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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El protagonista inesperado

Mohamed Morsi, el nuevo ‘rais’ egipcio, ha entrado en escena con voz propia y paso firme

Lluís Bassets

Ha bastado un verano para que irrumpiera en la escena un personaje inesperado. Entra pisando fuerte y con voz potente en nombre de un país al que tampoco se le esperaba. Es Mohamed Morsi, presidente de Egipto, en ejercicio desde el 30 de junio, y capaz en dos meses de cambiar el paso a todos, al Ejército dentro de su país, y a los aliados de los últimos 30 años, Estados Unidos e Israel, en la escena internacional.

Los cambios anotados en las agendas afectaban a las presidencias de Rusia, Francia, Estados Unidos y China. Para el año 2012 no estaba mal. Pero la única noticia presidencial sustanciosa no corresponde a ninguna de las actuales o antiguas potenciales mundiales, sino a una potencia regional en ascenso que ni siquiera creía hasta ahora que podía jugar como tal. Se la esperaba, pero para mucho más tarde.

Egipto, con 80 millones de habitantes y unas proyecciones demográficas que casi duplican su población para mitad de siglo, tiene todos los comodines en la mano para convertirse en un actor de la escena internacional, y sobre todo regional, a la altura de Turquía, Irán o Arabia Saudí. Es el mayor país árabe, controla una vía de comunicación estratégica como el canal de Suez y es la pieza en la que se asienta la estabilidad de la zona gracias a su tratado de paz con Israel y a la dependencia de su Ejército de la ayuda militar americana.

Su súbito protagonismo exterior es inesperado por dos razones. Primero, por las dudas respecto a su torturada transición política, suscitadas por las relaciones competitivas entre dos fuerzas formidables: un Ejército cuyo control sobre la economía real puede alcanzar al 30% del PIB; y una fuerza religiosa, los Hermanos Musulmanes, de profunda implantación social y amplio predicamento religioso y moral. Segundo, por la envergadura de las dificultades internas, empezando por el pésimo estado de su economía y sus finanzas.

Aunque poco se ha resuelto de la segunda, la entrada de caballo siciliano de Morsi en la presidencia ha zanjado la primera. El nuevo y primer presidente civil de Egipto ha jugado muy fuerte y ha ganado, aparentemente de forma ya definitiva, la partida entablada con el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas. El mariscal Tantaui, hombre fuerte de la continuidad militar y de la preservación de los tratados con EE UU e Israel, que pretendía tutelar la transición y al nuevo presidente, ha sido sustituido por un militar mucho más joven y próximo a los Hermanos. Las declaraciones constitucionales y los decretos emitidos por los militares que limitaban los poderes de Morsi han sido anulados. Los jefes del espionaje y la guardia presidencial han sido sustituidos. El presidente tiene en sus manos todos los poderes, ejecutivo, legislativo e incluso el constituyente, pues controlará la redacción de la nueva Carta Magna. Solo se le escapa el judicial.

El miedo a la dictadura se ha invertido. Mientras Tantaui era el hombre fuerte, lo suscitaban los militares. Ahora, con tantos poderes en manos del presidente civil, viene de los islamistas. También la represión ha empezado a cambiar de lado. Primero fue la censura militar, pero ahora es la gubernamental e islámica la que amenaza. Es pronto todavía para diagnósticos definitivos y no todo pertenece al mismo repertorio ideológico: algunos de los periodistas represaliados, detenciones incluidas, habían hecho apología de un golpe militar ante el avance de los peones islamistas.

Morsi, de otro lado, ha esbozado gestos de apertura, mínima, es cierto, en su consejo presidencial y en el Gobierno, donde ha dejado alguna silla para las minorías: algún cristiano copto, también un salafista, una mujer… Y, sobre todo, ha demostrado mano de hierro frente al terrorismo en el Sinaí, con la astucia de que despliega al Ejército para combatir a enemigos de Israel en un territorio de donde fueron expulsados los egipcios en la guerra de Yom Kipur y donde los tratados de paz solo daban un acceso limitado a sus militares.

La entrada del rais egipcio en acción como nuevo actor en el escenario internacional no podía darse con paso más firme y voz más diferenciada. No ha elegido Bruselas o Washington para su primera gira internacional, sino Pekín y Teherán, donde ha proporcionado la sorpresa de su condena pública al régimen sirio y la expresión de su voluntad de liderar la sustitución del régimen de El Asad. Egipto ya no pide permiso a Israel y Estados Unidos antes de tomar una decisión. Es una primera corrección práctica de los acuerdos de Camp David sin necesidad de negociación alguna.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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