El rechazo de Europa
Entre su llegada al poder y los sucesos de Taksim, el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, había ido de éxito en éxito
En diciembre de 2004 EL PAÍS entrevistaba en Estambul a Recep Tayyip Erdogan, que cumplía casi dos años como jefe de Gobierno de Turquía, días antes de que la UE diera el visto bueno para el inicio de negociaciones de adhesión al club europeo. Eran los tiempos en que la moderación del islamismo del partido en el poder AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) era su contraseña universal. Se acababa de inaugurar una gran pinacoteca, el Istanbul Modern —en inglés, directamente—, cuya curadora excepcional era la española Rosa Martínez, y Ankara tenía grandes esperanzas depositadas en un destino europeo. Pero la versión más reticente de la opinión pública continental recelaba que el líder islamista tuviera una agenda oculta, que pondría en práctica solo cuando reuniese todos los poderes en su mano.
Los días pasados la protesta popular hervía en la plaza Taksim de Estambul, como una Bastilla de la nación turca, y el poder, entre vacilaciones y alguna reculada, reprimía con extrema violencia la indignación ciudadana, que aunque tomó como pretexto una remodelación urbana del centro de la histórica urbe, pronto se caracterizaría como un pacífico alzamiento para defender la identidad laica del país. El Gobierno de Erdogan había querido establecer límites para el consumo de alcohol en público y, en general, avanzado un programa islamista que podía hacer pensar que la verdadera agenda del AKP comenzaba a desvelarse.
Entre su llegada al poder en 2002, tras unas elecciones escrupulosamente democráticas, hasta los sucesos de Taksim, Erdogan había ido de éxito en éxito. El punto de partida de esa carrera pudo ser la aprobación en la asamblea nacional de un gran paquete de reformas en julio de 2003, conocido como “la revolución tranquila”, que al someter a la autoridad civil al Consejo de Seguridad Nacional, órgano en el que los militares tomaban o vetaban las grandes decisiones, cumplía los llamados criterios de Copenhague para facilitar la accesión de Turquía a Europa. En junio de 2011 la operación avanzaba aún más decisivamente con la celebración de unas elecciones legislativas en las que el jefe de Gobierno obtenía su tercer mandato consecutivo, y quedaba a un suspiro de una mayoría reforzada, con la que podría proseguir el viaje, si esa era su pretensión, hacia un reconocimiento del islam como matriz esencial de la nación turca, en contra del laicismo que impuso Mustafá Kemal, tras la fundación de la República en 1923. Y, finalmente, en septiembre de 2012 se celebraba el juicio en el que 325 militares, entre ellos varios generales y un almirante, fueron condenados a penas de entre 13 y 20 años de cárcel por conspirar contra el Gobierno. La ironía era que las élites occidentalizadas, como también ocurrió en Túnez o Egipto, habían soportado durante décadas un régimen autoritario a cambio de que sus gobernantes mantuvieran a raya el integrismo religioso, mientras que era la democracia la que permitía una islamización, de la que temen el apocalipsis.
El pasado parecía volver ominosamente. En 1999, cuando Erdogan era alcalde de Estambul, había sido condenado a unos meses de prisión por recitar en público unas rimas con un siglo de antigüedad en las que, notablemente, se comparaban “los minaretes con bayonetas, las mezquitas con cuarteles”, y se asimilaban “los creyentes a un ejército”. Y al preguntarle el periodista (EL PAÍS, 13-12-2004) por la existencia de esa agenda oculta, el gobernante “cuadraba la mandíbula” y hasta con un cierto hastío de tanto tener que responder a la misma cuestión, decía: “Soy musulmán, turco y demócrata y mi Gobierno, secular. Todo lo demás son especulaciones. La diferencia de religiones no es un problema”.
Es perfectamente inútil interrogarse sobre si Erdogan tramaba un desarrollo islamista desde el comienzo de su carrera o ha sido la acumulación de victorias electorales la que le ha puesto al borde de traicionar sus propias promesas. Pero lo que sí parece claro es que el fracaso de la marcha de Turquía hacia Europa, con unas negociaciones de adhesión estancadas o virtualmente nonatas, ha ido erosionando la fe del partido de gobierno, que en 2011 había congregado al 50% de los votantes. Cabe apostar a que una Turquía que hoy tuviera razonablemente seguro su ingreso en la UE, difícilmente habría sufrido esa doble regresión: la incipiente aplicación de la sharía (ley islámica) y la brutal represión de una protesta, que entonces habría sido innecesaria. A fin de mes debían reanudarse las negociaciones de adhesión. El panorama es de lo más sombrío.
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