El dedo que desafió a Pinochet
El expresidente chileno Ricardo Lagos recuerda el día que llamó mentiroso al dictador en televisión
El dedo. Fue en una entrevista de televisión, en 1988. Pinochet había convocado un plebiscito. Había que tener partidos políticos, que el dictador había abolido en la dictadura, por lo que había que inscribirlos. En la Constitución de Pinochet, partidos como el socialista estaban prohibidos y decidimos inscribirnos con un partido paraguas que se llamó Partido por la Democracia. Cuando ya éramos un partido legal se abrió un programa de televisión para los partidos a favor y en contra de Pinochet. Nos invitaron a mí y a otros dirigentes del partido. Nunca en mi vida me he preparado mejor para un programa de televisión. Al final, cuando a cada uno nos preguntaron nuestra opinión sobre el plebiscito, yo tenía claro lo que le iba a decir a Pinochet, allí, directamente a la cara, mirando a la cámara, él estaría viendo la televisión. Había descubierto que tenía que hablarle directamente para hacer que los nuestros creyeran que era posible derrotarlo. Y mostré un recorte de prensa del año 1981 en el que él decía que no se iba a presentar a una reelección. Y yo le digo, señalándole con el dedo desde la pantalla: “Usted, general Pinochet, miente. Miente, mintió antes, miente ahora, y nos ofrece ocho años más de torturas, de violación de los derechos humanos…”. Fuera de la televisión había gente esperando para aplaudir. Nunca me han aplaudido después de una entrevista en televisión.
Tanques, para qué. Era un desafío: el dedo apuntando al dictador. Y sí, visto desde ahora considero que fue un gran error de Pinochet, tenía que haberme metido preso, porque si lo hace la gente habría dicho: “Ve usted, si es que no se puede”. La prensa de aquellos días decía que Pinochet había ordenado sacar los tanques a la calle y que un general con mayor inteligencia le dijo: “A su orden mi comandante, pero dígame adónde llevo y qué hago con los tanques”. Aquella franja de televisión de quince minutos veintisiete días antes del plebiscito era la oportunidad para llegar a movilizar a todo un pueblo. El libro iba a titularse Así lo viví. Me pareció muy injusto, porque el plural reflejaba mejor a todo ese pueblo que se atrevió a ponerse en pie. Fue un momento de la historia del país, un momento muy épico, muy especial que no se iba a volver a repetir. Y efectivamente no se ha vuelto a repetir.
¿Puede volver a ocurrir una tragedia como la que provocó Pinochet? Diría que no, porque nos atrevimos a mirar el pasado como pocos después de restablecida la democracia. No hay mañana sin ayer, así que entramos al tema duro de la prisión política y la tortura. Declararon 35.000 chilenos y 29.000 fueron reconocidos. Adentrarse en ese informe es adentrarse en el infierno de Dante. Cuando lo di a conocer terminé diciendo: “Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo”. Habían transcurrido quince años desde que derrotamos a Pinochet en el plebiscito y ese informe no fue cuestionado por nadie, tampoco por los militares. Por eso creo que hay una noción muy clara de esos diecisiete años de dictadura, son la antehistoria de Chile y pienso que no volverá.
Nunca le había visto. Pinochet me miró, una mirada que explicaba lo que había sido la lucha contra él: odio y desprecio
Últimos momentos de Allende. Teníamos muy claro que Allende no iba a salir vivo de La Moneda, nos lo había dicho. Él tenía el convencimiento de que debía estar allí, pero también de que no era justo que el resto de los que estaban con él se inmolaran y por ello, después del bombardeo, cuando las tropas estaban entrando, se produjo el suicidio. Si Allende hubiera sabido que iba a morir combatiendo, lo habría hecho. Su temor era ser tomado preso vivo porque entendía que era mucho más importante el símbolo de él defendiendo el mandato que el pueblo le había dado… Creo que durante mucho tiempo hubo un debate sobre si Allende murió en combate o se suicidó. Allende murió en el verdadero combate contra los fascistas que asaltaron el poder. Esa es la verdad.
Puertas y dignidad. Creo que la dignidad de los chilenos no estaba en cuestión; lo que estaba en cuestión era la capacidad que íbamos a tener para enfrentarnos al pasado. Simbólicamente, cuando entré a La Moneda como presidente, ordené abrir las puertas, siempre habían estado abiertas antes de Pinochet. Pero más importante tal vez era atreverse a mirar el pasado. Creo que cuando Pinochet fue detenido en Londres hubo una mezcla de sentimientos. De alegría porque cayó preso, pero de insatisfacción porque nosotros no éramos capaces de enjuiciarlo en Chile. Estamos en condiciones de tener una verdadera democracia, donde los tribunales pueden hacer justicia, incluido Pinochet, y como Presidente mi obligación era garantizar que eso era posible. La justicia no depende del presidente, si creemos en la separación de poderes de Montesquieu, pero un gobernante tiene que hacer posible que los tribunales hagan lo suyo. Cuando Pinochet murió la Corte ya lo había despojado de su inmunidad y estaba imputado en innumerables causas. Y hasta hoy el jefe de la policía secreta de Pinochet tiene una condena de más de cuatrocientos años de cárcel por los juicios que se le han ido acumulando.
Qué queda de Pinochet. Queda. Cuando hay situaciones difíciles, no diría que enfrentamientos pero sí que apuntan al pasado, emergen los malos dioses, aquellos que no se atreven a pedir perdón por lo que ocurrió. Y me temo que es un tema de generaciones por pasar. Esto es historia para las nuevas generaciones, pero es muy importante tenerlo presente. Para los jóvenes que hoy protestan en Chile, y con razón, es historia, pero el contexto en el que ocurren los hechos es muy importante para entender su profundidad.
La diabólica conjura del Ejército. Carlos Prats era el comandante en jefe del Ejército hasta poco antes del golpe. Le pregunté una vez en Buenos Aires, unos seis meses antes de que lo asesinara la policía de Pinochet: “Explíqueme la brutalidad del Ejército, dígame por qué ocurre eso”. Y me contestó: “Muy simple. Estamos preparados y adoctrinados para establecer la paz social, la tranquilidad de un país, cuando se produce un levantamiento… Si usted quiere que la tranquilidad se restablezca en quince días tiene que haber diez muertos; si en una semana, tiene que haber cien muertos; si la quiere restablecer en cuarenta horas, ha de haber mil muertos… Y la decisión de Pinochet fue restablecerla en 24 horas”. Estábamos en plena guerra fría, en la doctrina de la seguridad nacional, en el tiempo en que los oficiales de las Fuerzas Armadas de América Latina eran entrenados en determinados lugares de Estados Unidos y Panamá. En la época de los buenos y los malos… Por tanto, es también el contexto internacional lo que explica aquello, porque en último término lo que trataba de hacer Allende era ver si era posible establecer el socialismo por la vía electoral. Las revoluciones se hacen con mucha violencia y se intentaba hacerla por un camino distinto. Claro, los intereses afectados eran muy grandes.
Los ojos del dictador. Es el día en que Pinochet entrega el mando y va al Congreso con todo su gabinete. Con los oropeles del mando, y los ministros estamos con traje normal. Yo estoy en primera fila mirando aquello y cuando Pinochet entrega el mando, las insignias, y le ponen la banda al presidente entrante, Patricio Aylwin, Pinochet baja, viene avanzando, tiene que pasar delante de mí. Yo lo miraba mientras tanto, nunca lo había visto, él me miró y fue una mirada que explicaba exactamente lo que había sido la lucha contra Pinochet: odio y, creo que de ambos lados, desprecio. Fue muy fuerte. Reconozco que me impactó, porque él podía haber pasado de largo, como si yo no existiera, pero no, nos miramos y yo le mantuve la mirada hasta que él pasó.
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