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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Necroforia

La reflexión en torno a todos los horrores posibles debe concentrarse en la inmediatez con la que pasan a ser amnesia

El poeta mexicano Juan Almela ha firmado bajo el nombre Gerardo Deniz versos memorables y poesía de finísimo aliento. Nacido en España, este hombre que es tantos, es además autor de por lo menos de un cuento perfecto, contenido en el breve volumen Alebrijes (El Equilibrista, 1992). El relato se titula “Necroforia” y es una nítida ventana a cierta alma mexicana, típica del D.F., cantarina, improvisa y enrevesada, que se ha vertido en canciones de Chava Flores y que se filtra en más de una anécdota cotidiana entre los millones de enredos de todos los días en ésta que siempre presume de ser la ciudad más grande del mundo. “Cuando Fulgencio, aún joven, murió de asco…” arranca el cuento de peripecias increíbles donde su viuda Tomasa, el primo Galo y otros personajes de la vecindad intentan resolver el velorio sin dinero ni manera de juntarlo entre sus deudos. Toda la noche en vela, a la luz de las cuatro velas como cirios, desembocan en la descabellada idea de montar a Fulgencio, lo mejor vestido y peinado posible, en el Metro de la Ciudad de México y al amanecer, entre los primeros vagones del primer tren llevar al difunto de la estación Metro Aconcagua hasta el otro extremo de la línea, “a la terminal Mictlan, reino azteca de los muertos”. En realidad, la estación Mictlan sólo existe en códices prehispánicos o crónicas de conquistadores, o bien en el perfecto relato de Deniz, aunque por pura agua del azar hay un mural que representa al Mictlan en la estación Barranca del Muerto.

Para cerrar el año ya pasado cundió la noticia del cuerpo mutilado de una joven, envuelto en pedazos dentro de una maleta abandonada en las escaleras de la estación San Antonio del Metro del D.F. Las autoridades han difundido un retrato hablado de quien aparece encubierto en las cámaras de vigilancia llevando la maleta a lo largo de un recorrido que cubrió once estaciones, hasta bajar a la difunta en maleta a una estación de Barranca del Muerto. También se ha informado que el cadáver viajaba en maleta desde el Estado de México, y que entre las imposibilidades para su identificación se hilan la ausencia de su cabeza y manos, sin especificar si viajaron en mochila aparte, y como únicas pistas lo que han definido como “pedicure estilizado”, ciertas huellas de cirugías estéticas y también de tortura y un mensaje escrito sobre un cartón que los medios se han negado a difundir. Sin rostro ni huellas, sin gota de sangre y sin más pistas que un retrato de quien la cargó en la maleta, la víctima se suma a miles de muertos en años recientes. En palabras de la encargada de la estación del Metro, México se ha convertido “en un país como que muy light: ya cualquier cosa, es el momento, pero al paso del tiempo la gente se olvida”.

Cualquiera diría lo contrario y pensaría que el fenómeno es mucho más heavy que light: que todo mundo se escandaliza y que el fenómeno horroroso provoca una reacción asqueada pero activa por denunciar todo abuso o sospecha, pero en realidad como cuento sucedió que nadie se enteró que en la maleta abandonada en las escaleras del Metro había un cadáver cercenado hasta que a alguien le pareció de miedo percibir el agudo olor de aromatizantes que perfumaba al bulto. Ni imaginar qué hubiera sucedido si a alguien se le hubiese antojado llevar a casa una maleta aparentemente nueva para cerrar el año con una sorpresa.

La reflexión en torno a todos los horrores posibles no debe concentrarse en la banalidad de la maldad ni en la posible picaresca surrealista de las circunstancias (que las hay) sino en la inmediatez e instantaneidad con la que los horrores pasan a ser amnesia. Si uno busca en la red bajo las palabras como clave “mujer en maleta” se sorprendería al descubrir que el caso del Metro no es el único crimen reciente de este tipo: para empezar este año ya nuevo unos asaltantes en Azcapotzalco decidieron descuartizar a la anciana dueña de la casa que robaron apenas el primer día de enero y guardar sus pedazos en otra maleta, descubierta por el nieto de la víctima, ella sí de nombre Petra Bustamante y duele la insensibilidad generalizada una vez que pasa el contagio de los asombros inexplicables y duele también que a diferencia de los personajes, tramas, enredos y desenlaces de los cuentos que nos alimentan la imaginación, los hechos de la realidad contundente no fertilizan la memoria como para que nadie intentara repetirlos. Además, y creo no echar a perder la lectura, en el cuanto de Deniz titulado “Necroforia” la viuda de Fulgencio, los amigos, compadres, el primo Galo y demás voluntarios de la vecindad que colaboran en la descabellada aventura de montar al cadáver en el Metro, con lentes oscuros para el despiste y llevándolo en andas como borracho, no se esperan el perfecto final que se escribe en cuanto arranca el convoy: allí donde el lector no sabe si la viuda será capaz de abandonar a su difunto para que realice el último viaje literalmente solo, en esos segundos donde ni el primo ni los amigos cercanos saben si serán capaces de bajarlo cargando en una hipotética estación para muertos… allí se despierta Fulgencio y pregunta como si nada “¿Adónde vamos?”.

*Jorge F. Hernández es escritor.

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