Cerezo en flor
Celebremos por hoy el reconocimiento valiente a los periodistas honestos que no cejan en su empeño por revelar e investigar a fondo las historias que bien pueden enrojecer las mejillas del poder
El 27 de marzo de 1912, la vicecondesa Chinda –esposa del embajador del Japón ante los Estados Unidos—y la señora Helen Herron Taft –primera dama, esposa del presidente de la unión americana—plantaron dos árboles de cerezo en la orilla norte del simbólico lago que rodea el memorial en mármol de Thomas Jefferson. Más tarde, jardineros anónimos se encargaron de plantar en toda la circunferencia y en los alrededores de Washington un total de 3,020 arbolitos de diferentes variedades del cerezo, predominando la variedad llamada Somei-Yoshino. Al día de hoy sobreviven 120 retoños y los árboles originalmente plantados por las damas en lo que era un gesto de amistad del pueblo japonés al pueblo estadounidense. Tres décadas después estallaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki y al siglo, pende la reflexión sobre la neblina efímera de ciertos gestos del afecto, la enrevesada maraña del mundo que puede envolver como enredadera adversa cualquier gesto de solidaridad e incluso el ánimo de paz que año con año florece en tonos rosáceos, pétalos que se vuelven albinos, cubren los prados de una ligera nieve aterciopelada y en el transcurso de unos pocos días desparecen con las lluvias torrenciales y los vientos implacables que también son parte de toda primavera.
El cerezo en flor o Sakura es una planta efervescente que año tras año recuerda no sólo la evanescencia fugaz de la existencia humana y además es considerada en el Japón como metáfora de las múltiples transformaciones que ha transpirado su cultura milenaria. Año tras año, miles de turistas y habitantes de Washington, D.C. acuden en peregrinación fotográfica o meramente sensorial al baño de quietud en rosa con una suerte de algarabía colectiva no exenta de melancolía callada y de una rara manera, en todos los idiomas que escuchan a la sombra de las ramas reventadas de flores (que no de frutos) se percibe la diplomática ironía de las relaciones internacionales: se hablan todos los acentos y giros posibles del español que murmuran entre ellos los jardineros mexicanos y salvadoreños, los obreros hondureños y los albañiles ecuatorianos que toman su día descanso para ver desde sus raíces los miles de arbustos que saludan al Sol entre tropas enteras de visitantes japoneses que acuden levitando a escasos centímetros del suelo con el murmullo de sus ojos sonrientes y el sonido casi imperceptible de sus cámaras digitales. Se ven familias enteras de piel más blanca que la de la flor misma del cerezo, rosadas las mejillas y el acento de sus respectivas querencias a lo largo y ancho de la unión americana entre nacionalizados rusos y familias en yiddish o el patriarca griego que trae por primera vez a su nieto ya americano no sólo al baño intempestivo de los cerezos, sino a todos los museos monumentales que abren sus puertas en la capital de esta nación de naciones.
Este año coincidió el efímero esplendor de esta hierba con el anuncio del otorgamiento del Premio Pullitzer al diario londinense The Guardian y al Washington Post, por el trabajo de los periodistas Glenn Greenwald y Laura Poltras en lo que llaman la noticia más reveladora de los últimos años: la publicación de los documentos filtrados por Edward Snowden, acusado de alta traición y espionaje por haber hurtado documentos claves para la seguridad nacional del país más poderoso del mundo. Para el diario británico se trata de su primer premio Pullitzer, prestigiado nobel de la prosa llamada de no-ficción que desde hace 98 años reconoce la valentía, osadía, curiosidad, fundamento, análisis y ejercicio de libertad de la prensa escrita, basado principalmente en la llamada Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, esa utopía siempre casi palpable que respeta contra toda censura y en medio de no pocas ironías la plena libertad de informar a los demás lo que se llama noticia y jamás tener que revelar a nadie ni ante ningún jurado la identidad de sus fuentes.
Se dice que en alguna ocasión el Secretario de Estado del gobierno de Eisenhower, John Foster Dulles (cuyo nombre ahora identifica al aeropuerto internacional de Washington, D.C.) le confió al Ché Guevara que su país “no tenía amigos, sino intereses” y justificaba su beligerante postura anticomunista y sus muchas intervenciones para justificar la participación de tropas norteamericanas en la guerra que sostenía Francia en la tormentosa guerra civil de Vietnam, conflicto que marcaría la vida y miles de muertes de toda una generación del mundo entero. Ala sombra de los cerezos que están a punto de esfumarse un año más parece inevitable reflexionar sobre los intereses y amistades cíclicas, efímeras y cambiantes que definen la política exterior norteamericana y caen como pétalos sobre la cabeza los nombres claves del momento –las muertes de estudiantes en Venezuela, la etimología en cirílico de Crimea, la geografía de Ucrania, el galimatías del Medio Oriente, etc. Parecería que la diplomacia norteamericana se nutre de un ir y venir de gestos de amistad y compromiso, en una partitura complicada de reveses y anversos donde la labor de periodistas profesionales ha sido reconocida hoy mismo por desvelar precisamente uno de sus focos nodales. Por primera vez desde el escándalo de Watergate el Premio Pullitzer reconoce la labor de investigación periodística que se basa en filtraciones, siendo la nueva garganta profunda que informa en sótanos y alcantarillas de sombras un espía ahora exiliado en Rusia y la comidilla del día se concentra en subrayar que The Washington Post ayudó a poner en la mesa de todos los hogares y en cada ciudadano la posible comprensión de que las revelaciones de un espía encajan perfectamente en la preocupación generalizada por la seguridad nacional, vecinal, familiar, pero también en el descubrimiento de eso que ya sabíamos por las películas: el espionaje constante y continuo que realiza el imperio o los diferentes imperios empresariales de todos los teléfonos, computadoras e intimidades de sus pares.
Durante generaciones y a través de más de un siglo las escuelas norteamericanas insisten en apuntalar la grandeza del padre fundador George Washington en varios episodios de leyenda: su paso de granjero a coronel, el salto a general del ejército sin mayor preparación que logró abatir a las fuerzas del imperio más poderoso de su momento y su administración como primer presidente de los ya Estados Unidos de América con la misma inventiva y eficacia con la que luego se retiró a su hogar en Mount Vernon, a orillas del Potomac, a la sombra de los cerezos. También se glorifica su dentadura de madera, las muchas camas donde durmió a lo largo de la costa Este e incluso, se mienta mucho la anécdota que de niño, su padre descubrió con estupor que alguien había tumbado con una hacha un hermoso cerezo en el jardín de su infancia; las maestras de las escuelas elementales infunden entonces en las diferentes generaciones de escolares americanos el llamado instante de honestidad vergonzosa cuando el niño George confesó ante su padre lo que no podía negar: él mismo había tumbado al árbol sin justificación alguna, pero con la promesa de jamás volverlo a hacer.
Celebremos por hoy el reconocimiento valiente a los periodistas honestos que no cejan en su empeño por revelar e investigar a fondo las historias que bien pueden enrojecer las mejillas del poder, pero también a los pocos políticos que deciden enmendar los errores del sistema y abonar la posible primavera para mejores políticas públicas, pero sobre todo celebro el ecuménico concierto de todas las voces en todos los idiomas del mundo que se vuelven sinfonía a la sombra de un cerezo en flor, árbol que parece morir cada año con la nieve de intolerancia y las nubes del abuso para renacer durante un parpadeo en lo que parece una serena lluvia de pétalos blancos.
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