El doctor que dijo basta a los narcos
Carismático y temerario, Mireles es el rostro del levantamiento de los pueblos de Michoacán contra el crimen organizado
Hasta el domingo José Manuel Mireles, portavoz de las autodefensas de Michoacán, no podía hablar. Con la mandíbula dislocada después de sufrir un accidente de avioneta el sábado 4 de enero, nada ha podido replicar sobre lo mucho que se ha escrito de él durante los últimos ocho días. Hay quien lo ha atacado por erigirse líder de un movimiento que no le pertenece, del que tan solo forma parte. También por haber sido protegido por el Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto durante su tratamiento médico en la Ciudad de México. No en balde, se dice, entre 1984 y 1986, Mireles ocupó cargos locales del PRI. “José Manuel Mireles es líder y es uno más entre los compañeros de las autodefensas. Con o sin él, este movimiento iba a seguir adelante”, dice Arturo Barragán, miembro de las policías comunitarias de Tepalcatepec.
Para aquellos que lo conocen de cerca, el único pecado de este hombre hijo de un agricultor y de una ama de casa, ha sido el de actuar como vocero de las policías comunitarias para denunciar los abusos de los que sus vecinos han sido víctimas. Y no solo ante la prensa. El doctor, como lo llaman todos en Tepalcatepec, municipio natal en el que ejerce la medicina, es un hombre dialogante que también ha servido de intermediario entre las autodefensas y el Ejército. Hace años, el narcotráfico secuestró a varios miembros de su familia y en junio pasado, destapó ante la opinión publica las violaciones a las que estaban siendo sometidas las mujeres del pueblo a manos del cartel de Los Caballeros Templarios.
“Se las llevan y no las devuelven hasta que están embarazadas”, dijo entonces. Aquellas revelaciones le dieron la fama y le valieron la denuncia del gobierno estatal sobre algunos antecedentes penales, pero el Ejecutivo nunca aportó pruebas al respecto más allá de recortes de diarios sobre una añeja y no muy explicada detención de alguien con ese nombre. Por aquel entonces a Mireles no le gustaba hablar por teléfono: “Vengan hasta aquí y cuenten la verdad”, decía siempre.
El último 26 de octubre, el día que civiles de los municipios levantados en armas contra el crimen organizado trataron de entrar en Apatzingán, una ciudad de 100.000 habitantes situada en la violenta región de Tierra Caliente, José Manuel Mireles hacía también de interlocutor: “Le hice una propuesta al representante del Gobierno, va a hablar ahorita con el general -explicaba a su gente al ser interceptados cuando marchaban a pie hacia la capital económica de la región-. Dos cosas: o nos dan 72 horas para limpiar Apatzingán o el general limpia a Apatzingán en 72 horas”. Minutos después el Ejército y los policías federales los dejarían pasar, pero sin armas. “Nosotros no llevamos nada”, decía Mireles a bordo de un 4x4 que exhibía una bandera de la Cruz Roja en uno de los vidrios laterales. Junto a él, viajaban un camarógrafo, una periodista, un compañero de las autodefensas armado y su hijo, un joven veinteañero que hacía las veces de copiloto. Los militares no creyeron su palabra y revisaron el maletero, de donde confiscaron una espada, aparentemente antigua.
El doctor, un hombre apuesto de más de cincuenta años, cabello blanco y bigote, ojos verdes, tez morena y 1,90 de estatura, no opuso resistencia y aún sin armas, accedió a encabezar una marcha pacífica a una ciudad que era bastión de los Templarios. Por eso, el compañero que viajaba en el asiento de atrás, que previamente había pedido la ventanilla por si tenía que disparar, preguntó a los reporteros: “¿Ustedes son católicos? Si lo son, persígnense cuando yo lo haga, porque vamos a entrar en zona de peligro”. Aquel mediodía Mireles no sonreía, o lo hacía tan solo de forma irónica ante las preguntas de la periodista: ¿Van a atacar ahora?, “Ja, más bien, nos van a atacar ellos a nosotros”.
Y así fue. Después de recorrer varios kilómetros en carro, llamando a los vecinos de Apatzingán a rebelarse, una granada lanzada en medio de la plaza principal dejó muda la voz de las autodefensas: “Únanse, venimos a estar con ustedes, únanse a este movimiento social que empezamos hace ocho meses, queremos exterminar, acabar y expulsar al crimen organizado de todo el estado de Michoacán. Únanse a la marcha por la libertad del estado, únanse a la marcha por la libertad de Apatzingán, es en beneficio de ustedes, de sus familias y de sus hijos, únanse a la marcha por la libertad de Apatzingán”, había repetido el médico durante más de treinta minutos.
Cuando empezó el ataque, Mireles estaba en la radio local, en un edificio contiguo a la plaza. Él fue uno de los pocos civiles que no tuvo que huir, que no aguardó refugio bajo una cornisa a la espera de que la pesadilla terminase, a la espera de que el humo de las balas se despejase para poder ver algo. Una reportera de un canal de televisión venida de Morelia, la capital de Michoacán, sollozaba. Su actitud contrastaba con la de las guardias comunitarias. “Si nos matan, moriremos por nuestros hijos”.
Esa tarde el doctor, cirujano licenciado por la Universidad del Estado, mantuvo una reunión de casi tres horas con el Ejército y la Policía. Cuando por fin acordaron regresar a sus pueblos escoltados por las fuerzas de seguridad había caído la noche. La boscosa salida de Apatzingán estaba oscura. Un camión incendiado cortaba la circulación en medio de un puente. “Cámbiese la playera. Lleva de blanco todo el día y es un objetivo fácil a muchos metros de distancia”, le dijo un militar de pie en la calle. El doctor obedeció al instante. Unos kilómetros adelante el mismo hombre que aquel día había dirigido a un ejército de campesinos en vez de acudir de padrino a una fiesta de los quince años, pasó el teléfono a su hijo y le hizo una última petición: “Llama a tu madre, anda, y dile que ya vamos a casa y que estamos bien”.
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