El foro está cercado
Las clases dirigentes italianas han desarrollado una diabólica capacidad para conservar su posición y privilegios
Con el paso del tiempo, Giorgio Napolitano se ha ido pareciendo cada vez más a Sísifo, el personaje mitológico condenado por los dioses a empujar eternamente hacia la cima de un monte una roca que siempre volvía a caer al valle. Napolitano ha dedicado su vida pública a empujar a Italia hacia mayores alturas, hacia una política decente al servicio de los intereses de la colectividad. Pero, en la época republicana, la política italiana nunca ha logrado caminar mucho fuera de los lodazales.
El encargo de formar Gobierno a Enrico Letta es el enésimo intento de Napolitano de empujar a Italia adelante. Viene después de una hábil jugada: un duro discurso en el Parlamento en el que el respetado mandatario reprochó a los partidos, ante todo el país, su egocentrismo e inmadurez. Esa bronca limita mucho el margen de maniobra para nuevos jueguecitos partidistas.
Napolitano sabe que Italia necesita pasar página política para salir del estancamiento en el que se halla. El nombramiento del Gobierno técnico de Monti tenía esa intención. Pero sabe también que la élite del foro torpedearía cualquier intento de cambio radical. La elección de Letta responde a esos dos elementos. El encargado de formar Gobierno tiene 46 años, y en un país tan gerontocrático como Italia representa un cambio generacional, después del que sería muy difícil volver atrás. Pero, a la vez, es también un hombre del foro, muy cercano a Prodi, y sobrino de Gianni Letta, longa manus política de Berlusconi.
Il Cavaliere ve como un buen escudo ser parte imprescindible de un Gobierno de coalición. El Partido Democrático (PD), por su parte, necesita tiempo para reorganizarse tras sus múltiples fracasos recientes. Eso aumenta las opciones de Letta.
Pero Letta tiene a su vez poco margen de maniobra, porque el foro se halla literalmente cercado. El malestar de los italianos se encuentra en auténtica ebullición, como demuestra el gran auge de Beppe Grillo —carismático y populista antisistema— y de Matteo Renzi, joven alcalde del PD de Florencia, conocido como el desguazador (del ancien régime). Ambos cabalgan el mismo poderoso sentimiento de hartazgo de la ciudadanía hacia una clase dirigente pegada con cemento a los sillones del poder.
Las clases dirigentes italianas han desarrollado desde la Edad Media una diabólica capacidad para conservar su posición y privilegios, a través de eficaces entramados de corporaciones, legislaciones, pactos. Cambios y reformas de calado raramente acontecen de forma natural. Son necesarios terremotos: la irrupción del fascismo, que arrasó el débil sistema liberal de principios de siglo; la Segunda Guerra Mundial, que dio paso a la república democrática; Tangentopoli, que acabó con cuatro décadas de dominio democristiano.
Significativamente, aunque Tangentopoli fuera un auténtico seísmo —en su clímax una turba de gente enfurecida llegó a lanzar monedas contra Bettino Craxi, que se exilió en Túnez—, después del vendaval subieron al poder muchos lugartenientes de la anterior clase dirigente. El malestar de hoy recuerda al de entonces. Pero hoy, además, hay una crisis económica que ensombrece aún más el escenario. Si vuelve a caer, la roca que Napolitano empuja hacia arriba se hundirá en un abismo muy profundo.
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