Las mujeres y los jóvenes, sin voz en el cónclave
Una igelsia que excluye a la mitad de sus miembros no tiene futuro
Más de la mitad de la Iglesia,—mujeres y jóvenes— no tendrá tampoco esta vez voz en el cónclave. Entre los cardenales que sí participarán, el más joven roza los 60 años.
Hoy, una mujer o un joven puede ocupar ya responsabilidades de primer plano en la vida pública, en las empresas y hasta en el ejército. Una mujer puede ser madre con 20 años y un joven puede luchar en una guerra. Solo en la Iglesia continúan sin voz y voto. Y no la tienen ni directa ni indirectamente en la elección del responsable último de la mayor confesión religiosa del planeta.
La elección del papa se realiza entre un puñado de varones, la mayoría ya en edad de jubilarse, generalmente con graves prevenciones acerca de los problemas de la modernidad que aquejan a la Historia de nuestro tiempo.
Por si fuera poco, esa elección se realiza aún con los ritos medievales de secretismo en el mundo de la comunicación total. Tendremos, en efecto, pronto, de nuevo a ese grupo de cardenales encerrados en los palacios vaticanos, sellados a cal y canto, incomunicados del mundo, sin teléfonos ni internet, que votarán en papeletas que serán quemadas después de ser colocadas en una bandeja de plata.
Allí no entrará la voz de la mujer, ni siquiera la de las consagradas, que deben de superar el millón en la Iglesia. No se oirá allí la voz de las mujeres que luchan para sacar adelante la familia; las mujeres aún sometidas al varón en los países pobres de la tierra. Ni las que trabajan y dan su vida en misiones duras y arriesgadas entre las escorias y el dolor de la Humanidad.
Ni entrará la voz del mundo de los jóvenes, que son la Iglesia del futuro, su nueva sangre, los que mejor podrían entender lo que significa o no significa creer hoy, en un mundo en transformación cuyo futuro tantas veces los aterroriza.
Y no se puede decir que la Iglesia es otra cosa, que ella no se rige por la lógica del mundo, que su misión es espiritual y que por tanto carece de tiempo y de edad. También ella es de sangre y hueso, con nuestros mismos pecados y limitaciones.
No es cierto que la Iglesia es “otra cosa”, porque las Iglesias y más la católica, está fuertemente politizada e interfiere en la vida real, de cada día, de las personas y de los estados, condicionando muchas veces a los gobiernos del mundo a aprobar o desaprobar leyes que serán vitales para su vida real.
No debería, pero la Iglesia es política y hace política. Hasta el punto que el sucesor del pescador de Galilea es también jefe de Estado con todo su aparato de diplomacia a escala mundial, sus servicios secretos y su relaciones estrechas con los que gobiernan al mundo, empezando por los dictadores que suelen tener siempre las puertas abiertas en el Vaticano.
Ahora bien, una Iglesia sellada a las mujeres y a los jóvenes que podrían hoy participar con total facilidad a la elección del Papa a través de las modernas técnicas de comunicación, es una Iglesia sin futuro.
No sabemos aún quién será el sucesor del papa Ratzinger, que tendrá la responsabilidad de millones de católicos. Sea quien sea, la Iglesia continuará languideciendo si no tiene el coraje de acabar con algunas anomalías.
Enumero solo algunas:
La de ser jefe de Estado, con todo lo que eso acarrea de compromisos políticos y mundanos que condicionan la libertad de la Iglesia por más que se diga que es al revés, que esa jefatura le otorga mayor libertad. No es verdad. Sería una Iglesia más libre sin esas ataduras de poder, con el papa como simple líder espiritual.
La de ser aún la única institución del mundo que niega a la mujer su participación al impedirle que pueda ejercer el ministerio sacerdotal. Mucho más si recordamos que en las primeras comunidades cristianas eran las mujeres las mayores protagonistas y que celebraban la eucaristía, como aparece en algunas pinturas de las catacumbas de Roma.
La de mantener el celibato obligatorio del clero, otro anacronismo sin sentido en el siglo XXI, cuando hasta los estudiantes saben hoy cómo y por qué nació esa prohibición que impide a los sacerdotes crear una familia.
La prohibición de los anticonceptivos, tratando a los católicos como menores de edad incapaces de decidir sobre su propio cuerpo y de ejercer en libertad su sexualidad, siguiendo solo los dictámenes de su conciencia.
El mantener aún el privilegio de la infalibilidad pontificia que impide e impedirá siempre una verdadera reunificación de todos los cristianos.
Junto a ello, el desprenderse de una vez de la servidumbre de la doctrina de San Agustín que defendía que “fuera de la Iglesia no existe salvación”, junto con la pretensión del monopolio de la verdad. Considero dichas afirmaciones como los mayores pecados de la Iglesia.
Hasta el papa Juan XXIII defendía que Dios siembra la verdad en todos los campos y que nadie tiene su monopolio. En cada confesión religiosa, en cada corazón del hombre o de la mujer existe una chispa de verdad. Solo juntándolas todas en un abrazo se puede llegar a la totalidad de la verdad.
Es cierto que pertenece a las Iglesias el deber de mantener vivos en la sociedad ciertos principios universales de ética; la de ser vigilantes para que se respete en cada momento y en cada lugar la dignidad de la persona, así como la defensa de los valores que nos protegen contra la tiranía, la tortura, las terribles desigualdades sociales y económicas y contra todo atisbo de racismo. Y la defensa a ultranza de la caravana de pobres, materiales y espirituales del mundo.
Y aún esa defensa de principios básicos, la Iglesia debería analizarla y actualizarla en cada momento de la Historia no en soledad, sino en diálogo permanente con el mundo.
Sin ese rosario de renuncias a esos otros privilegios que deberían seguir a la gran renuncia hecha por Benedicto XVI de dejar en vida el papado, la Iglesia con un papa progresista o conservador, continuará anclada en el pasado, ciega a los latidos del corazón del mundo.
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