El silencio perpetuo del niño mimo
Las bandas al servicio del narco en Medellín dejaron 538 muchachos asesinados en 2012 El homicidio de un adolescente que quería ser payaso vuelve a reflejar el drama de los jóvenes
Nadie ha dicho que los perros lloren de pena. Pero los ladridos que Laika lanza como si fueran reclamos sobre el ataúd gris jaspeado de Julián Andrés Taborda Nanclares tienen que significar algo.
Ahí está la perra, con el hocico apuntando hacia arriba, haciéndole guardia al niño que la adoptó de la calle, que fue su amo en el mundo de los humanos y de los payasos, pero que ahora permanece acostado en un silencio sostenido, dentro de un cajón de madera, entre cuatro velones y una corona de flores.
Es como una puesta en escena en la que vecinos y niños esparcen quejidos dentro del salón comunal de Altavista, una localidad que brotó sin ínfulas sobre un cañón montañoso alejado de Medellín, alejado hacia el occidente de la gran urbe, mientras que esta perra, pastor alemán, ayuda, no con lágrimas, por supuesto, sino con lo que su naturaleza le dicta: ladrando.
Es un velorio extraño. Es extraño por Laika y por el traje de arlequín tornasolado que cuelga de un gancho, arriba de un par de botines desparramados, en una esquina de la sala en la que hay más niños que grandes. Es la indumentaria que Julián, a sus 15 años de edad, usaba para sus pretensiones de mimo.
Porque exactamente eso fue lo que Julián quiso ser desde que, estando en primaria, tal vez de ocho años de edad, vio actuar en el patio del colegio a Camilo Baena, un muchacho mimo que lo hizo reír hasta casi mojar los pantalones.
No subas, no bajes, no camines, no cruces esa línea imaginaria que todos ven muy clarita, porque te matan
Fue por esa misma época cuando Julián, en una de las infrecuentes salidas al centro de Medellín, vio a un individuo de cara blanca, nariz roja y overol de pepas de colores, nunca antes visto por sus ojos, que invitaba con un megáfono a seguir a un restaurante.
—Mamá, yo quiero ser payaso.
—¿Payaso? ¿No has pensado en ser un policía o en ser un conductor? —le preguntaba Rosa Amelia Nanclares Ceballos.
“Cuando hacía figuras en la casa y nos hacía reír, yo le decía: ‘Ahh, ¡este payaso!”, rememora la abuela María Ester Ceballos, quien permanece sentada enfrente del féretro, empuñando una foto de su nieto.
“Y pensar que Julián se murió con hambre. Antes de que le dispararan le dijo a una amiga que no había desayunado ni almorzado”, escucha decir en la sala Gerardo Pérez, un líder social que conoció las luchas de este muchacho al que ahora despiden. Y es por eso por lo que se atreve a comentar, mientras ve pasar a Laika, inquieta, revoloteando su cola, que Medellín es una locura.
“Nosotros no logramos entender la complejidad de la pobreza en una ciudad que se muestra como la más moderna, la de mayor infraestructura. Siempre me acuerdo de un teórico que decía que lo peor de la pobreza es la indignidad que nos produce a los que no somos tan pobres”.
A las doce de la mañana del jueves 10 de enero de 2013 entra Camilo a la sala de velación, junto con varios muchachos de Casa Arte —donde terminó de formarse Julián en el oficio invisible de la pantomima—, para dar inicio a un acto de silencio y malabares como homenaje postrero. Solo falta que alguien diga, para terminar de ambientar el cuadro: “¡Bienvenidos, tomen asiento, esto es una tragicomedia!”.
Aquí no hay convicciones, aquí lo que hay son mejores postores. Y en medio, los niños, los muchachos; los artistas
Nadie ha dicho que los perros tengan recuerdos, pero cuando Camilo se encorva y comienza a sacar el maquillaje para pintarse enfrente del público, con el ataúd como espectador, Laika, tal vez sin pensar (nadie ha dicho que los perros piensen antes de actuar), se le acerca y empieza a latir iracundamente.
Debe de ser el olor a la glicerina y al dióxido de titanio lo que desespera el olfato de Laika, ese aroma al que Julián la tenía acostumbrada cada vez que delante de ella se blanqueaba la cara para las presentaciones, en una suerte de ritual que tenía como escenario el cuarto que compartía con cinco hermanos menores, en el barrio de El Consejo, uno de los más encumbrados de Altavista.
Nadie ha dicho que los perros reconozcan a sus amos a través de fotografías, pero cuando Laika ve aparecer a Julián como por arte de magia proyectado en una pantalla —inventando muecas, montando en zancos—, entonces deja de ladrar, para sus orejas y se echa justo en el vértice inferior de la pared. Es una escena que no da risa. Más bien da ganas de ayudar al público con una cuota de lamentos, da ganas de ayudar a Laika a ladrar, da ganas de preguntar por qué diablos mataron al mimo.
La lucha de la vacuna
Para llegar a Altavista hay que serpentear una vía estrecha hacia el occidente de Medellín, bordeada por un entramado de casas de ladrillo. Afuera se ven pequeños grupos de jóvenes arrellanados en las esquinas, como haciendo nada. “Este es el territorio de la banda Los Chivos”, avisa un agente de la Sijin, de la policía, que va camino hacia la loma.
Se trata de un combo armado de unos 30 integrantes que provienen de la raíz de una misma familia (al patriarca le decían El Chino) y que se repliegan en la parte baja de la localidad. El 11 de marzo del año pasado mataron a uno de sus integrantes: Antonio José Suaza Ramírez, lo que devino en balaceras que taladraron paredes y cuerpos de día y de noche.
Según fuentes judiciales, Los Chivos son hoy por hoy una rueda suelta. Están enfrentados con el combo de Buenavista y con Los Pájaros, que a su vez están aliados con La Oficina de Envigado.
La guerra es también con los grupos de la parte de arriba, que es por donde vivía Julián: estos son La 14, La Perla y otros que sirven como franquicias a la banda criminal Los Urabeños. Sí, Los Urabeños que hace cerca de dos años llegaron a Medellín para disputarse gatillo con gatillo las colinas donde parasitan 119 bandas al servicio del narcotráfico.
De ahí que se hable de fronteras invisibles. Si te pasas por donde no debes, sales del juego. No subas, no bajes, no camines, no cruces esa línea imaginaria que todos ven muy clarita, porque te matan.
Como en otros sectores de la ciudad, lo que está en juego es el cobro de vacunas: una suerte de tributo con el que los combos juegan a suplantar al Estado y que, según lo calculó Fenalco Antioquia en 2011, les deja a los ilegales 40.000 millones de pesos al año (unos 5,7 millones de euros). Una estación de gasolina, una terminal de buses y varias ladrilleras conforman el botín en Altavista.
Esta guerra dejó el año pasado 30 homicidios en la localidad; en 2011 habían sido 34, y en 2010, 40. Pese a la disminución, a principios de enero comenzaron a intensificarse las balaceras, ese silbido farragoso que roza los tejados impunemente y que puede llevarse a cualquiera.
El rumor que crece en el barrio es que Los Urabeños enviaron a 30 hombres para contener la avanzada de Los Chivos, cuyos integrantes cada vez quieren escalar más. No es descabellado pensar, insisten los policías, que dichos refuerzos vengan de la Comuna 13, a la cual se accede trochando por el barrio Belén Aguas Frías hacia arriba.
No es este un conflicto en el que alguno de los bandos tenga la razón. Nadie la tiene. Es la avaricia de tener el control del territorio lo que les alienta a darse bala. Aquí no hay convicciones, aquí lo que hay son mejores postores. Y en medio, los niños, los muchachos; últimamente, los artistas.
Cuando mataron a Julián, la policía anunció que investigaban si el joven formaba parte de los grupos armados. Ante tales declaraciones, un líder social se despacha desde el funeral, susurrando una nota de protesta: “La realidad es más compleja. Estos chicos se mueven por la pasión de hacer otras cosas, pero tienen unas relaciones históricas con su familia y el entorno, atado al mundo de las carencias. En cada sector hay un combo y permanentemente están viendo la manera de involucrar a los niños en pequeñas actividades logísticas, y ellos allí terminan cayendo”.
Y es que hasta ahora, en Altavista no habían asesinado a ningún joven artista. Los casos que se conocían provenían de la Comuna 13, de donde debieron salir por amenazas 60 muchachos tras el asesinato de un rapero conocido como El Duke. Eso fue en noviembre. Aunque algunos regresaron, unos veinte (los líderes) no han podido hacerlo, según la Personería de Medellín (Defensor del Pueblo).
Y es por eso por lo que cuando mataron a Julián, los pelaos, que en Altavista se dedican al arte con las uñas y que este año no olerán ni un peso del presupuesto público participativo, comenzaron a pensar con angustia si la cosa ahora era con ellos.
“Lo que ocurre en Altavista es similar a lo de la Comuna 13. Los artistas se convierten en una amenaza para los actores armados, pues representan unos liderazgos distintos”, es lo que dice Jesús Sánchez, personero delegado para los derechos humanos. Yesid Henao Salazar, antiguo secretario de Juventud, desde su lado, opina que Medellín vive una crisis con sus jóvenes. “Es un mal asociado al narcotráfico que pervive de generación en generación”.
Traducido a números del Instituto Nacional de Medicina Legal, el año pasado mataron en Medellín a 538 niños y jóvenes de entre los 10 y los 25 años. El total de personas asesinadas (entre mujeres, hombres y menores de edad) fue de 1.247.
En contraposición, el Gobierno municipal exhibe una disminución en la tasa de criminalidad global de un 25% respecto a 2011, periodo en el que murieron violentamente 1.657 personas.
Pero otra lectura diría que el conflicto, las tensiones barriales y las luchas de poderes siguen vivos y que no fueron 410 homicidios menos que el año anterior, sino 1.247 personas más las que fueron asesinadas durante un año en Medellín, pues se trata de otros muertos que no resisten ser descontados de una estadística del año anterior.
Sin tener en cuenta que enero de 2013 quebró la tendencia en la disminución de homicidios, al cerrar con 90 casos (datos de la fiscalía). Eso significó un aumento del 24% comparado con enero de 2011 (68 casos), recordado como el comienzo de año más pacífico en los últimos 10 años.
Una lucha perdida
Eran las seis de la tarde de un viernes de noviembre del año pasado cuando Julián se apareció en Casa Arte con un maletín en una mano y una bolsa de basura en la otra. Adentro llevaba toda su ropa y quién sabe cuántos miedos atenazados. Se había ido de la casa. Llegó sin maquillaje y luciendo unos ojos rojizos y abotagados.
—Tuve un problema en mi casa, ¿me puedo quedar a vivir acá? —preguntó Julián cuando Camilo abrió la puerta.
Desde el quicio de la entrada, recuerda Camilo, se veía la silueta de un muchacho flaco, de 1,60 metros de estatura y un pelo con el que se podía fabricar una cresta de 30 centímetros de alto.
Gerardo Pérez evoca que Julián, sin la máscara del mimo, era un pelao triste, de una mirada disipada por los avatares de un hogar al que no era fácil pertenecer: mamá, padrastro, cinco hermanos menores. “Pero cuando se ponía su disfraz era una sensación verlo trabajando”.
Es raro, pero detrás de un gran clown siempre se esconde un gran trágico, interviene un joven que se hace llamar Edwin Mimo. La frase, cuya autoría es del alemán Roberto Ciulli, es utilizada por Edwin para decir que Julián tenía una habilidad innata por el silencio. “Yo practico el mimodrama del silencio y solo doy gritos de silencio, algo muy difícil de hacer en un mundo donde todos hablan como metralletas”, diría Marcel Marceu.
Edwin Mimo, maquillado, luciendo unos botines trompones de payaso, entrega rosas, en un acto de pantomima de rechazo a la violencia
Y justamente en Casa Arte, el personaje de Cresti cobró vida con técnicas que dejó como herencia Marceau y que acabaron llegando como un milagro hasta esta montaña de Altavista. “Julián fue de los que más duraron. En el colegio tenía un grupito de niños (más niños que él) a los que les enseñaba mimo y clown”, añade Camilo.
Y sí, a veces Julián hacía desaparecer el tarro de maquillaje, en un acto que no era precisamente de magia, y sus compañeros de Casa Arte le refunfuñaban, le decían que no se lo robara, que respetara. Otras veces, Julián se aparecía diciendo que en otro barrio le habían enseñado un acto nuevo y al final ocurría que se trataba de escenas plagiadas en las que Julián terminaba de estafado y de copión.
Y sí, Julián el año pasado se retiró del colegio. “Yo, como no estudié, no sé hasta que año hizo. Como que se fue aburriendo. Y yo le dije: ‘Julián, estudeé [sic], porque así seamos muy pobres, aunque sea cualquier cuadernitos le doy yo’. Y dijo”: ‘Sí, yo quiero seguir en la noturna [sic]”, explica doña María Esther, la abuela.
Fue el lunes 7 de enero, a las dos de la tarde, que Julián iba caminando hacia su barrio en busca de unos materiales para ir a entrenar a la Casa de Gobierno, donde lo esperaba otro compañero. Nadie parece saber por qué, en vez de seguir su sendero, Julián apareció en el sector de La Colinita, cerquita a la iglesia.
Se sabe que alguien (ninguno se atreve a decir quién es ese alguien) llama a Julián. Cuando se escucha el primer disparo, el muchacho que quiso ser payaso y que de algún modo lo logró sale corriendo, intentando subirse a un bus, pero lo alcanzan, lo rematan, y llega la romería, le avisan a la abuela, le avisan a la mamá, y ella al principio no cree, dice que no, que no es cierto porque Julián está en Casa Arte, y entonces por el caminito se ve subir a un puñado de gente afanosa que quiere ver si el muerto es el muerto que piensan, dejando atrás el ladrido de Laika que sale virulento desde una ventana.
Y aquí estamos, dos días después, ahogados por nuestra propia transpiración, embutidos como sardinas en un viejo bus de turismo que escolta a la carroza fúnebre y que desciende por la vía estrecha rumbo al cementerio. Desde las ventanillas se pueden ver las esquinas del barrio contrario, y ahí están esos grupos de muchachos de mirada mordiente, esos que se hacen llamar Los Chivos, viendo con disimulo cómo los de arriba arrastran a su difunto.
Desde el autobús se pueden ver a los muchachos de mirada mordiente, viendo con disimulo cómo los de arriba arrastran a su difunto
Para este momento, a varios kilómetros de distancia, en el centro de Medellín, Edwin Mimo, maquillado, parado sobre un pretil y luciendo unos botines trompones de payaso, entrega rosas, en un acto de pantomima de rechazo a la violencia que logra apenas arremolinar a un par de curiosos, luego de lo cual toma un taxi rumbo al cementerio, donde se encuentra de frente con los buses y la carroza que llegan a enterrar a Julián.
Antes de que ingresen el ataúd a la cripta, bajo el rayo de sol huraño de las tres de la tarde, Camilo Baena enciende una grabadora, de donde comienzan a salir las notas con las que Chaplin actuaba, y todo eso se mezcla: la música de bufones, los niños (podría asegurar que hay más niños que adultos) y el féretro y el traje de Julián y los botines desparramados y el sepulturero y el cemento y el palustre, y Edwin Mimo maquillado de blanco, que se para y se encarama junto a un Cristo que sirve de testigo de unas palabras que grita al público y que no necesitan ser edulcoradas ni remendadas con nada porque ya todo está dicho.
“Es penoso que un niño se nos vaya de esta manera. Más aún con la cruda violencia que vive hoy la ciudad de Medellín. Solidaridad gestual para la familia de este joven, de este payaso, de este carablanca. Los payasos, los mimos, lanzamos nuestro gesto de rechazo contra esta injusta muerte, contra esta ciudad que esconde a sus muertos. Los payasos de Medellín, los niños del mundo se han manifestado. Hoy los mimos hablan: que en paz descanse Julián”.
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