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Rusia-Unión Europea, el oso y las abejas

La presidencia semestral de Lituania del Consejo de la Unión Europea tiene una carga simbólica nada desdeñable

La presidencia semestral de Lituania del Consejo de la Unión Europea tiene una carga simbólica nada desdeñable. No sólo por haber pertenecido al antiguo bloque del Este, sino por ser la primera vez que lo hace un país cuyo territorio formó parte de la Unión Soviética hasta 1991. Algo que desde Rusia cuesta digerir.

Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, Moscú presenció cómo se desmoronaba su área de hegemonía europea, firmada en los tratados de Yalta y Postdam por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial; su mercado común, el Comecon, y su alianza militar, el Pacto de Varsovia; y cómo sus antiguos aliados terminaban entrando en la Unión Europea y en la OTAN. Para Rusia, presidida por Vladimir Putin, un ex oficial del KGB forjado en la Guerra Fría, la UE no es más que el brazo civil de una alianza militar, la OTAN, que capitanea su viejo rival, Estados Unidos. Cualquier aproximación de ambas a sus fronteras se ve como el acercamiento del poder militar estadounidense a su feudo.

Putin está intentando recuperar el peso internacional que tuvo la Unión Soviética, el cual pasa por reagrupar a las repúblicas que la integraron en una especie de mercado común, la Unión Económica Euroasiática. Al margen de su potencial militar, algo obsoleto, el arma que usa Moscú para estos fines es la presión sobre las exportaciones de estos países a Rusia y en las condiciones económicas para que les suministre el gas del que dependen estas repúblicas.

A esta tensa situación se ha sumado el objetivo de la presidencia lituana de firmar un acuerdo de asociación entre la UE y Ucrania, Moldavia y Georgia como parte de la Asociación Oriental puesta en marcha en Praga y Varsovia en 2009 y 2011. Armenia, que también fue invitada, se desvinculó al ser Moscú su principal aliado en el conflicto de Nagorno-Karabaj con Azerbayán.

Cuando Polonia negociaba su adhesión a la UE y la OTAN, el que fuera intelectual y ministro Bronislaw Geremek hablaba de alejar las fronteras del oso ruso del resto de Europa a través de unos territorios intermedios para evitar de nuevo experiencias como las sufridas por su país entre 1945 y 1989. De ahí que una de las premisas de la política exterior polaca fue que se reconociera a Ucrania como Estado independiente. Geremek decía que los españoles vivimos muy lejos del oso ruso como para entender esa necesidad. Sin embargo, con la Asociación Oriental las fronteras de la UE lindarán aún más con Rusia que ya lo hace por las repúblicas bálticas. Moscú no quiere perder a Georgia y Moldavia, con las que mantiene litigios territoriales, pero mucho menos a Ucrania: un país estratégico para sus intereses económicos; cuya capital, Kiev, es considerada ciudad santa para los rusos devotos y en cuyo territorio, Sebastopol, se halla la base de la flota rusa del Mediterráneo.

El malestar de Moscú se ha manifestado en los últimos meses incrementando las sanciones económicas y energéticas a los países implicados -el tránsito por las fronteras con las repúblicas bálticas ya era de por sí bastante engorroso como pude comprobar hace un par de años en el paso rusoestonio cercano a Pskov-. Como consecuencia, Ucrania se retiró una semana antes de la cumbre por el boicot ruso a sus exportaciones y la amenaza de cerrarle el grifo del gas en pleno invierno si no pagaba la deuda contraída, para replegar velas poco después ante la presión europeísta de la calle en un nuevo proceso desestabilizador. Desde su independencia, Ucrania intentó compaginar sus relaciones con Moscú y la UE, lo que se tradujo en una continua tensión con episodios como el misterioso envenenamiento del presidente Víktor Yushchenko o el encarcelamiento de la ex primera ministra Yulia Timoshenko en un proceso sin garantías que la UE condena.

Estamos ante un nuevo pulso con Rusia en el que está en juego la estabilidad de la zona oriental europea, además del futuro de las relaciones entre Bruselas y Moscú cuando los países de la UE dependen también en mayor o menor medida de su gas. La ampliación al Este de la UE a partir de los años noventa se hizo de forma apresurada, alentada por el canciller alemán Helmut Kohl aprovechando la debilidad de Moscú. Pero la situación ahora es distinta: Rusia no es la que fue y la UE se acerca demasiado a sus fronteras. En algún momento tendrán que entrar en la UE los países europeos exsoviéticos, pero para ello hará falta hacerlo con tacto evitando que Rusia se sienta amenazada. Es necesario que la Asociación Oriental se vea como un puente y no como un arma arrojadiza. Se atribuye al general De Gaulle –que en esto de la unidad europea no se sabía si iba o venía- lo de construir una Europa del Atlántico a los Urales en la que estaría Rusia. Hoy en día Rusia no podría entrar en la UE porque por sus peculiaridades y dimensiones la harían inviable, pero habrá que buscar fórmulas de cooperación que ayuden a reducir las tensiones. Será difícil porque Putin, como diría un diplomático británico, no es el chico más adecuado para invitarle a tomar el té, pero habrá que intentarlo. Nos va en ello el futuro energético de la UE. Sobre todo, mientras la UE no tenga una voz única en política exterior y una política común en materia energética, que permite a Putin sentirse fuerte y firmar acuerdos bilaterales con quien quiera (Alemania) imponiendo sus condiciones al margen de la UE. En la fábula de Esopo, el oso en busca de miel sólo entró en razones cuando todas las abejas actuaron al unísono.

Manuel Florentín es editor y periodista, autor del libro La unidad europea. Historia de un sueño

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