Colombia vota futuro
Si ganara el uribismo, existiría la tentación de establecer un gobierno por delegación
Las elecciones presidenciales colombianas del domingo, sea cual fuere su resultado, probarán que el gran líder político de la Colombia del siglo XXI es Álvaro Uribe Vélez. El expresidente no puede ser candidato por imperativo constitucional, por lo que ha tenido que designar como representante a alguien de su mimética confianza, el antiguo ministro de Hacienda Óscar Iván Zuluaga.
La fértil imaginación bogotana escenifica muy plásticamente la insuperable centralidad del político antioqueño: Juan Manuel Santos, presidente en ejercicio y candidato, fue ministro de Defensa con Uribe y es lugar común que obtuvo su primer mandato en 2010, porque su antecesor dijo que en él depositaba todas sus complacencias; Zuluaga no existiría políticamente sin la soberana designación de su jefe; los otros tres aspirantes eliminados en primera vuelta, Marta Lucía Ramírez, candidata del partido conservador, fue ministra de Defensa con el expresidente, por el que siente devoción; Clara López, representante de la izquierda, estuvo en la juventud muy próxima a Uribe, lo que se debe a que buena parte de los líderes políticos colombianos proceden de parecido y acomodado medio; y el quinto y último candidato, Enrique Peñalosa, fue alcalde de Bogotá con el expresidente, y por ello ha tenido que combatir la extendida noción de que era un submarino del gran líder.
Entre los tres suman cinco millones de votos, que el domingo deberían ser decisivos, porque Zuluaga superó a Santos por 458.000 sufragios.
Dos narrativas se han enfrentado en la campaña. La de la paz con las FARC, que persigue el presidente en las conversaciones de La Habana; y la natural continuación de la guerra si, como cabe suponer, la guerrilla no acepta las drásticas condiciones de Zuluaga para mantener el proceso. Y mientras que Santos, con la inestimable y chapucera colaboración de las FARC, ha permitido que la negociación se eternizara y fuese tan trepidante como la lectura de una tesis doctoral, Uribe-Zuluaga han contado con una diana con la que es imposible fallar: la eventual impunidad de los asesinos de las FARC, que nunca firmarán una paz que les envíe a prisión. El último movimiento de Santos, el acuerdo en principio para reparación de las víctimas, no parece suficiente para desequilibrar la balanza en favor del presidente.
En primera vuelta apenas votó el 40% del censo, y allí donde ganó Santos, la costa caribe, solo lo hizo poco más del 20%, mientras que Zuluaga venció donde hubo mayor participación —Bogotá—. Por ello, el reto de Santos consiste en que su maquinaria electoral motive generosamente a votar allí donde ganó la abstención. Y para el uribismo, que de los cinco millones de sufragios liberados por los aspirantes de primera vuelta, la centralidad nacional del expresidente se quede con la mejor parte.
Si ganara el uribismo existiría la fuerte tentación de instaurar un Uribato, como un eco del Maximato del general Calles en México, o gobierno por delegación. Pero Colombia es un país democrático, y un candidato deja de serlo cuando se transforma en presidente.
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