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Columna
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El avión fantasma de Malasia desbarata nuestra omnipotencia

El ser humano ya es capaz de crear un invisible cromosoma artificial, pero se le pierde un barrigudo Boeing 777 de Malaysia Airlines

Juan Arias

El ser humano ya es capaz de crear un invisible cromosoma artificial, pero se le pierde un barrigudo Boeing 777 de Malaysia Airlines con 239 pasajeros a bordo en el mayor de los misterios.

Hijos de Google y de su saber universal, nos creíamos casi dioses capaces de descubrir cualquier misterio. Y casi un mes después de la tragedia aérea, estamos a punto -si se acaban los plazos de la validez de la caja negra aún no encontrada- de que, en pleno siglo de la comunicación universal, ni una sola voz, ni un simple SOS, ni una pista nos haya llegado a través de los teléfonos móviles de los pasajeros y tripulantes.

¿No habíamos dicho, pensando y escrito, que en nuestra sociedad ya no existen secretos? ¿Que todo es espiado? ¿Que nada escapa hoy al Gran Hermano, al ojo universal que penetra hasta en nuestros pensamientos? Sí, en nuestros pensamientos. Dicen que la virtuosidad y omnipotencia de la publicidad, por ejemplo, llegan a leer nuestras ideas consumistas y nos propone compras de productos deseados hasta en nuestros sueños.

Tan increíble parece la historia del avión de la que aún no sabemos nada -si es cierto que hasta los restos encontrados en el mar han resultado falsos- que hay quien llega a pensar en una explicación extrasensorial. ¿Se habrá tragado al avión algún extraterrestre? Me lo aseguraba un taxista que se interesa por el tema, pero llega a pensarlo hasta por gente con mayor bagaje cultural.

Es verdad que en la era de la más sofisticada tecnología alcanzada por el hombre en toda su historia, resulta increíble y muy misteriosa la desaparición del Boeing 777, y más aún la falta absoluta de datos y hasta de hipótesis creíbles.

Sabemos ya hurgar en las entrañas del átomo; en los abismos del ADN; en la creación de las armas más sofisticadas y hasta hemos inventado impresoras que fabrican órganos humanos. Soñamos con poder ingerir en una píldora todas las obras de Shakespeare o de Guimarães Rosa o el conocimiento de un idioma.

Se están creando ordenadores más inteligentes que el Homo Sapiens y el avión, con todos sus pasajeros y todos sus sofisticados aparatos de comunicar datos automáticamente, ha desaparecido en el mayor de los silencios.

No es extraño que el hecho esté calentando y desbaratando las fantasías más exacerbadas. Nunca sabremos si el avión acabará desapareciendo sin rastros como otro español de hace 34 años. La única certeza, si la aeronave se hundiera para siempre en el el olvido, tragada por la nada, es que quedaría gravemente golpeada, desbaratada y humillada nuestra omnipotencia de seres que creemos haber desafiado y ganando la batalla a los dioses.

Claro que llevamos también sobre nuestros hombros otra incerteza y misterio que hiere igualmente nuestra omnipotencia: el misterio de la muerte. Como los pasajeros del avión de Malasia, millones de personas desaparecen para siempre y nadie sabe dónde se hallan. Se lo imaginan únicamente, con la fuerza de la fe, los seguidores de las religiones. Ninguna voz, sin embargo, ha llegado, con fundamento científico de ese reino misterioso e impenetrable en el que nos precipita la muerte.

Y mientras el hombre siga sin despejar ese misterio, inmensamente superior al del Boeing 777, nuestra omnipotencia deberá estar revestida con el sayo de la humildad. La soberbia del que cree saberlo todo, poder inventarlo todo, descubrir cualquier misterio (hasta los del alma) fue obra de los demonios y dejada en herencia a los humanos, que en seguida nos enamoramos de ella en la vana esperanza de superar a los dioses.

Somos solo humanos, agarrotados de misterios por todas partes a pesar de los logros indiscutibles y maravillosos de la ciencia y de la tecnología. Qué extraño, pues, que un Boeing desaparezca sin dejar rastro. Sufre solo nuestra curiosidad y nuesta herida omnipotencia junto las familias de las víctimas.

Somos limitados, nos guste o no. De dioses nos queda solo la nostalgia del paraíso perdido. Seguimos caminando a tientas al mismo tiempo que disfrutamos con las nuevas conquistas cada vez mayores. Hace falta, sin embargo, que dejemos de sufrir cuando a veces nos descubrimos limitados y desnudos, que es como nacemos.

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