_
_
_
_
_

“Comenzó la leyenda”

En la fila para ver a Chávez, los venezolanos llevaban toda clase de imaginería cuasi religiosa sobre el difunto

Miles de venezolanos se han congregado en Caracas para despedir a Hugo Chávez.
Miles de venezolanos se han congregado en Caracas para despedir a Hugo Chávez.DAVID FERNÁNDEZ (EFE)

Los caribeños no se reflejan en un tango y tampoco necesitan hacer silencio para demostrar su tristeza. Este es un luto bullanguero y extrovertido, como era el comandante Hugo Chávez. Todos aquí saben que cuando suena la música que le gustaba, cuando alguien bebe licor del propio pico de la botella de plástico o suena la bocina de su motocicleta el dolor que causa la muerte es más profundo. En Venezuela la vida está suspendida desde la tarde del martes 5 de marzo, cuando el vicepresidente Nicolás Maduro anunció la partida definitiva del líder.

Todo se suspendió también en la casa de Ana Villegas. Este viernes, mientras se desarrollaba el funeral de Estado, estaba parada frente al edificio de la Contraloría General de la República, entre dos árboles y bajo una cuerda en la que estaban colgadas varias franelas blancas y mangas rojas. En el pecho estaba estampada la mirada de Chávez y debajo de ella una idea propuesta por ella: “Comenzó la leyenda”. Ana y su familia son dueños de la Cooperativa Hermanos Sayago, viven en Maracay, a una hora de la capital, y han producido estas piezas para venderlas a quienes han venido de todo el país a despedirse del comandante.

Lleva dos días durmiendo a la intemperie junto a uno de sus hijos, entre hojas secas, cerca de la orilla del pestilente Río Guaire, pero está feliz. Ahora que Chávez no está se siente como custodia de su legado, de ese mantra que dice que el comandante le dio identidad a los excluidos. “Para mí es lo más grande”. Las mujeres antes de Chávez, dice, no eran respetadas y hoy están en cualquier sitio y en puestos de poder. Justo en ese momento aparece en las pantallas dispuestas a lo largo del paseo Los Próceres la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, vestida de negro, en las exequias del mandatario.

Después del edificio de la Contraloría sólo se podía seguir caminando hacia el paseo Los Próceres. Aún faltaban dos kilómetros para llegar al patio de la Academia Militar. Había dos clases de feligreses. Los que ya han visto a Chávez, que regresaban con la vista fija en el suelo, pateando las botellas de plástico y conchas de mandarina, y los que lo van a ver, como José Rosario. Tiene 33 años, usa gorra roja y lleva un envase de plástico con un sándwich y una bolsa de papas fritas para aguantar la paliza de un sol inclemente. Sabe que el camino es largo, pero él tiene que despedirse de su líder. Gracias al Gobierno tiene una vivienda después de haberse quedado damnificado hace un año. “Como soldado de esta revolución vengo a retribuirle todo lo que me dio”.

De pronto un hombre delgado, con barba blanca y de piel curtida, baja de una camioneta que andaba lentamente por el paseo Los Próceres viene cargando un cuadro enorme sólo ayudado por un niño que debe andar por sus nueve años. Se hace llamar Celis El Grande y se presenta como un pintor. Era su modo de conectarse con Hugo Chávez. Una de las facetas menos conocidas del fallecido mandatario era la pintura, así que Celis decidió representar el calvario del cáncer con una pintura que llama El dolor del centauro. Al centro aparece Hugo Chávez calvo, con patas de caballo, con los cachetes caídos y la mirada extraviada. Arriba Dios le manda energías. A su derecha los opositores Julio Borges y Henrique Capriles representados por buitres que en la cosmovisión de Celis pisotean las leyes. Y el Imperio. El Imperio estaba de perfil, en la esquina superior izquierda, buscando cubrir con su nube al sol que irradiaba el centauro.

De la fila saltó un grupo para escuchar la explicación de Celis. Fue la única vez que se hizo silencio. Era el momento de preguntarse cómo haría toda esta multitud para seguir la vida sin la presencia tutelar de Hugo Chávez. Pronto alguien, como si se hubiera dado cuenta de ese vacío, una joven empezó a gritar: “Aleeeta, aleeerta”. Y más allá completaron la frase que alguna vez popularizó el comandante-presidente. “Alerta que camina la espada de Bolívar por América Latina”.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_