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El BCE se mete en política (y menos mal)

Fráncfort se especializó en quedarse petrificado salvo riesgo de cataclismo para que la presión de los mercados disciplinara a los Gobiernos

“El agujero en la credibilidad de las instituciones europeas es mayúsculo”, susurra un alto funcionario en Bruselas. La Comisión tiene más y más poder, pero el derecho de iniciativa se toma, cuando se toma, mirando de perfil hacia Berlín. Alemania manda como nunca, pero sus recetas no acaban de dar —ni de lejos— resultados. El arranque del nuevo presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, ha sido desastroso. En la Eurocámara abundan los parlamentarios que llegan allí tras verse sin opciones en casa. Y así ad infinitum. Con una excepción: el BCE. Aunque tampoco Fráncfort se libra de las dudas.

El fracaso de las autoridades monetarias fue flagrante en los años del boom, cuando un puñado de banqueros centrales dogmáticos y doctrinarios fueron incapaces de oír la señal de alarma. Ya metido en el barro, el BCE subió tipos cuando no debía y se ha mostrado timorato a menudo, siempre alerta ante una inflación desaparecida (y que según el FMI sería una bendición a niveles moderados). Fráncfort infravaloró los riesgos de recaída y durante mucho tiempo se dedicó a salvar a los bancos como si no hubiera un mañana, sin molestarse en mover un dedo para ayudar a los Estados. Con la excusa del riesgo moral (una especie de querencia por la penitencia económica llevada al extremo), se especializó en quedarse petrificado salvo riesgo de cataclismo para que la presión de los mercados disciplinara a los Gobiernos. Pero siempre aparece cuando Europa se acerca al abismo: la barra libre de liquidez evitó un accidente bancario; las palabras de Mario Draghi ahuyentaron a los especuladores el pasado verano, y finalmente el Eurobanco se convirtió en ventanilla de última instancia por la puerta de atrás —con la operativa de compra de bonos a cambio de condiciones— sorteando con habilidad las dudas alemanas para cerrar, o eso parecía, el capítulo más peliagudo de la crisis (por ahora).

Siempre fiel a su sacrosanta independencia, Fráncfort se ha visto últimamente obligado a meter pie y medio en política. Fue el BCE quien consiguió que Grecia, Irlanda y Portugal pidieran un rescate al que se resistían (puede que con razón, a la vista de cómo han funcionado). Trichet envió cartas a Italia y España con las reformas imprescindibles a cambio de compras de deuda en momentos delicados. Con Chipre llega el turno de Draghi: ha tenido que salir el BCE para dar un ultimátum, cuyo retraso pone en peligro el euro. Lo más duro está por llegar: el Eurobanco es la única institución con credibilidad (léase dinero) para impedir el contagio. Tampoco aquí se libra de la crítica. ¿Dónde estaba Draghi cuando el Eurogrupo aceptó el gravamen a los depósitos, que echa por los suelos la confianza de los europeos en los fondos de garantía? ¿Qué era más importante que dar un puñetazo en la mesa para evitar ese error? Draghi tiene que hacer difíciles equilibrios para ganarse a Merkel en las causas importantes y aceptar su diktat en lo demás, pero ha hablado a las claras del riesgo sistémico de Chipre. ¿Sigue pensando lo mismo? Si la respuesta es afirmativa, el BCE seguirá en política. Si es negativa, vienen curvas. Y de las buenas.

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