La tranquila (y millonaria) vida de un expresidente de Estados Unidos
Tras dejar la Casa Blanca, sus inquilinos se dedican a hacer dinero, practicar la filantropía y construir su perfil para la historia
En un país tan presidencialista como Estados Unidos y con un sistema político que prima al individuo frente al partido, ningún inquilino de la Casa Blanca se parece demasiado a sus predecesores, ya sean del mismo partido o se sitúen en las antípodas ideológicas. Cada presidente lucha por dejar su huella personal, con la mirada puesta en el ansiado legado posterior a su mandato. Esta teoría, sin embargo, se tambalea una vez que abandonan el despacho oval. A partir de entonces, los expresidentes tienden a asemejarse más de lo que parecería y acaban conformando una especie de prototipo común.
Si se analizan los casos de los cuatro expresidentes de EE UU que siguen vivos -Jimmy Carter, George H. W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush- se detecta casi el mismo patrón en el modo en que han reenfocado sus vidas tras salir de la Casa Blanca: todos han abierto una biblioteca y un centro de estudio sobre su mandato, han impulsado varias iniciativas filantrópicas, han amasado una buena fortuna publicando libros y dando conferencias, y su valoración entre la ciudadanía ha propendido a ir mejorando en las encuestas. Incluso algunos de ellos, como el republicano Bush padre y el demócrata Clinton -rivales en las elecciones de 1992- han labrado una intensa amistad personal fruto de su colaboración en proyectos humanitarios en los últimos años.
Pero al margen de esta fotografía fija, cada exmandatario ha ido adoptando su propio perfil y allí es donde vuelven a asomar las diferencias. Carter -presidente demócrata de 1977 a 1981- y Clinton (1993-2001) mantienen un protagonismo activo en asuntos internacionales y suelen opinar con cierta frecuencia sobre la actualidad política norteamericana, mientras que Bush padre (1989-1993) se ha centrado más en actividades sociales. En cambio, su hijo George (2001-2009) ha optado de momento por un camino bien distinto del de sus predecesores. El republicano, de 67 años, se encuentra en una fase más introspectiva, de cierto descubrimiento personal y creativo, y totalmente apartado de la primera línea política. Ahora su gran pasión es la pintura hasta tal punto que, según reveló recientemente en una de sus escasas entrevistas, le ha cambiado la vida de una “manera increíblemente positiva”.
En febrero salió a la luz, a raíz de un asalto informático a su correo electrónico, que Bush pinta prácticamente cada día en su casa de Texas, donde reside desde que dejó Washington hace casi cinco años. Y por lo que comentan los entendidos no lo hace nada mal. Hasta ahora, el expresidente había retratado principalmente a perros y gatos al margen de dos obras de él en la ducha, pero hace una semana se supo que ha decidido afrontar nuevos retos: pintará a una veintena de mandatarios y ministros extranjeros con los que trató durante su estancia en la Casa Blanca.
Bush, que ha manifestado su felicidad por “seguir aprendiendo en la vida”, dedica el resto de su tiempo a proyectos filantrópicos, principalmente a los programas de su fundación en la lucha contra el SIDA en África -que han sido elogiados por el presidente Barack Obama- y de ayuda a veteranos de guerra. En estos años fuera del poder se ha mantenido alejado de los focos y en sus escasas intervenciones ha rehuido opinar sobre el actual presidente de EE UU ni el rumbo del Partido Republicano. “Tuve toda la fama que necesitaba y estoy tratando de no ser famoso”, dijo en marzo en una entrevista a la cadena ABC poco antes de que inaugurara, junto a Obama y el resto de exmandatarios, su biblioteca presidencial. “Estoy fuera de la política. La única manera con la que puedo generar noticias es o bien criticando al presidente, algo que no quiero hacer, criticando a mi partido o entrometiéndome en un tema delicado”. El exgobernador de Texas también se ha mostrado reacio a valorar con detalle los aspectos más controvertidos de su mandato, aunque eso sí ha subrayado que se siente “muy cómodo” con la decisión de invadir Irak y que será la historia quién lo juzgue.
La discreción de Bush contrasta notablemente con la de su predecesor, Bill Clinton, que es el expresidente más activo en la arena política. El protagonismo de Clinton, de 67 años, se debe en gran parte al de su mujer Hillary en los últimos años: primero en su pugna con Obama por alzarse con la candidatura del Partido Demócrata a las elecciones de 2008, y después durante sus cuatro años de secretaria de Estado en el primer mandato del actual presidente. Pero ahora que Hillary vive tiempos más tranquilos desde que dejó la administración Obama en enero y reflexiona sobre un hipotético asalto a la Casa Blanca en 2016, Bill sigue dando de qué hablar. Y no siempre dejando en buen lugar a Obama.
El pasado martes, por ejemplo, en plena polémica por los problemas informáticos de la nueva página web donde los estadounidenses pueden comprar seguros médicos, pidió al presidente que introdujera cambios en la reforma sanitaria si eso era necesario para cumplir su promesa de que los ciudadanos que lo deseen puedan mantener su actual plan médico. La presión -de Clinton y obviamente de los republicanos- surgió efecto y el jueves Obama anunció modificaciones en su ley estrella, aprobada en 2010 y refrendada por el Tribunal Supremo en 2012.
Pese a este episodio, el expresidente número 42 ha sido, en general, un fiel seguidor de Obama desde que derrotó a su mujer en las primarias de 2008. A partir de entonces, Bill Clinton dejó de lado los encontronazos previos y se volcó en la campaña del exsenador, apoyándolo públicamente en la convención demócrata de 2008. Lo mismo hizo en la del año pasado, precisamente con un ferviente discurso a favor de la reforma sanitaria. Un respaldo que Obama le premiará indirectamente la próxima semana cuando le conceda, junto a otras personalidades, la medalla de la libertad, la máxima condecoración civil de EE UU. En el pasado, también la recibieron George H.W. Bush y Jimmy Carter.
Más allá de sus apariciones políticas, Clinton destina gran parte de su tiempo a las labores de su fundación en asuntos internacionales, sanitarios y de lucha contra el cambio climático. Además, impulsó fondos de ayuda junto a Bush padre tras el tsunami del sudeste asiático en 2004 y los huracanes Katrina en 2005 e Ike en 2008. Fue a raíz de esas experiencias y pese a sus discrepancias políticas y diferencia de edad, cuando ambos empezaron a verse con cierta frecuencia para charlar, navegar y jugar al golf. Incluso han llegado a presumir públicamente de su amistad, lo que hizo que en 2008 se especulara sobre si la cercanía al clan Bush mermaría las aspiraciones presidenciales de Hillary. Fuera como fuera, la incógnita siempre perdurará. En 2010 Bill Clinton amplió su radar e hizo una aproximación al joven de los Bush -visitaron juntos Haití tras el devastador terremoto- pero no surgió ni mucho menos tanta química como con su progenitor.
Desde que abandonó la Casa Blanca en 1993, Bush senior se ha mantenido bastante alejado de la política -al margen de su apoyo velado a su hijo George y a la candidatura presidencial del republicano John McCain en 2008- y también se ha volcado en labores sociales, principalmente de la fundación de voluntarios Points of Light que impulsó como presidente. Bush, de 89 años, supone, además, una prueba palpable de cómo la percepción que transmite un expresidente puede transformarse con el tiempo. Durante su mandato, fue etiquetado como una persona típicamente pija conservadora pero con los años ha ido sacudiéndose el estereotipo, dejando traslucir un carácter más desenfadado e incluso haciendo recientemente algunos guiños progresistas.
Por ejemplo, a finales de septiembre, pese a su movilidad limitada, hizo de testigo en la boda entre dos mujeres en el estado de Maine (algo que cuesta de imaginar que haría su hijo George). Desde el año pasado Bush se desplaza en silla de ruedas cuando se le diagnosticó una variante de parkinson. Antes, en julio, se rapó al cero el pelo en solidaridad con la leucemia que sufre una hija de dos años de un integrante de su equipo de seguridad, y en 2009 se tiró en paracaídas con ni más ni menos que 85 años a cuestas. A todo ello se le suman los toques informales que ha ido incorporando a su vestimenta, especialmente su tendencia a llevar calcetines bien llamativos, de colores o incluso con el escudo de Superman.
Carter, por su parte, supone el paradigma de cómo tiende a mejorar la valoración de los expresidentes entre la ciudadanía. Desde que dejó el despacho oval en 1981, su aprobación en las encuestas se ha duplicado. Siguiendo la estela de su mandato, el primero de los presidentes que sigue vivo se ha erigido en los últimos 30 años en un destacado actor internacional de la mano de su Carter Center, que fomenta la democracia y la paz, lo que le valió el premio Nobel de la paz en 2002.
El expresidente, también de 89 años, ha hecho de mediador en crisis internacionales para distintas administraciones norteamericanas sin por ello escatimarse de lanzar duros reproches a todas ellas. En los últimos tiempos, ha criticado la estrategia de Obama en el conflicto israelí-palestino, la extendida utilización de los drones o los largos tentáculos del espionaje de la NSA. Y recientemente también ha ahondado en lamentar los problemas de implementación de la reforma sanitaria. Pese a ello, igual que Clinton, ha apoyado la labor de Obama, aunque en ocasiones de un modo rocambolesco. En 2011 dijo desear que Mitt Romney ganara las primarias republicanas, lo que podría interpretarse como un respaldo implícito a su candidatura, mientras que a la vez se mostraba seguro de que el actual presidente lo derrotaría en los comicios.
Pero las coincidencias en la travesía de los expresidentes fuera de Washington van más allá de estos aspectos más personales y sociales. Llegan directas a sus bolsillos. Y es que sin lugar a dudas ser un expresidente de EE UU puede ser un negocio redondo. Excepto George W. Bush, que se subió el sueldo y ganaba 400.000 dólares anuales (unos 296.000 euros) en la Casa Blanca, los otros tres exmandatarios no notaron ningún cambio cuando dejaron el cargo más poderoso del mundo, pues siguieron cobrando los mismos 200.000 dólares (148.000 euros) que antes. Aparte de estos emolumentos, el Gobierno les cubre el pago de sus viajes, una oficina, seguro médico y su seguridad. El año pasado la factura para expresidentes rondó los 3.700 millones de dólares (2.740 millones de euros), según un análisis de la organización Congressional Research Service, que no incluye los costes en protección. La ayuda se creó en 1958 a raíz de los aprietos económicos que pasó Harry Truman tras su mandato.
Los verdaderos ingresos suculentos de los expresidentes provienen, sin embargo, de las conferencias que imparten y los libros que escriben. Por ejemplo, desde 2001 Clinton ha ganado 75,6 millones de dólares (55 millones de euros) dando charlas por el mundo, según la última declaración financiera de su mujer Hillary. “Nunca tuve dinero hasta que salí de la Casa Blanca, pero lo he hecho bastante bien desde entonces”, se jactó en 2010. Por su parte, Bush junior había ingresado hasta principios de 2012 más de 15 millones de dólares (11 millones de euros) en discursos, según un cálculo del Center for Public Integrity.
Y luego están los libros. Clinton se anotó 15 millones de dólares solo con el adelanto de su autobiografía y Bush 7 millones (5 millones de euros) con el primer millón y medio de ejemplares vendidos. Su padre ha escrito tres libros, mientras que Carter la friolera de catorce. Según el historiador presidencial James Thurber, Carter estaba “arruinado” cuando terminó su mandato hace 32 años y constituye el ejemplo perfecto de cómo hacer “una gran cantidad de dinero” como escritor. ¿Y qué hará Barack Obama cuando abandone el despacho oval en enero de 2017? Previsiblemente seguirá el mismo guion que el de sus predecesores y seguramente con más éxito todavía, dada su precocidad. Por ahora, ya ha escrito tres libros, que gracias al éxito de ventas ya suponen su primera fuente de ingresos.
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