Yolanda se instala un tiempo en Filipinas
El supertifón ha dejado secuelas en varias provincias del país asiático que no se resolverán hasta dentro de muchos años
Hace un mes Haiyan (supertifón de categoría 5) descargó sus vientos de 300 km por hora sobre nueve provincias filipinas, desplazando a más de cuatro millones de personas e impactando a unos 15 millones (equivalente a la suma de población de Andalucía y la Comunidad de Madrid). Los filipinos pusieron al fenómeno el nombre de Yolanda, no por afán de personalizar sino porque es su manera de ordenar, con nombres de la A a la Z, los golpes que la Naturaleza les asesta cada año. Pocos días después llegaba la tormenta tropical Zoraida, con lo que 2013 ha tenido el dudoso honor de agotar el abecedario. Lo peor, cuentan los supervivientes, no fue el viento, del que habían sido alertados, sino el oleaje que vino después y que inundó casas, salinizó campos y arrastró botes de pesca y aperos.
Miles de corresponsales se desplazaron a la zona para contar en directo las bolsas negras de recogida de cadáveres, las enormes dificultades logísticas iniciales de la ayuda humanitaria o poner el foco sobre contados episodios de violencia o saqueos. Se cuentan historias de supervivencia y se traza la necesidad de salvar vidas, de proveer agua segura, de impedir el brote de epidemias en los centros de evacuación… apenas diez días después la tragedia desaparece de repente de las páginas de los periódicos. Pareciera así que una emergencia consiste en enterrar cuanto antes a los muertos, instalar unas plantas potabilizadoras, distribuir unos sacos de arroz y barrer los destrozos.
Es un poco más complejo. Un mes después, Yolanda sigue instalada en Leyte, Capiz, Iloilo, Samar, Bohol… lugares poblados de apellidos españoles, y va a quedarse un par años. La primera respuesta de emergencia es siempre aparatosa. Esta vez las dificultades de hacer llegar la ayuda a islas cuyas pistas de aterrizaje y puertos se habían venido abajo ha añadido grandes dosis de complejidad. Pero en esta fase los actores son muchos y la ayuda es generosa. Lo difícil viene ahora. Las estructuras provisionales de agua deben dejar paso, poco a poco, a la rehabilitación de redes. La gente tiene que volver a construir hogares. Los agricultores tienen por delante una carrera contra el reloj para sembrar el arroz antes de enero y poder llenar sus estómagos el próximo meses. Los pescadores tienen que armar nuevos barcos y coser redes. Intervenciones que garantizan dinero por trabajo son cruciales en la fase de rehabilitación para reconstruir cuanto antes la base de la economía: un lugar en el que instalar el mercado, un camino por el que transportar la mercancía, las escuelas para los niños, un campo desalinizado en el que poder plantar… todo ello tratando de incorporar la gestión del riesgo para que, en el futuro, los 20 o 25 tifones que azotan estas islas cada año no vuelvan a hacerlo todo añicos. Esta labor puede llevar hasta dos años. Las Naciones Unidas pidieron 256 millones de euros para esta respuesta. Hoy, cuando ya no quedan fotógrafos para retratar a los donantes abriendo las chequeras, apenas se ha cubierto el 49%, con lo que difícilmente aumentará esta cifra.
Pero, pese a todo, Yolanda acabará yéndose. La magnitud del reto no va a amedrentar al pueblo filipino ni a su Gobierno. Un pueblo que desde el primero momento se aferró a la vida extendiendo un manto de solidaridad que un puñado de saqueos apenas consiguieron deshilachar y un Gobierno que alertó y evacuó a una parte importante de la población y que, a diferencia de la experiencia del tsunami de 2004 o de otras muchas catástrofes, no ha escondido la tragedia y ha puesto desde el minuto cero todos los medios posibles para ayudar a su población. Nuestra única duda es sobre la comunidad internacional: ojalá pueda estar, esta vez, a la altura del reto.
Olivier Longué es director general de Acción contra el Hambre.
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