Sudáfrica despide a Mandela
Los líderes mundiales rinden homenaje a Madiba en una ceremonia más festiva que fúnebre Miles de personas abuchean al presidente Zuma durante su discurso
Arrancó siendo un funeral más festivo que fúnebre, una celebración de la vida del primer presidente democrático de Sudáfrica, Nelson Mandela, que si uno no hubiera sabido qué era hubiera pensado que se trataba de un concierto de música africana o un partido de fútbol en el que el equipo local acababa de ganar por goleada.
Terminó siendo un evento político rabiosamente actual cuyo impacto fue devastador para el presidente sudafricano, Jacob Zuma.
Cada vez que se hizo mención del nombre de Zuma, cada vez que apareció su rostro en una de las dos enormes pantallas a lo alto del estadio, la muchedumbre suspendió el júbilo y lanzó un abucheo ensordecedor. Fue una humillación colosal en un acto en el que estaban presentes más de cien jefes de Gobierno o Estado ——entre ellos el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el de Cuba, Raúl Castro— y que fue presenciado en directo en televisión por todo el planeta. Fue un grito de protesta contra la corrupción y el amiguismo en el que se ha hundido el partido de Mandela, el Congreso Nacional Africano, que ahora dirige Zuma.
Yo llegué al estadio a las siete de la mañana, me incorporé al sector más ruidoso de la multitud en lo más alto del enorme recinto en el que España ganó la Copa del Mundo en 2010 y, hasta que comenzaron los actos solemnes cinco horas después, me encontré en el medio de una enorme fiesta de baile en el que una representación fidedigna del pueblo sudafricano, con el sector negro en plena mayoría, daba las gracias por haber tenido como líder al político más admirado de los últimos tiempos. Cantaban, entre muchas canciones más, una cuya simpleza repetitiva en la letra ocultaba una emoción y una fuerza que evocaban olas gigantes en un océano salvaje. “Este es Mandee-ela”, cantaban, “este es Mandee-ela. No lo verás más, pero siempre lo conocerás. Este es Mandee-ela, este es Mandee-ela”.
La finura y rigor de la armonía coral y la sincronización en los bailes daban la impresión de que las 50.000 personas presentes se habían pasado meses ensayando para el funeral de Mandela, pero el acto fue de una espontaneidad absoluta y de una alegría desbordante.
Y eso que hacía frío para la época del año y no paró de llover, pero el jarro de agua fría llegó con la aparición de Zuma, que transformó el funeral momentáneamente en un plebiscito, en un grito general de rechazo contra un presidente que, según le dejaba saber la gran mayoría de los presentes, ha traicionado el legado de Mandela y en vez de servir al pueblo se sirve a sí mismo y a sus más sumisos seguidores. Los abucheos que recibía Zuma contrastaban de manera dramática con las sentidas ovaciones que recibieron Obama, el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, Winnie Mandela, el antecesor de Zuma como presidente, Thabo Mbeki, e incluso Frederik de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica, el que negoció el fin del apartheid con Mandela.
De la media docena de discursos que dieron los jefes de Estado invitados, casi todos fueron de un tedio y de una previsibilidad tales que, como dijo un hombre sentado a mi lado, los podrían haber sacado directamente de un manual encontrado en Google. El ambiente se fue apagando poco a poco hasta que apareció Obama y, con su habitual dominio de la oratoria, cautivó la atención del inquieto público. Se notaba que había hecho un esfuerzo, a diferencia de los demás dignatarios extranjeros, de elegir palabras cargadas de originalidad, inteligencia y sentimiento. Dio en el clavo cuando dijo que el secreto de Mandela había sido su capacidad para extraer lo mejor de cada individuo y de cada grupo político o social con quienes tomaba contacto.
No fue ninguna sorpresa que cuando Obama acabó su discurso el público empezó a irse a su casa hasta que, cuando le tocó a Zuma dar el último discurso del día, la gente ya había votado, como dicen en inglés, con sus pies. De los 50.000 que habían oído hablar, y habían aplaudido detenidamente, a Obama, quedaba menos de la mitad.
El problema de Zuma fue que, como ocurre con muchos políticos, se había creído su propia propaganda, se había olvidado de que la gente no es tonta y ve cuando los gobernantes se enriquecen con dinero público, y en su caso particular, como ha revelado la prensa en las últimas semanas, que se ha construido una casa para su jubilación con un coste de unos 20 millones de euros procedentes de los contribuyentes sudafricanos. La casa donde vivió Mandela sus últimos años tenía un valor aproximadamente veinte veces inferior. Como me comentó un padre de familia que se fue con su mujer y su hijo pequeño antes de que hablara Zuma, "ese señor da un mal ejemplo."
Lo que no se esperaba Zuma es que saldría tan mal parado de la inevitable comparación con Mandela, cuya sombra moral, se constató ayer, planeará sobre los gobernantes de su país para siempre, y para el bien del pueblo al que dedicó su vida. Un funeral que había empezado en un ambiente de júbilo acabó triste y gris. Hasta que la gente salió del estadio y, en las gigantescas colas que nos aguardaban para volver a casa en autobús, llenaban las horas cantando, una vez más con fervor y gratitud, "Este es Mandee-ela. Este es Mandee-ela." No habían podido resistir comunicarle a Zuma lo que pensaban de él pero todo el honor, la gloria y las gracias eran para el original y eterno padre de la nación.
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