“Ojalá mi hijo no muriese en vano”
El campamento de las protestas de Kiev despide a los muertos en la represión
En el escenario del Maidán no hay políticos ni activistas esta mañana. Seis curas ortodoxos ofician el funeral por uno de los 82 manifestantes muertos durante el asalto policial de la semana pasada a esta plaza, el corazón de las protestas. Junto a los religiosos, un hombre sostiene un retrato que aprieta contra el pecho. Una pantalla gigante muestra fotos de hombres jóvenes en bucle. Entre la multitud se ven mujeres que han ido a llevar flores, hombres que lloran. “¡Los héroes nunca mueren!”, corean cientos de personas una y otra vez, decenas de veces. Sube el volumen de una música triste y la familia del fallecido lleva a hombros el ataúd descubierto por un sendero de velitas de colores. Le sigue otro grupo con la tapa del féretro, la madre y una amiga de la familia. El trajín de las casetas, donde miles de activistas viven desde hace tres meses, se paraliza al paso del cortejo. El Maidán despide a sus muertos.
Igor Pehenko, de 43 años, era albañil. Abandonó su trabajo para unirse a la protesta desde el primer momento. “Lo mató un francotirador. Recibió tres tiros, uno en el brazo, otro en el pecho y otro en el estómago”, cuenta antes de ir al cementerio Nadia, su madre. “Era mi único hijo”, dice la mujer, agarrada del brazo de una amiga. El 20 de febrero, el día más sangriento de la represión policial, Pehenko dejó de contestar al móvil. La familia empezó a buscarlo hasta que dio con la foto de su cadáver en Internet, en una red social que ayudaba a identificar a los muertos. No tenía hijos. No era miembro de ningún partido —“no creía en ellos”—, apunta una conocida de la familia. Vivía con su madre en un apartamento de un suburbio de Kiev, Vyzhgorod. “Ojalá mi hijo no haya muerto en vano. Nadie sabe qué futuro le espera al país”, afirma Nadia, una antigua maestra que, tras jubilarse, tiene que seguir trabajando, ahora como niñera. Explica que con los 150 dólares que cobra de pensión no es suficiente y que, en Ucrania, “la gente tiene que trabajar de sol a sol solo para sobrevivir”.
Queremos tener políticos que no roben, queremos ser como un país europeo” Katya Kolomiets, de 21 años
El Maidán ha logrado expulsar a Víctor Yanukóvich. Ha consolidado su territorio ante la policía, acotado por altas barricadas de hierros, sacos, ruedas. Hasta los hombres que se pasean con palos, ropa de camuflaje y casco de obra parecen relajados. Se ven padres con niños entre los puestos de comida gratuita. El olor al humo de las hogueras que encienden los manifestantes para entrar en calor o cocinar lo impregna todo. Con el odiado expresidente en paradero desconocido, la única certeza en la plaza es la de su permanencia. Al menos hasta las elecciones convocadas para el 25 de mayo, el mismo día que las europeas. “Todo depende de nosotros, tenemos que seguir aquí incluso después de la votación para vigilar al nuevo Gobierno y al nuevo presidente”, opina Katya Kolomiets, de 21 años. Con su abrigo de piel, gafas Gucci y bolso con tachuelas doradas, dice que ha contribuido, como muchos otros, a sostener esta ciudad protesta desde hace meses. Sus padres tienen una fábrica de ropa, ella tiene una tienda y estudia Comercio. “Mi familia y yo hemos gastado unos 10.000 dólares en ropa de camuflaje, comida y medicinas”, cuenta, y resume por qué está aquí: “Queremos tener políticos que no roben, queremos ser como un país europeo”, afirma.
Las flores y velas para recordar a los muertos que salpican todo el campamento se han extendido al monasterio de San Miguel. Está fuera de las barricadas, pero la brutal represión de la semana pasada alcanzó las cúpulas doradas y las paredes añil de su iglesia y los edificios cercanos. El 18 de febrero, cuando la policía inició el asalto del Maidán, les empezaron a llegar heridos y médicos voluntarios y se organizó un hospital improvisado. “Fue un shock. Aquel día no había suficiente anestesia, la gente gritaba de dolor”, cuenta uno de los 15 monjes que habitan el monasterio, de 22 años. No quiere dar su nombre. Recorre el jardín con su abrigo negro hasta los pies y un sombrero. El día 20 empezaron a llegar muertos. “Fue por la mañana. Los médicos los colocaban aquí, apartados”, y señala un lugar entre los árboles lleno de ramitos de flores y alguna bandera ucrania en miniatura. Hubo 22 cadáveres. “Vino un chico de las autodefensas para saber si estaba aquí su amigo. Marcó el número de su móvil y la música del teléfono sonó entre los cadáveres”, cuenta esta mañana soleada en medio de un ir y venir de gente con flores para un altar improvisado con fotos y velas por los muertos, mientras otros charlan y comen fruta o canapés de chóped con pepinillo en las casetas de coordinación de la protesta, que parece haber fagocitado al monasterio.
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