¿Dimitir como Dios Manda?
La dimisión de Benedicto XVI no es tan inesperada la noticia como acentúa incluso el periodismo religioso vaticanista
Se esperaba y necesitaba que Juan Pablo II dimitiera, pero no lo hizo. Se temía que no lo hiciera Benedicto, pero dio el paso. Ni Pablo VI, ni Juan Pablo II permitieron dimitir al Papa negro. Pero Benedicto dio luz verde a la dimisión del general jesuita Hans Kolvenbach. ¿Tenía prevista la suya contra la tradición secular? No es tan inesperada la noticia como acentúa incluso el periodismo religioso vaticanista. Si un cardenal halcón como Sodano, antes aspirante a sucesor del Papa polaco, ve la noticia de dimisión del Papa alemán “como un rayo” y un político financiero italiano como Monti se “siente turbado” por lo imprevisto, será más bien señal de que no es una desgracia, sino una revelación o una profecía. Pero si se alegran obras y movimientos neoconservadores, mucho más a la derecha ultracatólica que el centroderecha ratzingeriano, entonces será señal de preocupación. Conspicuos vaticanistas señalan que hay mucha verdad entre líneas en la frase del portavoz Lombardi: “No es dimisión por enfermedad, sino por razón personal”. Pero no iremos tan lejos con morbo novelista como para ver tramas a lo Borgia cuando fallece un papa al mes de elegido o dimite otro a los ocho años en el cargo.
Celebramos el 50º aniversario del Concilio Vaticano II. Año de la Fe, símbolo ambivalente de avance y restauración: ¿aceleración, freno o marcha atrás? Cuando el cardenal Ratzinger pronunció antes del cónclave su discurso contra el relativismo, auguraba un pontificado inquisitorial. La primera homilía pastoral y las primeras encíclicas del Papa Benedicto sobre amor y esperanza mostraron otra imagen: al centro, al Evangelio, a lo esencial. No era la misma inquisición del papado anterior; tampoco el joven teólogo reformista de los años sesenta. Pesó sobre su era la sombra del secretismos ante la pederastia. No despejó la nube a pesar de los vientos del Vatileaks.
En el anuncio de su dimisión, Benedicto se designa “obispo de Roma y sucesor de san Pedro”, en vez de “vicario de Cristo”, expresión usada desde el siglo XII. Al fin hizo caso a su colega y fraternalmente crítico Hans Küng, que indicaba la inexactitud teológica de dicho título.
En 1965 Pablo VI, con concesiones, concluyó el Concilio de Juan XXIII. En la década siguiente, avances en lo social y frenos en matrimonio y familia. Los 25 años de Juan Pablo II, con Ratzinger segundo de a bordo, fueron de sutil marcha atrás, citando al Concilio para decir o hacer lo contrario: nombramientos de obispos neoconservadores, represión a teólogos, censuras a publicaciones y seminarios, documentos negativos sobre bioética y sexualidad, rechazo de la promoción de la mujer al ministerio eclesial, rubricismo litúrgico.... En 1984 se publicó el Informe sobre la Fe del cardenal Ratzinger, manifiestamente restauracionista.
Como papa, se esfuerza Benedicto por centrar la barca de Pedro. Le atacan los extremos, mientras revolotean los cuervos del carrerismo eclesiástico en la Curia Vaticana. (¿Fue traición o fidelidad lo del mayordomo? ¿Lo destapará Giorgio algún día?). Su discurso a los cardenales sobre la interpretación del Concilio fue programático: ni ruptura de la tradición, ni renuncia a la renovación.
¿Qué pensar del Cónclave? ¿Es posible un milagro como en 1958 con Juan, el Papa Bueno? ¿O involución endogámica por votantes nombrados por Benedicto y su predecesor? Es la cara humana de la institución: luchas de poder y carrerismo eclesiástico, denunciado por el mismo Benedicto. Creyentes de buena voluntad, con optimismo cristiano, invitan a confiar en el Espíritu Santo. Pero ya saben el chiste. Para proteger de excrementos la cúpula de San Pedro han instalado redes eléctricas que espantan palomas. No podrá el Espíritu Santo entrar volando hasta el Conclave.
Juan Masiá Clavel es jesuita y profesor de Bioética en la Universidad católica Sophia, de Tokio.
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