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GUERRA EN MALÍ

“En unos meses estaremos en casa”

Los desplazados por el conflicto de Malí celebran la intervención francesa El éxodo afecta a 300.000 personas, que han huido al sur y a países vecinos

José Naranjo
Un soldado francés vigila en el interior de una base aérea situada cerca de Bamako, capital de Malí.
Un soldado francés vigila en el interior de una base aérea situada cerca de Bamako, capital de Malí.eric feferberg (AFP)

Se llama Boubacar Traoré, pero todos le conocen como Blake. El sobrenombre se lo puso un amigo estadounidense y ahora todos le llaman así. Mecánico de profesión, hace solo un año vivía tranquilamente con sus dos mujeres y sus hijos en Hombori, en el norte de Malí. Pero en estos doce meses su vida se ha transformado. Ahora reside en un campo de desplazados situado junto a la estación de autobuses de Sévaré, en el centro de Malí, donde espera solo un día, el día que le digan que la carretera hacia el norte está abierta de nuevo y el camino libre de peligros para volver, con los suyos, a casa.

Aunque para mucha gente esta guerra empezó la semana pasada, el conflicto de Malí comenzó en realidad el 17 de enero de 2012, hace un año y tres días, cuando los rebeldes tuaregs se alzaron en armas contra el Gobierno de Malí y desestabilizaron toda la zona, abriendo la puerta al islamismo radical que llevaba años instalado en el Sahel. Fue aquel día de enero cuando comenzó un enorme éxodo que en la actualidad afecta a unas 300.000 personas que han huido hacia los países vecinos o hacia el sur de Malí, y que está lejos de haber terminado.

De esa inmensa marea humana, 587 personas se encuentran aún en una escuela de Sévaré habilitada para acogerles. Las aulas se han convertido en dormitorios, el jardín en cocina y los jardines en espacio para las tiendas de campaña donde estas 70 familias aguardan el momento del regreso. Vienen de todas las regiones del norte, pero sobre todo de Tombuctú. Y son los más pobres entre los pobres. Ningún familiar pudo acogerles y ahora dependen por completo de la ayuda de organizaciones como Care Malí, ENDA, Cáritas o Médicos sin Fronteras.

“Pero ahora tenemos al menos una gran esperanza de que en dos o tres meses estaremos en nuestro hogar. Cuando hablamos con la gente que sigue allí, en el norte, nos dicen que ya pueden sentarse a las puertas de sus casas y tomar el té con tranquilidad, que pueden ver la televisión y que las mujeres ya pueden salir sin llevar el burka [vestimenta que cubre de pies a cabeza]”, asegura Blake, que transmite un optimismo contagioso. “Ese momento está hoy más cerca que nunca”, añade.

Como contagiados de esa sensación positiva, los niños juegan con el agua que sale de un grifo sin importarles nada a su alrededor, ajenos a este paisaje de tiendas de campaña y de hombres y mujeres que esperan sin mucho más que hacer. Meiga era comerciante en Gao. Sus dos hijas, Fatoumata y Nousour, se afanan haciéndose las trenzas mientras él y su mujer comen su ración diaria de arroz con un poco de salsa de cebolla y unos trozos de carne. También está contento. “Pronto volveremos”, dice, lacónico.

Cuando hace diez días comenzaron los bombardeos franceses, todos en el campo de desplazados lo celebraron. “Nuestros abuelos fueron a luchar a Europa hace setenta años para salvar a Francia del extremismo; ahora nos han devuelto el favor. Y se lo agradecemos —dice Blake—, el país estaba a punto de caer en manos de esos locos y nos han salvado, ¿cómo vamos a criticarlos?”. A solo 70 kilómetros de aquí, la ciudad de Konna, cuya toma por los yihadistas desencadenó la intervención gala, ha sido ya recuperada por el Ejército de Malí. Por el momento, no se ha notado la llegada de desplazados hasta esta escuela. “Los que han huido se han instalado en casas de familiares, no aquí”.

Pese a haber sido recuperada, aún no se puede acceder a Konna. Ni organizaciones humanitarias ni periodistas. El responsable sobre el terreno de Médicos sin Fronteras, Ibrahim Ahmed, se siente frustrado en Sévaré. “Normalmente en todos los conflictos se abren pasillos humanitarios. Sabemos que allí hay gente que tiene necesidades médicas, pero no podemos acceder”. Tampoco puede llegar la ayuda desde el norte, porque MSF tiene un equipo en Douentza. “Ninguno de los dos bandos lo permite”, insiste.

La inquietud sobre lo que está pasando en el frente de batalla es una constante. Las informaciones llegan muy filtradas y nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurre hasta que se produce alguna comunicación oficial. “De Konna llevamos una semana sin saber exactamente lo que pasa”, asegura Ibrahim Ahmed.

Ayer se pudo saber que una columna de soldados franceses se encaminaba hacia Diabali con la clara intención de recuperar esta ciudad a 400 kilómetros de Bamako, aún no controlada por las fuerzas gubernamentales. Pero no hay informaciones sobre víctimas ni se ha visto un solo herido por televisión. Todos saben que existen, pero nadie lo puede demostrar.

La mitad de los desplazados (unos 150.000) se encuentran en los países vecinos, como Mauritania, Níger y Burkina Faso. El resto se reparten por ciudades malienses como Segou, Bamako, Mopti y Sévaré, refugiados en casas de familiares o en este campo de acogida.

En el campamento de desplazados hay una pequeña televisión. A través de ella y de pequeños aparatos de radio, todos siguen con interés las noticias para intentar desentrañar la verdadera evolución de esta guerra. Moussa Dicko es uno de ellos. “Este era hace un mes un lugar sin esperanza, sin risas ni alegría. Hoy tenemos al menos una ilusión y eso nos ha dado la vida. Ojalá que todo pase lo más rápido posible. Eso es lo único que quiero”, dice.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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