La melancolía del poder
El mundo que pasó de bipolar a ser unipolar, ahora parece “apolar”. El sistema internacional ha perdido centro de gravedad
“Arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Alfredo Le Pera – Carlos Gardel.
En este siglo de rápidos auges y vertiginosas caídas, y a ambos lados del Atlántico, se ve un mundo que pasó de bipolar a ser unipolar, después fue multipolar, y ahora parece “apolar”. El sistema internacional ha perdido todo centro de gravedad, aquello que los estudiosos de las relaciones internacionales de la guerra fría—los neorrealistas—definían como “estabilidad hegemónica”. Por el contrario, este mundo es pura anarquía. Ante ella y su incertidumbre, añorar algún pasado opera como brújula que, aunque infructuosa desde el punto de vista estratégico, tal vez genere una cierta tranquilidad conceptual.
Así el mundo de hoy es un lugar donde el poder licuado invita la melancolía: la incapacidad, o el rechazo, para procesar el duelo por lo perdido. Como en Freud, la melancolía supone un duelo incesante, interminable, fijado en ese objeto perdido. Aquel pasado se recrea en una narrativa que, implícita o explícitamente, lo evoca y lo añora.
Allí aparece Putin en la portada de The Economist, cual mezcla de Khrushchev y Rambo, y con el torso desnudo, a tono con la estética exhibicionista de este siglo. En su melancolía de imperio, sin embargo, convirtió a Sebastópol en el Budapest y la Praga de 2014, sin disparar un solo tiro, y anexó Crimea como Stalin anexó Letonia. O tal vez se sienta Catalina la Grande—sin perjuicio de su homofóbica masculinidad—quien también anexó Crimea a fines del siglo 18.
Pero Rusia es hoy un poder débil, con una economía del tamaño de la de Italia y un presupuesto financiado a gas y petróleo. Su poder estructural durara lo que dure el boom. Con Crimea, Putin propone un mapa basado en líneas étnicas, el peor de los fantasmas europeos—más allá de Le Pen, con quien estaría muy de acuerdo, y a pesar de Huntington, quien pasó por alto que los peores horrores de la historia no ocurrieron por conflictos entre civilizaciones, sino dentro de ellas. Ni que hablar de lo contraproducente de esa idea para la propia integridad territorial rusa, una extendida y poco cohesionada federación. Los líderes nacionalistas de Chechenia y Daguestán ya estarán pensando en sus propios referéndums secesionistas, sobre bases étnicas y replicando—justamente—a Vladimir Putin.
Le sigue la Unión Europea con la melancolía de los noventa, una Europa entonces unida, en paz, extendida e influyente. Hoy está en crisis, lo cual refuerza su propia xenofobia y disminuye su influencia. Si la UE ha sido incapaz de supervisar los niveles de endeudamiento de Grecia y Portugal, entre otros, menos sentido tiene esperar que sea efectiva a la hora de salvaguardar la integridad territorial de Ucrania.
Pero la melancolía europea viene acompañada de culpa, lo cual es frecuente, y por consiguiente, de (auto) recriminaciones. Hoy no se ve qué consiguió la UE con la inclusión de Rusia al G7, hoy G8, y es incierto que harán los países miembros cuando Putin sea el anfitrión en la próxima cumbre de junio en Sochi. Más aun, mientras Europa incorporó temprano a los países centro europeos y bálticos a sus instituciones, se recuerda hoy que abandonó a Ucrania y a otras ex naciones soviéticas a su suerte. La anexión de Crimea vuelve a tornar a Europa en el campo de batalla del conflicto este-oeste.
Estados Unidos entra en esta historia con sus sanciones a Rusia, una estrategia más que controvertida y acompañada de una tácita amenaza militar que no resulta creíble. Con un PBI que representaba casi el 40 por ciento de la economía mundial en 1945, ese porcentaje se ha reducido al 25 hoy; su economía es significativamente más débil en comparación. Con el fin de la guerra fría, su poder militar quedó intacto y sin rivales—eran los años de la unipolaridad—pero las guerras de Afganistán e Irak consumieron los recursos fiscales necesarios para desplegar ese músculo militar, ni que hablar del déficit de credibilidad. Los halcones de la política exterior americana ya han criticado a Obama por ser débil e indeciso con Putin, pero obvian que fue un halcón, George W. Bush, quien desfinanció al Pentágono y erosionó la legitimidad de cualquier incursión militar futura.
La semana, sin embargo, concluiría con una mirada hacia el futuro. El Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, CSIS, recibió en Washington a cuatro opositores venezolanos. Allí estuvo la diputada María Corina Machado, resaltando la importancia del movimiento ciudadano que ha conquistado las calles luchando por la democracia, un movimiento social “como nunca había existido en la historia”, enfatizó. También estuvo un trabajador de la industria del petróleo, Iván Freites, quien habló acerca de cómo aumentar la productividad del sector. Estuvo un líder estudiantil, Carlos Vargas, quien destacó que los estudiantes luchan contra un régimen que ha intentado “robarles el futuro”, expresión que utilizó varias veces.
Y también estuvo Rosa Orozco, la madre de Geraldine Moreno, estudiante asesinada durante las protestas. Con lágrimas en sus ojos, esa madre dijo que no tenía tiempo para el dolor, que había transformado su duelo en esperanza, y que esa esperanza estaba depositada en todos esos muchachos y muchachas—los estudiantes—“que construirán un país con libertad”. La melancolía no parece tener lugar alguno en Venezuela.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.. Sígalo en Twitter @hectorschamis
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