La estancada desmilitarización de la CIA
La estrategia de Obama de trasladar la gestión de los ataques de 'drones' al Pentágono choca con reticencias internas, diferencias operativas y la división del Congreso
En mayo de 2013, durante uno de sus discursos más importantes sobre defensa, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, abogó por redefinir la estrategia antiterrorista surgida tras los atentados del 11-S. Los esbozos de la nueva planificación se concretaron en una directiva que recogía, entre otras iniciativas, la transferencia paulatina del control del programa de ataques con aviones no tripulados de la CIA al Pentágono, en una muestra del consenso generalizado dentro de la Administración sobre la necesidad de dotar de mayor transparencia a las incursiones con drones y de desmilitarizar a la agencia de espionaje.
Nueve meses después, sin embargo, el centro de operaciones de drones que la CIA tiene en Langley sigue detrás de la mayor parte de los ataques. La división en el seno del Congreso, la reticencia en determinados sectores de la propia agencia y, sobre todo, las diferencias operativas, legales e incluso culturales entre los programas operados por la CIA y los del Pentágono son los principales escollos que impiden la transición fluida que esperaba la Administración Obama.
“Surge el problema práctico sobre dónde puede operar el Ejército y cuáles son los límites de intervenir en cualquier parte del mundo. Y, a su vez, con una agencia de inteligencia que tiene el poder para realizar ejecuciones”, explica en conversación telefónica Paul Pillar, analista de la CIA durante 29 años, hasta 2005, y que ahora es investigador senior de seguridad en la universidad de Georgetown y en el centro de estudios Brookings. La agencia fue la primera en poner en práctica los ataques con drones contra militantes de Al Qaeda en Pakistán en 2001. El Pentágono dirigió su primer ataque en Yemen en diciembre de 2009, justo tres días después de que la rama de la organización en la península Arábiga fuera declarada grupo terrorista. La CIA se sumó a las batidas en el país en 2011, cobrándose, en su primera incursión, la vida del clérigo estadounidense Anuar el Aulaki, una pieza que se les había escapado a los militares.
El difícil retorno de la CIA a sus raíces tras el 11-S
La CIA inició su proceso de militarización tras el 11-S pero se aceleró a partir de 2009 con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, quien extendió la estrategia de las incursiones con drones. El mejor ejemplo de este cambio de paradigma fue la designación en 2011 del general David Petraeus como jefe de la CIA y del hasta entonces director de la agencia, Leon Panetta, como secretario de Defensa. Los primeros cuatro presidentes de la CIA, desde su fundación en 1946 como una agencia de inteligencia e espionaje, fueron militares pero el resto han sido civiles, con contadas excepciones, como en el periodo 2006-2009.
Según los expertos, la militarización de la CIA es fruto de una evolución natural. Swift niega que se haya convertido en una agencia paramilitar y esgrime que simplemente ha dejado un poco de lado su faceta de inteligencia para adaptarse al "contexto" surgido tras el 11-S. "Las operaciones [de combate] siempre han sido parte de la misión de la CIA y ahora se han adaptado a las circunstancias", destaca, y pone de ejemplos las actuaciones durante la Guerra Fría o el conflicto en Vietnam. En términos similares se expresa Pillar, quien asegura que la mayor parte de las tareas de la CIA siguen siendo las de puramente inteligencia y también niega que se haya alejado en demasía de su esencia inicial. Como ejemplo, subraya que el programa de drones no le es una faceta completamente nueva, pues en el pasado ya realizó "significativas acciones encubiertas utilizando otras tecnologías". La diferencia, no obstante, estriba en cómo de masiva ha sido su implicación en los ataques con aviones no tripulados.
El actual director de la CIA ha manifestado que la agencia "no debería encargarse de actividades militares", pero el retorno a sus raíces de espionaje se antoja complicado. Una dificultad, por ejemplo, es a dónde destinar a los agentes encargados de las operaciones de drones, la mayoría reclutados desde el 11-S, y que no tienen experiencia en espionaje sobre el terreno. Por su parte, Pillar prevé que de aquí diez y veinte años la principal función de la CIA será la de espionaje y que dispondrá de pequeños equipos realizando operaciones de combate encubiertas, aunque admite que el alcance de éstas -por ejemplo si participarán drones- dependerá de las "intenciones políticas, los objetivos estratégicos y las necesidades del momento".
Aunque los objetivos son los mismos, la forma de determinar, desarrollar y ejecutar las operaciones con aviones no tripulados de ambas instituciones son muy diferentes, al igual que el manto legal bajo el que operan. “En el ámbito militar hay umbrales legales e institucionales más altos que tienen que ser superados antes de impulsar una operación”, explica Christopher Swift, profesor adjunto de Estudios de Seguridad Nacional en la Universidad de Georgetown y que ha vivido varios años en Yemen.
Los vuelos de la CIA están considerados como “acciones encubiertas”, que se definen como “aquellas actividades cuya función no debe ser conocida públicamente y que no incluye operaciones militares tradicionales”. Como tales, el Gobierno no tiene obligación legal de informar sobre ellas, a diferencia de las que dirige el Pentágono, que, bajo la calificación de “operaciones de las fuerzas armadas”, son públicas y están sujetas a la legislación internacional de guerra, lo que implica que únicamente pueden llevarse a cabo con el consentimiento y conocimiento de los países donde se realicen y en los límites de los lugares declarados como zonas de guerra.
La reserva que rodea al programa de la agencia favorece que determinados Estados, como Pakistán o Arabia Saudí, autoricen el establecimiento de bases de la CIA en su territorio, ya que no tienen que dar explicaciones a sus ciudadanos de una presencia que, teóricamente, no existe, frente a la incomodidad de tener que reconocer el despliegue de un Ejército foráneo. Este secretismo, sin embargo, deja en manos de los Gobiernos extranjeros la contabilización del número de bajas causadas por los ataques con drones, ante la imposibilidad de Washington de contradecir una circunstancia de la que, legalmente, tiene prohibido dejar constancia.
Esa falta de transparencia que rodea a los vuelos de la CIA -criticada por demócratas, el ala más libertaria de los republicanos y grupos de derechos civiles- es la que pretende paliar la Administración con la transferencia progresiva de su control al Departamento de Defensa, tal y como admitió hace unos días el Director de Inteligencia Nacional, James Clapper, en el Congreso, en el primer reconocimiento oficial de la existencia del programa de drones de la agencia.
Swift considera que el marco legal sería “más claro” si el control de las operaciones recayera exclusivamente en el Pentágono. Pero es sobre todo por la diferente filosofía detrás de ambas instituciones por lo que cree necesario el traspaso: “Desde un punto de vista institucional y de conformidad con las leyes y las costumbres de guerra tiene mucho más sentido que sea el Ejército el que apriete el gatillo”, sostiene.
El profesor admite, no obstante, que en un “mundo realista” es “complicado” que se produzca dicho traspaso por razones militares y políticas. Así, que los planes de la Administración no hayan prosperado lo atribuye principalmente a dos factores. Por un lado, al hecho de que la CIA siempre haya llevado a cabo algún tipo de operaciones especiales opacas, por lo que no se la puede despojar del todo de esa faceta. Y por el otro, a la oposición del Congreso de EE UU: “Hay mucha división en este asunto, no hay consenso en el dónde, cómo y cuando legislar”.
De hecho, a mediados de enero, el Congreso incluyó en su ley de presupuestos una enmienda secreta que veta cualquier transferencia de fondos para trasladar el control de drones de la CIA al Pentágono. Para muchos legisladores el grado de eficacia y precisión de las batidas dirigidas por la agencia es mucho mayor que las del Pentágono. “La CIA tiene un historial impecable en cuanto a paciencia y discreción, el programa militar no se acerca ni mínimamente”, señaló el año pasado la presidenta del Comité de Inteligencia del Senado, la demócrata Dianne Feinstein. Esa mayor exactitud de la CIA se debe, además de a su mayor experiencia, a su capacidad de infiltrarse en los grupos terroristas a través de una red de informantes de la que carece el Pentágono.
Sin embargo, hay otros congresistas, como el veterano republicano John McCain, que defienden la necesidad de que la mayoría de los vuelos sean dirigidos por Defensa y que abogan por una desmilitarización de la agencia. De esa opinión es también Pillar quien pide recuperar la dicotomía originaria entre ambas ramas: “El Ejército se dedica a matar, y la CIA debería dedicarse a recolectar y analizar información en el extranjero”, afirma.
John Brennan era un acérrimo defensor de esta idea cuando ejercía como asesor en materia de seguridad de Obama. Durante la confirmación de su puesto como jefe de la CIA, en febrero de 2013, reconoció que el programa de drones era una “aberración”. Pero desde entonces no se han apreciado muchos pasos para reducir la militarización de la agencia, iniciada tras el 11-S, lo que demuestra las complicaciones internas y externas a las que se enfrenta la transferencia de poder.
Más allá de la desmilitarización de la CIA o de la transparencia de los programas, el cambio de estrategia que plantea Obama pretende sentar unos precedentes para cuando, en un futuro, otros países comiencen a utilizar los drones para fines militares. La legislación, la cultura institucional y el secretismo que ampara a las actividades de la CIA no beneficia este importante objetivo.
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