La rutina de la guerra en Colombia
El diálogo con las FARC centra la campaña presidencial, pero los ciudadanos son escépticos sobre su éxito y están más preocupados por la educación y la sanidad
Desde las calles llenas de restaurantes y terrazas de la zona financiera de Bogotá, donde los vecinos salen a correr por la mañana y se cruzan con profesionales bien vestidos que se acercan a un puesto de fruta para subirlo a la oficina, es difícil sentirse en un país en guerra. O pensar en la paz como un proceso prioritario. “No siento que el diálogo de La Habana con las FARC sea real, no sabemos si está dando frutos. Todo ocurre allá en Cuba, como a nuestras espaldas”, reflexiona Ana María Bautista, de 26 años y empleada en el sector del petróleo. También la guerra ocurre allá, en el campo. “Aquí puedes mirar hacia otro lado. Cuando sale una noticia de una masacre, de un ataque, ya no te remueve”, dice. “Nos hemos acostumbrado, hemos crecido con esto, pero aún así creo que hay que negociar”.
El diálogo de paz ha monopolizado la campaña presidencial, el discurso de los candidatos con más opciones. El presidente, Juan Manuel Santos, ha hecho depender del éxito del proceso su carrera política y parece que por primera vez en varias décadas, después de 220.000 muertos y casi seis millones de desplazados, la posibilidad de una salida negociada al conflicto está cerca. La paradoja es que los colombianos tienen otras prioridades, según las encuestas. Hace poco, en una entrevista, el matemático Antanas Mockus, quien fue el gran rival de Santos en las presidenciales de 2010, decía que para mucha gente la paz sería un alivio, pero para otra, ese alivio no sería tan grande porque se acostumbró a convivir con la guerra. “Muchos estamos anestesiados”, dijo.
Las encuestas se hacen sobre todo en las grandes ciudades, y el conflicto se ha sufrido principalmente en el campo. La guerra está concentrada en el 10% de los 1.100 municipios de 12 regiones de Colombia, donde vive el 5% de la población, unos 2,5 millones de personas, explica Mauricio Rodríguez, asesor del presidente Santos. Eso hace que el conflicto se vea remoto. “Pero es un error”, apunta Rodríguez. No solo por la tragedia, sino también por una cuestión práctica. “El Estado destina alrededor de 5.000 millones de dólares a luchar contra la guerrilla, y eso no se invierte en salud, en educación, en sanidad… eso es entre el 1% y el 1,5% del PIB”, afirma.
Hace dos meses, la paz figuraba en el tercer lugar de importancia para los ciudadanos, y hace un mes, en el sexto. La educación, el paro o la sanidad son mucho más acuciantes para la mayoría. “¿Qué paz?", espeta la empleada de una droguería con fastidio. “Los políticos no hacen nada, eso es todo blablablá. Acá la gente está desesperada, te roban por cualquier cosa y hay más delincuencia. Está todo al revés en este país”, dice Elvira Aguilar, de 49 años, como si le hubieran preguntado por algo muy obvio. Ella tiene dos hijos y le hubiera gustado que estudiaran. “¿Pero qué universidad les voy a dar si cuesta millón y medio de pesos el semestre y yo cobro la mitad al mes?”, se pregunta.
En los recelos de los colombianos hacia el diálogo pesan los fracasos de anteriores intentos por firmar la paz. Muchos, como William Óscar Rodríguez, conductor de 50 años, cree que la guerrilla no tiene voluntad real de dejar las armas y que no cumplirán los pactos que se alcancen, si se alcanzan. “Se sientan a hablar y la semana pasada estaban matando. Además, detrás de ellos está el narco, es un buen negocio para ellos”, afirma. En una encuesta publicada el domingo pasado, el 63% de los consultados no cree que el diálogo concluya con éxito, aunque una gran mayoría piensa que la mejor opción para el país es la salida negociada.
El analista del conflicto Juan Carlos Palou constata que el odio del país a las FARC es muy grande. Por eso “a la gente no le resulta fácil aceptar que el Gobierno se siente a negociar con ellos”, dice. También juega en contra de que los colombianos se impliquen en el diálogo, “la estrategia malintencionada de [el expresidente] Álvaro Uribe de alborotar el odio y reivindicar que la mejor solución es la militar para no entregar el país al narcoterrorismo”. Para su candidato, Oscar Iván Zuluaga, es una cuestión de escepticismo. “Las negociaciones llevan casi dos años y no se ven resultados concretos. Por el contrario, las FARC siguen reclutando niños, asesinando policías, soldados y extorsionando a los comerciantes. Los colombianos no creen en este proceso de paz y sus problemas inmediatos se relacionan con la inseguridad urbana, la educación, el desempleo y la inequidad social”, dice.
Esa es su baza electoral, que llega con fuerza a parte de la población, que le reconoce a Uribe (2002-2010) el mérito de haber acorralado militarmente a la guerrilla y que votaría para que impere la mano dura. En todo caso, muchos creen que no es posible pensar en un futuro acompañado de una guerra sin fin. Como escribe el historiador Eduardo Posada Carbó, “las aún extraordinarias tasas de homicidio y la inseguridad —de una forma u otra vinculadas a la supervivencia del conflicto— son serios impedimentos para la construcción de una sociedad civilizada”.
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