentido de Estado. El aplauso que cosechó fue tan sonoro como hipócrita. Berlusconi maltrató al Gobierno de Letta de la misma manera que al de Monti: lo sostuvo mientras le interesó, y lo intimidó, chantajeó y, finalmente, dejó caer cuando llegó a la conclusión de que no obtendría el salvoconducto judicial que tanto necesitaba. Sólo que Letta, más hábil que Monti en las refriegas políticas italianas, supo parar el golpe y provocar de paso una rebelión entre las filas del centroderecha que, junto a las condenas judiciales, dejó al caimán para el arrastre. No obstante, la parálisis de aquel Gobierno, el segundo sin el respaldo de las urnas, seguía engordando las expectativas de Beppe Grillo mientras se acercaban las elecciones europeas.

Y fue entonces cuando Matteo Renzi se cansó de perder. Ya había conquistado la secretaría del PD —mediante unas primarias abiertas que devolvieron la ilusión a los simpatizantes de la izquierda— y decidió hacerse también con el Gobierno. La historia es bien conocida, pero no tanto la huella que la traición a su compañero Letta ha dejado en el ánimo de Renzi. Su carácter dicharachero, bromista, pagado de sí mismo y a la vez gentil se ensombrece cuando aparece aquel pasaje de febrero de 2014. “Me hiere”, reconoció en una entrevista reciente con este diario, “que aquello se contara como una intriga palaciega. Aquel Gobierno estaba agotado y yo decidí actuar en contra incluso de mis intereses personales. He sufrido mucho con ello”.

Matteo Renzi es todavía un enigma. No sólo porque, a pesar de sus brillantes discursos sobre la necesidad urgente de cambiar Italia o de recuperar el alma de Europa, todas sus reformas estén aún pendientes. También, o sobre todo, porque las adhesiones que ha recabado en el PD y en el Gobierno, incluso entre los ciudadanos, se deben en gran parte a su atractivo personal, a esa fe en sí mismo y en su generación por encima de derechas e izquierdas. Detrás solo tiene a un partido que hasta hace unos meses lo consideraba un sospechoso, un infiltrado, y que si ahora lo jalea es porque le ha devuelto el sabor olvidado de la victoria. Enfrente, una gran cantidad de poderes fuertes —gremios, grandes empresarios, funcionarios de alto nivel, sindicatos— que miran con preocupación los intentos de Renzi por recortar sus privilegios. El líder libre y solitario que se movía en bicicleta y viajaba de Florencia a Roma en tren y llevando su maleta de ruedas sigue igual de solitario, pero menos libre. Ahora vive enclaustrado en el palacio Chigi, rodeado de ministros y asesores, empeñado en bajar a la realidad las bellas palabras de sus discursos.

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