Los colores que dividen Belfast
Los unionistas mantienen el pulso violento para que la bandera permanezca izada en el Ayuntamiento
Irlanda del Norte mira continuamente al pasado. Al de principios de los setenta, plagado de actos terroristas, pero también al de las últimas semanas. Porque ya van cerca de 50 días de fuego en las calles de la capital, Belfast, y otras localidades de la región, el Ulster. Un territorio intoxicado por los colores. Por un lado, el azul, blanco y rojo del Reino Unido. Por otro, el verde, blanco y naranja de la República de Irlanda. Una gama cromática que parecía reconciliada desde el Acuerdo del Viernes Santo, en 1998, y que ahora se ha resquebrajado. Lo hizo el pasado 3 de diciembre. Entonces, los líderes políticos que defienden la pertenencia al Reino Unido y los que se decantan por la independencia o la inclusión en la República de Irlanda acordaron izar la bandera británica en el Ayuntamiento de Belfast solo 17 días al año. La última vez, el pasado sábado 20 de enero, en honor a un aniversario de la realeza. Desde entonces, centenares de los llamados unionistas han invadido las calzadas para exigir un cambio de postura.
Lo han demandado durante siete semanas. En los barrios periféricos y frente al Ayuntamiento. Quieren dejar claro que “el Ulster siempre será británico”. Y lo defienden mediante cócteles molotov, lanzamiento de piedras y la quema de coches. Unas actuaciones que ya se cifran en unos 120 arrestados (dos tercios, menores de 21 años) y decenas de heridos, sobre todo policías. Y que nadie confía en que languidezcan.
Porque la violencia en Irlanda del Norte “es impredecible”. Lo afirma resignado Stephen Wood, un coordinador de una ONG local nacido en los años de plomo. Una época que ha dejado más de 3.500 muertes por el camino. “Durante muchos años, el uso de la fuerza era lo habitual”, justifica, “por eso ahora aún hay gente que no ve otro método”.
No solo eso. La población vive ahora “mucho más segregada que antes”, tal y como expone Sammy Bell, un miembro del Partido Democrático Unionista. “Se puede decir que los ataques organizados acabaron en 1994”, sostiene, “cuando muchos de los que se manifiestan ahora ni siquiera habían nacido”. Aun así, los niños siguen haciendo vidas totalmente distintas. Cada escuela, acera o bar están marcados por los colores de la nación con la que se identifican.
En la coexistencia del centro y las zonas universitarias estriba la esperanza de una integración progresiva
Salvo el centro y las zonas universitarias. En la coexistencia de estas áreas estriba la esperanza de una integración progresiva. Es lo que se ha denominado como “cultura capuchino” por la cantidad de cafeterías en las que jóvenes de distintas procedencias comparten el mismo espacio. Y el mismo deseo de igualdad. Según los datos presentados en 2010 por la Universidad del Ulster, un 52% de la población votaría a favor de formar parte del Reino Unido, independientemente de su procedencia.
Estos resultados vienen escoltados por un marco generalizado de crisis económica: mientras hace una década, la República de Irlanda era uno de los países con mayor crecimiento de Europa, ahora la tasa de desempleo supera el 15%. La más alta después de España, Grecia y Portugal. Y lejos del 7,8% del Reino Unido. En Irlanda del Norte, con 1,8 millones de habitantes según el último censo, se rebasa por poco (un 8,2%), pero ha ido en aumento. Sobre todo en la franja comprendida entre los 18 y los 24 años, que apunta un 21%. “Los responsables de estos disturbios son jóvenes que no tienen oportunidades, ni esperanza”, resalta Peter McGuire, exprisionero político, “que provienen de muchas generaciones sin educación y que sienten que el sistema les excluye”. “Estos chicos, además, consideran que los políticos les han traicionado y que están acabando con sus raíces”, añade.
Estas circunstancias provocan que la generación próxima a la edad de incorporación al mercado laboral prefiera un país que -a pesar de los duros recortes sociales emprendidos por el Gobierno de James Cameron- aún se mantiene dentro de la media europea. “Los que protestan ven que no van a poder tener lo último en tecnología o en ropa”, continúa McGuire, miembro en la actualidad del un partido de trabajadores, “y tienen miedo”.
También influyen otros factores. Malcolm O’Neill, propietario de una peluquería decorada con los colores republicanos en el oeste de Belfast, cree que el bando unionista está atemorizado por la pérdida de efectivos. En los últimos 10 años, según el instituto de estadística norirlandés (Nisra), la diferencia de población protestante y católica se ha diluido, situándose en un 42 y un 41% respectivamente. A esto se le añaden la cifra de escolarización de cada opción religiosa: los católicos responden al 60% de las personas con estudios superiores. De ahí que algunos medios de comunicación coincidan en que han sido “los ganadores del conflicto”. Y que la comunidad protestante muestre su incertidumbre ante este cambio de posición. “El Partido Unionista Democrático de Peter Robinson [primer ministro de Irlanda del Norte] se ha distanciado de la clase baja”, sostiene Peter McGuire, “y ahora señala hacia los extremistas excusarse”. Según indica este antiguo militante, “a la gente, en general, le parece bien la limitación de la bandera. A lo que se oponen es a los pactos que a ellos no les afectan para nada”, expone mientras recuerda los miles de acuerdos entre palestinos e israelíes que, sin embargo, “no han arreglado la situación de los refugiados”.
Una coyuntura complicada para la unificación de este territorio. Ni siquiera en los meses de más frío, cuando los ciudadanos solían respirar algo más aliviados por el descenso de ataques terroristas o paramilitares, la coalición es posible. “Y eso que habíamos dejado de hablar de política”, sostiene Rosemary, una profesora jubilada de la Universidad de Queens, en Belfast. Una ciudad cuyo hilo musical sigue pautado por las hélices de un helicóptero.
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