Empatar
Los verdes que hoy jugaron de rojo han dado un triunfo que llena de ilusión
Según la Real Academia de la Lengua, empatar viene de impattare y significa terminar iguales, sin ganar o perder. Según se vea, con el empate entre los equipos de fútbol de México y Brasil la definición se trastoca: jugadores y afición brasileña han de bailar por lo menos dos días de samba con batucada y caipiriñas tanto por la frustración de haberse topado con un muro de nopal llamado Guillermo Ochoa que mantuvo inviolada la portería de México (en, por lo menos, cuatro claras ocasiones de gol), pero también por el alivio de haber estado al filo del abismo, coreado ya como Cielito lindo el bajo nivel de uno de los equipos más caros y prestigiosos del torneo.
Por el contrario, el empate para México sabe a gloria, sumados los minutos en que literalmente torearon a jugadores cara a cara, uno por uno, más caros y más publicitados que cualesquiera de los verdes mexicas. Tequila y Son de la negra para celebrar el rompimiento de la tradicional intimidación que antiguamente rodeaba la sola imagen de la camiseta verdeamarela —un ánimo generacional que ya quedó marcado desde las pasadas Olimpiadas de Londres donde México ganó con íntegra dignidad la Medalla de Oro que todo el mundo ya quería colgarle a Brasil— y también mucho mezcal y vueltas al ruedo del Ángel de la Independencia en Reforma para celebrar los cuatro o cinco yameritos tiros que por pura física cuántica no entraron en la portería de Brasil, signando un triunfo que más merecía México que el anfitrión.
En la enrevesada relación que nos une y separa de Brasil habría que intentar explicaciones en la música (desde mucho antes del Bossa Nova), en esa rara síncopa y sincronía con la que la saudade melosa de los semitonos brasileros se confunde con los boleros en blanco y negro y quizá también en la coincidencia de tantos sones mexicanos con hipnóticos tambores de Bahía o todos los pájaros que se convierten en música a orillas del Amazonas. Quizá también es la lánguida melancolía de Ipanema al atardecer o incluso, ya forzando metáforas, el parecido del Cristo Rey de Guanajuato con el Cristo Redentor de Corcovado… pero en realidad, la filiación parece ya quedar en un pretérito superado. Se supone que hace casi medio siglo Brasil se volvió México en el Mundial de Fútbol de 1970 y más, cuando el scratch du oro de O Rei Pelé anotó en la final los mismos cuatro goles a Italia, con los que los Azzurri habían humillado a México en Toluca.
En realidad, lo de México y Brasil 2014 no es empate, sino el espejismo de muchas verdades. No es empate cuando el anfitrión ha gastado una desmedida e imperdonable cantidad de dinero en fardarse como invencible, a contrapelo de un accidentado equipo (que por hoy jugó con un uniforme incongruente, tan lejos del verde), que llegó al torneo de milagro y hoy se codea como contendiente por el sólo hecho de haber hecho lo que cada jugador tenía que hacer. Y punto. Agreguemos que se han filtrado en diversos medios más que rumores en torno a la posibilidad (a verificarse) de que Brasil está involucrado en posibles sobornos no sólo al árbitro japonesito que les regaló el triunfo inaugural contra Croacia, sino incluso al trío de descarados dizque árbitros colombianos que intentaron estorbar a toda costa el merecido triunfo de México sobre Camerún (anulándole al equipo azteca al menos dos goles legales y si no me creen, pues extiendan la tecnología de cibersensores de la portería a la endeble regla con la que marcan abanderados trasnochados eso que llaman “fuera de juego”).
No es empate el juego donde más de seis jugadores brasileños fingen faltas y hacen teatritos sobre el césped sin importarles que hay más de cien cámaras que registran la mentira de sus dolores a contrapelo de por lo menos dos jugadores mexicanos que estuvieron al filo de una seria lesión, sin teatritos y sin reacción del árbitro y sus mentadas tarjetas (que resguarda más que las de crédito). No es empate el resultado de un juego donde por suma de números y distancias los coros de las respectivas aficiones aupaban a dos conjuntos muy diferentes en sus filiaciones verdaderas: la mayoría de los jugadores brasileños juegan en Europa y viven horarios globalizados, mientras que la espina dorsal del equipo mexicano juega en México y todos –incluso, los manitos que han logrado emigrar también a Europa—perciben ingresos mucho menores a cualesquiera de los jugadores brasileños que suman primas por el solo hecho de serlo.
Mea culpa pública que había criticado sin piedad al portero Ochoa, hoy héroe nacional; que había desdeñado el apodo de Maza de un defensa que hoy fue un hábil poste inamovible ante los regates; que dudé de las habilidades del genio negro llamado Giovanni e incluso renegaba de la hermosura de Peralta o de Herrera. Sobre todos, Mea culpa por haber considerado al técnico Miguel Herrera clon de Pablo Mármol, patiño de Pedro Picapiedra. Hoy lo veo como Hércules y confío plenamente en sus esquemas. A todos los veo hoy como dignos y callados profesionales, sin pretensiones inventadas o falsas ilusiones, que han estado no sólo muy por encima de sus supuestos pares en la cancha, sino muy por encima de la Federación Mexicana de Fútbol que los representa con nebulosos enredos en sus finanzas y mancilladas posturas ante la estructura misma del torneo nacional de donde salen los jugadores seleccionados. Los verdes que hoy jugaron de rojo han dado un triunfo que llena de ilusión inversamente proporcional a la preocupación en la que debe de estar sumido Brasil entero: los anfitriones rondan los linderos de un fracaso que ya se anunció en las huelgas de transportes y en el hartazgo de miles de brasileños afuera de los estadios que han protestado justificadamente por el despilfarro millonario de un negocio cuyo verdadero beneficiario es la FIFA.
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