¿Francia homófoba?
La mayoría de los ciudadanos acepta la nueva ley sobre matrimonio homosexual, pero está en contra de la política del Gobierno
Después de la batalla intensa en la que se han movilizado los grupos católicos conservadores, la extrema derecha y una parte importante de la ciudadanía, en contra de la ley sobre el “matrimonio” homosexual, Francia proyecta la imagen de un país, en cuanto a las mentalidades, más conservador de lo previsto. Y es más incomprensible aún si se tiene en cuenta que éste es el país laico por antonomasia en Europa, en el que se separa de manera casi dogmática la esfera privada de la esfera pública. Un país donde el Presidente de la República puede tener la vida privada que quiera (con o sin amantes) y unos ministros declaran claramente su homosexualidad, independientemente del color político del gobierno. ¿Por qué entonces se ha desencadenado esta ola de ira y furor, de resistencia tan amarga y de violencias contra la ley recientemente adoptada por la Asamblea Nacional?
La explicación más apropiada es la de la torpeza: el candidato François Hollande había sido elegido para solucionar los problemas sociales del país, pero pone en el centro del debate público una cuestión que parece secundaria, no esencial para la inmensa mayoría de la población; una cuestión que satisface a la legitima reivindicación de igualdad y de justicia de la comunidad gay, pero que hubiera podido ser tratada de otra manera.
Cuando, en 1998-99, se había planteado esta cuestión, el gobierno de Lionel Jospin propuso la creación del “PACS” (Pacto civil de solidaridad) que otorgaba casi todos los derechos a las parejas que querían vivir juntos, salvo, lo que es muy importante, el derecho de adopción, de uso del mismo nombre y de sucesión. Este contrato permitió no solamente a los gays, sino también a las parejas heterosexuales poder vivir legalmente tal y como en el matrimonio, sin que se llamara “matrimonio”. En su campaña electoral, Hollande dijo claramente que iba a proponer una ley para transformar el PACS en “matrimonio” con derechos equiparados.
Es interesante observar la evolución cultural de la sociedad: en Francia (y es también un dato tendencialmente europeo) hay cada vez más divorcios que matrimonios; las parejas de hecho hombre-mujer son casi más importantes que las casadas, pero la reivindicación de los gays era y es poder entrar en la entidad simbólica “matrimonio”. Hay algo aquí que merecería una investigación más profunda, centrada en lo que el filósofo francés Cornelius Castoriadis llamaba la “construcción imaginaria de lo social”, es decir, en este caso, la voluntad de “tradicionalizar” la legalización del vinculo homosexual, probablemente para “banalizar” la diferencia de orientación sexual. Es un rasgo identitario profundo de la modernidad, que demuestra lo que significa la aspiración a la “normalidad”, cuando durante siglos la homosexualidad sufrió un estigma patológico.
En Francia, la “comunidad” gay (pero ¿en qué medida se puede utilizar con precisión la palabra “comunidad”?) ha pedido al Partido Socialista francés conseguir esta vez un texto cuyo nombre debe de ser: “matrimonio para todos”. Es esta palabra la que ha provocado la movilización identitaria de una parte de la derecha conservadora, la manipulación por parte de los partidos de derecha para recuperar protagonismo frente al Gobierno y, por supuesto, el desencadenamiento de la extrema derecha, siempre al acecho.
En una situación de crisis social profunda, de desafección hacia el propio jefe del Estado, respecto a quien más de 75% de los franceses proclaman ahora su desconfianza, el error del Gobierno ha sido creer que podía generar una movilización de apoyo a esta reforma, cuando todo el mundo esperaba reformas sociales por lo menos al mismo tiempo que esta reforma “societal”. Jospin consiguió el PACS sin un enfrentamiento tan amargo porque beneficiaba de una época de bonanza económica y creación de empleos; Zapatero aprovechó la misma situación cuando hizo adoptar la ley del matrimonio. Hoy, el Gobierno francés da la impresión de que, incapaz de generar confianza política, utiliza un tema cultural para reagrupar a la izquierda despistada por su política económica. Su decisión de cumplir esta promesa electoral pero de imponer al mismo tiempo medidas sociales radicalmente contrarias a sus promesas, incrementa, al fin y al cabo, el malestar generalizado. En realidad, todos los sondeos lo demuestran, la mayoría de la ciudadanía acepta la nueva ley, aunque hubiera preferido otro nombre, pero está también en contra de la política global del Gobierno. En situación de crisis social, siempre es peligroso utilizar cuestiones identitarias para esconder la impotencia política.
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