¿Puede Silicon Valley salvar el mundo?
Derrotar la pobreza mundial es la última tendencia en empresas emergentes
No contentos con dominar las ofertas públicas de venta en Wall Street, los empresarios de Silicon Valley están empezando a aplicar su actitud positiva, inasequible al fracaso y reforzada por la tecnología al reto de la pobreza mundial. ¿Y por qué no? Si podemos asistir a las lecciones de matemáticas de Khan Academy gracias a los ordenadores baratos y fáciles de usar proporcionados por la gente de Un portátil para cada niño, ¿quién va a preocuparse por las complejidades de la reforma educativa? Con una lámpara iluminada por la electricidad generada por un balón de fútbol en cada cabaña, ¿quién necesita centrales alimentadas por carbón y redes eléctricas? Y cuando hasta la gente de los campos de refugiados puede ganar más dinero transcribiendo historiales de dentista externalizados en el primer mundo, ¿quién va a dedicarse a la fabricación, las carreteras y los puertos necesarios para exportar mercancías? No es extraño que el tema más solicitado últimamente en las charlas TED sea cómo resolver la cuestión de la filantropía en la era digital; hasta el momento, más de 100 charlas ya sobre África y los temas de desarrollo.
En un discurso de 2003, el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, desafió a los empresarios de Silicon Valley a extender su mirada al extranjero, a “aportar más de su extraordinario dinamismo y su capacidad de innovación al mundo en vías de desarrollo”. Los magnates californianos, tanto viejos como nuevos, se han mostrado a la altura del reto. Los más famosos de estos tecnofilántropos, el fundador de Microsoft Bill Gates y su mujer Melinda, donan asombrosas sumas de dinero cada año y cuentan con la mejor investigación científica que el dinero puede proporcionar, en un auténtico proyecto empresarial para tratar de erradicar la polio y la ceguera de los ríos y para aumentar los ingresos de los pequeños agricultores en África y el sur de Asia. Otros prefieren un evangelismo tecnológico más explícito, rayando en el utopismo. En 2011, el financiero Bob King donó 150 millones de dólares para fundar el Instituto Stanford de Innovación en las Economías en Desarrollo, que “pretende llevar a cabo una masiva transformación en las vidas de las personas que viven en la pobreza, mediante el espíritu emprendedor y la innovación”. Eric Schmidt, el presidente de Google, y Jared Cohen, antiguo funcionario del Departamento de Estado norteamericano, que hoy dirige el grupo de pensamiento y acción Google Ideas, predicen en su nuevo libro, The New Digital Age, que el hecho de conectar a la red a los 5.000 millones de personas en el mundo que aún no tienen internet supondrá un enorme impulso para el desarrollo mundial. La “mejora de la eficacia y la productividad será profunda”, escriben, “sobre todo en los países en vías de desarrollo, en los que el aislamiento tecnológico y las malas políticas han impedido el crecimiento y el progreso durante años”. Schmidt incluso se atreve a predecir que todo el mundo tendrá internet de aquí a 2020. Si Cohen y él tienen razón sobre el poder que da estar conectados a la red, a los países pobres les esperan unos años increíbles.
La humanidad está iniciando un periodo de transformación en el que la tecnología tiene la posibilidad de elevar los niveles de vida de todos los hombres, mujeres y niños del planeta
The New Digital Age es una muestra de conservadurismo reaccionario en comparación con la visión que se expone en Abundance: The Future is Better Than You Think, del presidente y consejero delegado de la X Prize Foundation, Peter Diamandis, y el periodista Steven Kotler. “La humanidad”, escriben, “está iniciando un periodo de transformación radical en el que la tecnología tiene la posibilidad de elevar enormemente los niveles de vida de todos los hombres, mujeres y niños del planeta. De aquí a una generación, podremos suministrar bienes y servicios antes reservados a los ricos a todos los que los necesiten… La abundancia para todos está al alcance de nuestra mano”. No es extraño, pues, que hoy haya en Silicon Valley tantas nuevas empresas dedicadas a luchar contra la pobreza, con la misma ambición global de sus homólogas dedicadas a obtener beneficios. Por poner un ejemplo, Nuru International, con sede en Palo Alto, pese a no contar más que unos fondos de 3 millones de dólares anuales proporcionados por “inversores de Silicon Valley”, presume en su página web de que su modelo de formación y dotación de los líderes locales “está concebido para ser el primer modelo de desarrollo integrado, autosuficiente, capaz de ampliarse por sí solo y de acabar con la pobreza extrema en remotas áreas rurales en un futuro no muy lejano”.
La tecnología, por supuesto, ha transformado ya enormemente la calidad de vida de muchos de los más pobres del mundo. Pensemos en la vacuna de la viruela (que ha salvado a cientos de millones de personas una muerte precoz), los casi 7.000 millones de teléfonos móviles, la radio o incluso la humilde bicicleta. Y no hay duda de que los nuevos titanes tecnológicos han aportado una dosis muy necesaria de energía, ideas y dinero a un campo dominado por burócratas, expertos en presupuestos y economistas. Google, la empresa de Schmidt, ha hecho ya cosas maravillosas por el desarrollo, por ejemplo, con los primeros mapas digitales de buena calidad de las calles africanas.
Pero incluso el mejor espíritu emprendedor y los artilugios más imaginativos tienen un límite a lo que pueden conseguir. Todas las transformaciones tecnológicas de los últimos 200 años no han conseguido borrar, ni de lejos, la pobreza mundial. Más de la mitad del planeta sigue viviendo con menos de 4 dólares al día, y 2.400 millones de personas tienen menos de 2 dólares al día. Y eso, después de una década en la que se ha producido la mayor reducción de la pobreza de la historia. Más aún, millones y millones de personas siguen muriendo cada año por enfermedades fáciles y baratas de prevenir o tratar, como la diarrea y la neumonía. Y todo esto no se debe a la falta de investigación científica; muchas veces, ni siquiera a la falta de dinero. Se debe a que los padres no se atienen a costumbres saludables tan sencillas como lavarse las manos, los burócratas de los gobiernos no pueden o no quieren cubrir las necesidades básicas de agua y servicios sanitarios, y las restricciones arbitrarias a la inmigración impiden que los pobres vayan a vivir a lugares con mejores oportunidades.
Ningún iPhone, por más que esté lleno de las últimas aplicaciones, va a cambiar esa situación.
Los gurús de la tecnología, como tantos predicadores de épocas anteriores, son demasiado optimistas sobre lo que sus aparatos pueden conseguir en los lugares más pobres del mundo. En este sentido, se unen a una larga lista de fracasos históricos. Nada menos que Marx y Engels estaban seguros de que la locomotora iba a reunir al proletariado en una fuerza nacional que lucharía por la revolución social y, gracias a ello, el mundo se convertiría enseguida en un paraíso de los trabajadores. En tiempos más recientes, en medio de las protestas de la Primavera Árabe, el columnista Thomas Friedman y muchos otros expertos se derretían a propósito del poder de Twitter y Facebook a la hora de derrocar dictadores y promover la democracia. Internet, declaró el santón tecnológico del Departamento de Estado, Alec Ross, se había convertido en “el Che Guevara del siglo XXI” (dado que el Che Guevara fracasó en tres de las cuatro revoluciones en que participó, quizá esa afirmación es acertada).
Los gurús de la tecnología son demasiado optimistas sobre lo que sus aparatos pueden conseguir en los lugares más pobres del mundo.
Pero Friedman y Ross no son los únicos ni los peores culpables de exagerar el poder de internet para provocar el cambio. Un informe reciente del Banco Mundial insinúa que un 10% de aumento del acceso a la banda ancha equivale a un aumento del 1,38% en el crecimiento del PIB en los países de rentas bajas y medias. A primera vista, esa cifra tan sospechosamente exacta sugiere que, si un país obtiene acceso a banda ancha en todas partes, podrá superar a China. El informe ha servido de argumento a la Comisión de Banda Ancha y Desarrollo Digital de la ONU para afirmar que el acceso a internet de alta velocidad es fundamental para cumplir los objetivos de desarrollo de reducir a la mitad la pobreza global, disminuir la mortalidad maternoinfantil y garantizar la escolarización primaria universal. El hecho de que el análisis del Banco Mundial hiciera referencia a un crecimiento del PIB anterior a que hubiera banda ancha en la mayoría de los países analizados no se menciona, pero no cabe duda de que es un síntoma de la locura que rodea a las tecnologías y el deseo de la gente de creer que por fin hemos dado con el Santo Grial del crecimiento, a partir de unas pruebas de lo más endebles.
El eslabón débil entre el avance de las tecnologías y la reducción de la pobreza mundial no puede soprender a nadie. La mayoría de las tecnologías se inventaron en el mundo rico para solucionar problemas del mundo rico. Es decir, que están diseñadas para que las utilicen sobre todo profesionales del conocimiento, muy preparados y que trabajan en lugares con sólidas infraestructuras físicas e institucionales. Eso sirve de poco en países como Liberia, donde el analfabetismo campa por sus respetos, junto con la corrupción y los apagones. Las tecnologías de los países ricos no se trasladan así como así a los países pobres.
Las excepciones a esta regla suelen producirse por casualidad, más que de forma deliberada. Un ejemplo es el teléfono móvil, en principio pensado como un juguete para los yuppies, no una herramienta de masas mucho más barata que un teléfono fijo, pero que ahora utiliza por lo menos el cuádruple de personas en los países en vías de desarrollo que en el mundo industrializado. Desde Kenia hasta Filipinas, los empresarios locales han adaptado los móviles para que funcionen con un sistema de prepago que no exige que los usuarios tengan cuenta bancaria y para que proporcionen servicios baratos financieros y de comunicación mediante los mensajes de texto y la banca móvil.
Por desgracia, unos resultados mucho más habituales del empeño en impulsar el desarrollo a través de las altas tecnologías son los tractores herrumbrosos de los campos etíopes y los quioscos de internet vacíos y sin usuarios en las áreas rurales. Pese a ello, la nueva generación de activistas tecnológicos parece decidida a ignorar las enseñanzas del pasado. Entregan premios, galardones y donaciones a proyectos de vanguardia que quedan muy bien en presentaciones de PowerPoint pero muchas veces se estrellan contra la realidad.
Por ejemplo, la innovación que la revista Popular Mechanics calificó de “idea brillante”: el Soccket. Se trata de un balón de fútbol que cuesta 99 dólares, con un dispositivo electrónico que, después de que se haya jugado con el balón durante 15 minutos, puede alimentar una lámpara LED tres horas. Dos de los inventores --alumnos de Harvard cuando pusieron en marcha el proyecto-- fueron elegidos Científicos del año de su universidad en 2012. En la reunión de 2011 de la Clinton Global Initiative, el expresidente Bill Clinton dijo que el balón era “extraordinario… una solución original que nos ofrece una manera de llevar la electricidad y mejorar la calidad de vida, la capacidad de trabajo y la capacidad de aprendizaje”. En abril, la revista Inc incluyó a la empresa fabricante de Soccket en su lista de las 25 empresas más audaces. La compañía de seguros State Farm y Western Union han patrocinado donaciones de balones en Latinoamérica y África, y TED ha dicho que la idea es “un invento de posibilidades revolucionarias para el mundo en desarrollo…”
Se trata de un balón de fútbol que cuesta 99 dólares, con un dispositivo electrónico que, después de que se haya jugado con el balón durante 15 minutos, puede alimentar una lámpara LED tres horas.
Realmente es fantástico que un balón de fútbol que solo pesa 60 gramos más que el reglamentario pueda encerrar una batería y un dispositivo capaz de generar electricidad cuando se mueve. Claro que por 10 dólares se puede comprar una lámpara alimentada por energía solar. No está claro por qué nadie va a pagar 10 veces más por una lámpara cuya fuente de energía hay que patear durante media hora y luego proporciona menos luz. (Alison Dalton Smith, que trabaja para la empresa creadora del Soccket, ha reconocido en un correo electrónico que “El Soccket es más caro que otras soluciones de iluminación, sin duda”, pero añade que “el fútbol es el deporte más popular del planeta, por lo que esta mezcla de necesidad y diversión hace que la gente lo considere una prioridad”.) Antes del Soccket, estuvieron las PlayPumps, una innovación celebrada por Laura Bush y el cofundador de AOL, Steve Case, que podía usar la energía generada por unos niños en un tiovivo para suministrar agua. Las PlayPumps costaban cuatro veces más que una bomba de agua normal. Los cooperantes decían que se rompían y eran difíciles de arreglar. Y, según un análisis de The Guardian, los niños tenían que “jugar” 27 horas al día para poder cumplir el objetivo de suministrar agua a 2.500 personas por cada bomba.
En defensa de los jóvenes, inteligentes y comprometidos empresarios responsables del Soccket, hay que decir que otros investigadores de más edad han cometido errores mayores y más costosos. Nicholas Negroponte, del MIT, dirige el proyecto Un portátil para cada niño, cuya página web asegura que, con la distribución de ordenadores portátiles de 100 dólares, “hemos visto a dos millones de niños que estaban marginados aprender, triunfar y empezar a transformar sus comunidades”. Sin embargo, en 2012, dos estudios independientes --uno en Nepal y otro en Perú-- llegaron a la conclusión de que los niños que utilizaban los ordenadores sacaban escaso o ningún provecho en cuando a la mejora del lenguaje, los conocimientos matemáticos y la asistencia a la escuela.
Hay incluso ideas que tienen verdaderas posibilidades pero en las que se depositan demasiadas esperanzas. Un ejemplo es Samasource, en San Francisco. Se trata de una organización sin ánimo de lucro que acepta trabajos de transcripciones, comprobaciones de datos y otros similares, y los divide en fragmentos lo bastante pequeños como para que puedan asumirlos mujeres y jóvenes desaventajados en 11 centros de trabajo de cinco países. La tecnología digital permite a Samasource no solo enciar el proyecto al otro lado del mundo, sino dividir tareas aparentemente complejas y difíciles en trozos muy pequeños. El año pasado recibió sendos premios de la secretaria de Estado Hillary Clinton y el Club de Madrid. Y tal vez sea un proyecto muy prometedor. Pero todavía es pronto para decirlo. Su página web asegura que ha pagado más de 3 millones de dólares en salarios a más de 3.700 personas. Pero en este tiempo, Samasource ha recaudado más de 12 millones de dólares en donaciones, lo cual quiere decir que recauda 4 dólares por cada 1 que paga. (Pam Smith, responsable de marketing en Samasource, dice que la proporción actual es de aproximadamente 1 dólar de gastos administrativos por 1 dólar en salarios. Asimismo dice que Samasource ofrece educación y tiene un sólido historial de estudiantes graduados que consiguen empleo permanente.) Por ahora, no obstante, sigue siendo un programa de creación de empleo muy caro.
Todo el mundo comete errores, al fin y al cabo. Y cuando se trabaja con nuevas tecnologías y nuevos métodos, tenemos que contar con muchos fracasos. Los empresarios de tecnología están acostumbrados a una cultura del fracaso; 10 ideas que acaban en la basura por cada una que llega a su multimillonaria oferta pública de venta. Pero la ventaja del sistema en el que operan es la prueba de mercado. En general, las malas ideas fracasan (aunque a veces después de la multimillonaria oferta pública de venta). Pero, al trasladar ese modelo al desarrollo, hemos llevado la tolerancia de este tipo de empresarios por el fracaso y su afición a promocionar planes demenciales a un terreno en el que la prueba de mercado se diluye de forma considerable. Las ideas obtienen fondos de la plataforma Kickstarter y de organizaciones benéficas en función de su atractivo para los donantes y los filántropos de Occidente, más que los consumidores africanos. Y de ahí que se lancen proyectos como Soccket, PlayPump y Un portátil para cada niño.
Cuando se trabaja con nuevas tecnologías y nuevos métodos, tenemos que contar con muchos fracasos. Los empresarios de tecnología están acostumbrados a una cultura del fracaso
¿Qué se puede hacer, entonces, para aprovechar las innovaciones tecnológicas, separar las buenas ideas de las malas y espolvorear un poco de polvos mágicos de Silicon Valley sobre las regiones más pobres del mundo? La respuesta, según el economista de Harvard Michael Kremer, está en la disciplina de mercado y las pruebas rigurosas. Kremer es un "genio" galardonado con una beca MacArthur, cuyo nombre sale a relucir en las especulaciones sobre futuros aspirantes al Premio Nobel. En su opinión, los remedios tecnológicos pueden mejorar radicalmente las vidas de los pobres del mundo, pero los mercados no pueden suministrar las innovaciones necesarias sin apoyo.
Los pobres no tienen el poder adquisitivo para crear una demanda de las innovaciones --por ejemplo, vacunas contra la malaria o nuevas variedades de patata-- que podrían mejorarles la vida. Así que Kremer ha buscado maneras de crear un mercado de nuevas tecnologías que los pobres necesitan pero para las que no pueden cerar ese mercado porque son demasiado pobres. Su primera idea nació de su investigación con Rachel Glennerster, del MIT, sobre vacunas. Se dieron cuenta de que los miles de millones de dólares que se gastaban anualmente en investigación y desarrollo de nuevos fármacos para los países ricos ignoraban en gran parte las enfermedades que matan a la gente en los países pobres. Y el dinero invertido por los organismos de cooperación en la investigación básica dedicada a esos países no estaba dando resultados. Por ejemplo, las agencias de cooperación de Estados Unidos había gastado millones de dólares en la investigación de la vacuna de la malaria sin ningún éxito. El problema, opinaban Kremer y Glennerster, era que el modelo del gobierno obligaba a escoger proyectos ganadores desde el principio, decidir qué laboratorios y qué compañías financiar de antemano, antes de tener ningún resultado. Y era imposible saber de dónde iban a salir las mejores ideas.
¿Por qué no garantizar un mercado para la vacuna una vez creada?, sugerían Kremer y Glennerster. Los donantes no escogerían un laboratorio ni una estrategia para empezar, sino que financiarían la solución ganadora; de esa forma, ofrecerían un incentivo para que muchos laboratorios distintos probasen enfoques diferentes. Aspiraban a que estos “compromisos de mercado por adelantado” animasen a las grandes farmacéuticas a dirigir parte de su I+D a las olvidadas enfermedades tropicales.
En 2009, la GAVI Alliance --un grupo de grandes donantes de ayuda, entre ellos muchos gobiernos de países ricos y fundaciones benéficas-- asumió la propuesta de Kremer y Glennerster. Creó un fondo de 1.500 millones de dólares para financiar fármacos asequibles que permitieran tratar la principal causa de muertes prevenibles por vacuna entre los niños menores de cinco años en todo el mundo: Streptococcus pneumoniae, que causa enfermedades como la neumonía y la meningitis. Todavía no se había desarrollado una vacuna apropiada para las vetas de neumonía en los países en vías de desarrollo. Pero GAVI garantizó un mercado a las farmacéuticas que intentaran fabricarla, y entre todos lo consiguieron. Hoy, la vacuna se administra en todo el mundo. La GAVI Alliance calcula que el método del “mercado adelantado” para estimular la investigación sobre vacunas podría prevenir hasta 1,5 millones de muertes infantiles de aquí a 2020. El Banco Mundial ha estudiado un mecanismo semejante para estimular la investigación con el fin de aumentar la producción de las pequeñas explotaciones en los países en vías de desarrollo. ¿Por qué no establecemos compromisos o premios así para todo?
La respuesta, dice Kremer, es que “también hay innovaciones tecnológicas importantes que no se pudieron predecir de antemano porque la descripción del problema era media solución”. Menciona el ejemplo del Post-it. Habría sido imposible ofrecer un premio o garantizar un mercado para el Post-it porque “no sabíamos que lo necesitábamos hasta que alguien lo inventó”, dice. Lo mismo ocurre con el interfaz de usuario que emplean los PC y los Mac en todo el mundo. O, como dice el personaje de Mark Zuckerberg a los gemelos Winklevoss en la película La red social, “Si vosotros fuerais los inventores de Facebook, habríais inventado Facebook”.
En lenguaje económico, el mercado inteligente de las vacunas de Kremer es un “mecanismo de extracción”; en este caso, la promesa de un mercado lleva a los innovadores a resolver un problema concreto. Pero para eso es necesario especificar con gran precisión el problema que se desea resolver. Si no sabemos qué problema queremos arreglar, entonces podemos utilizar el mecanismo de financiación que colocó Facebook en mil millones de pantallas: el capital riesgo. Ese es un “mecanismo de inserción”, con el que los inversores respaldan ideas prometedoras hasta que están lo bastante desarrolladas como para comercializarlas o fabricarlas a escala.
Los mejores cerebros de Silicon Valley deberían entenderlo; al fin y al cabo, es la cuna del capital riesgo. Lo malo es que hay pocos en el mundo tecnológico con el rigor suficiente para saber cuándo están apoyando una buena idea y cuándo un fiasco. Todas las empresas nuevas creen que tiene la próxima idea multimillonaria hasta que les desengaña el mercado. Lo mismo ocurre cuando esas empresas se lanzan a la filantropía de desarrollo; salvo que ahí no hay un mercado que les desengañe. Por supuesto, la tecnología y la innovación pueden ser un factor importantísimo para mejorar la calidad de vida de los pobres en el mundo, pero lo sorprendente es que la estrategia más apropiada para sacar el mácimo provecho a esa innovación no se haya incubado en la moderna Palo Alto, sino en las entrañas de una burocracia supuestamente rígida en Washington, D.C.
Hay pocos en el mundo tecnológico con el rigor suficiente para saber cuándo están apoyando una buena idea y cuándo un fiasco
Bajo la dirección de Rajiv Shah, la Agencia de Desarrollo Internacional de Estados Unidos, normalmente discreta y poco aficionada a los riesgos, ha creado un fondo de capital riesgo, Development Innovation Ventures (DIV), con el propósito de respaldar soluciones de desarrollo y probarlas para ver si funcionan. Y han contratado a Kremer para que ayude a dirigirlo. Hasta ahora, DIV es muy pequeño: el equipo de Kremer no ha concedido más que unas 40 subvenciones, por valor de poco más de 10 millones de dólares en total. Pero aspiran a ofrecer un modelo de capital riesgo público-privado que cree un efecto contagio y atraiga el respaldo de donantes gubernamentales y empresas privadas.
DIV está dedicando dinero y grandes energías intelectuales a unas ideas que hasta ahora parecían sobre todo pura propaganda tecnológica. Por ejemplo, ¿y si una aplicación capaz de funcionar en un teléfono barato pudiera salvar las vidas de millones de niños cada año? Eso es lo que afirma CommCare, una empresa emergente que acaba de recibir 1 millón de dólares de DIV para experimentar con una nueva aplicación “m-health” (“salud móvil”) para llevar la moderna medicina a las zonas rurales de India a través del móvil. En 2005, el gobierno indio se propuso desplegar a un “activista acreditado de salud social”, es decir, un trabajador de salud comunitario, a cada pueblo del país: 750.000 profesionales en total. En su mayoría son mujeres jóvenes que tienen que saber leer y que deben vivir en los pueblos en los que trabajan, pero que suelen tener poca a o ninguna formación sanitaria. La idea de CommCare es utilizar la tecnología móvil para convertir a esa masa de profesionales de la salud poco preparadas en un ejército de especialistas en diagnóstico.
En teoría, conseguir que las trabajadoras de salud comunitarias se presenten con rapidez, hagan las preguntas necesarias y den las respuestas correctas podría tener unas consecuencias extraordinarias. Cada año mueren casi siete millones de niños menores de cinco años por causas que serían fáciles de prevenir utilizando métodos de intervención eficaces y baratos que ya existen. La Organización Mundial de la Salud (OMS) publica unos protocolos explícitos y sencillos de entender para afrontar las enfermedades infantiles y evitar esas muertes, y CommCare pone esos protocolos al alcance de las trabajadoras de salud. Las primeras pruebas en India y Tanzania demuestran que el sistema aumenta de manera considerable la oportuidad de las visitas de estas trabajadoras y au adhesión a los protocolos de la OMS.
“La tecnología tiene grandes ventajas, pero también es importante disponer de un mecanismo que permita no gastar el dinero en proyectos inútiles”
Pero recordemos el caso del balón eléctrico: el problema no siempre es la escasez de innovaciones tecnológicas. Advierte Kremer: “La tecnología tiene grandes ventajas, pero también es importante disponer de un mecanismo que permita no gastar el dinero en proyectos inútiles”. Por eso DIV tiene una estrategia de financiación por fases y la segunda fase consiste en pruebas rigurosas para asegurarse de que la idea da resultado.
Quizá la prueba más rigurosa es la prueba de mercado. “Si el mercado pide algo, por lo menos es señal de que se trata de una tecnología útil”, dice Kremer. “Alguien está dispuesto a pagar por ella”. Solar Sister, por ejemplo, es una beneficiaria de subvenciones de DIV que diseña placas solares para suministrar luz y recarga de teléfonos móviles a hogares rurales de Sudán del Sur, Tanzania y Uganda. Tres cuartas partes de la población a la que se dirigen los esfuerzos de la organización no tienen ninguna fuente de energía a partir del anochecer, aparte de quemar leña y hierba. Aunque la financiación inicial de DIV, de 1 millón de dólares, permitirá a Solar Sister formar a 3.000 agentes de ventas para comercializar una reserva inicial de 315.000 luces solares, la supervivencia del proyecto a medio plazo dependerá de que encuentre clientes de pago.
No obstante, para muchas innovaciones en salud y educación, las pruebas de mercado no sirven porque se trata de servicios suministrados por los gobiernos. En ese caso, la investigación tiene que sustituir a las opiniones del mercado para saber qué funciona y --como en el caso de Un portátil para cada niño-- qué no.
Otro ejemplo es la innovación de William Jack y James Habyarimana, de la Universidad de Georgetown, que querían mejorar la seguridad de las carreteras en Kenia. De acuerdo con las tendencias actuales, en Kenia, para 2030, los accidentes de tráfico matarán a más personas que la malaria. Y los minibuses lanzaderas, o matatus, son quizá los vehículos más letales que circulan. Jack y Habyarimana pensaron que colocar pegatinas en el interior de los autobuses que animaran a los pasajeros a quejarse si el conductor iba demasiado rápido podría ayudar a mejorar la situación.
En vez de dar dinero a ciegas para una idea bonita, DIV financia la investigación para determinar si esa idea da resultados, pero además su financiación depende de esos resultados. Por consiguiente, para probar si la idea de las pegatinas podía salir bien, Jack y Habyarimana utilizaron el mismo método que emplean las farmacéuticas para probar nuevos medicamentos: una prueba controlada aleatoria. A principios de 2008, reunieron a 2.300 conductores de matatus y les ofrecieron pequeñas compensaciones económicas a cambio de no quitar las pegatinas. Luego compararon las cifras de accidentes de 2007 y 2008 y compararon los minibuses que tenían pegatinas y los que no. Los resultados fueron asombrosos: una cosa tan tonta produjo una reducción del 60% en las reclamaciones a seguros por muertes o lesiones, por solo 7 dólares al año por cada vida salvada. Eso indica que ampliar el sencillo programa de pegatinas podría tener una enorme repercusión en la seguridad de las carreteras de Kenia con un coste mínimo.
Este tipo de pruebas rigurosas es lo que separa la visión del cambio gradual que propone Kremer del bombo y platillo de Silicon Valley. Unos remedios técnicos que introducen mínimas mejoras en la salud comunitaria, o establecen mercados para farolas solares, o consiguen que unos cuantos conductores más se detengan en los semáforos en rojo, no van a convertir Lesotho en Luxemburgo. Pero quizá salven unas cuantas vidas.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
© Foreign Policy 2013
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