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Columna
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Modesta Francia

El estilo y la carrera de François Hollande desmienten el tópico de la arrogancia francesa

Lluís Bassets

La llegada de François Hollande a la más alta magistratura de Francia no casa muy bien con los tópicos sobre la arrogancia francesa. Esta disonancia se observa en todos y cada uno de los elementos que explican y conducen a la segunda presidencia de un socialista en la V República después de los 14 años de reinado de Mitterrand. En su personalidad de dirigente gris y subestimado por la pléyade de barones socialistas íntimamente convencidos tanto de su propia superioridad como de su destino presidencial. En su historia personal de secretario general del Partido Socialista durante 11 años, al servicio de la unidad del partido y de las ambiciones ajenas, incluidas las de quien fue su pareja y madre de sus cuatro hijos, Segolène Royal. En su historia política como candidato: su carrera es lo que más se parece a una imprevisible y accidentada contienda, culminada con la caída de Dominique Strauss-Kahn a los infiernos, en la que ha contado ante todo su cabeza fría y sus pies muy firmemente asentados en el suelo. E incluso en el combate final contra Nicolas Sarkozy, victoria de la humildad y la contención ante la voluntad de poder y la fuerza expansiva.

Pero la nueva modestia presidencial también se manifestó en la primera y solemne jornada presidencial, el día del traspaso de poderes en que el presidente saliente hace entrega de las claves secretas del mando, incluida la del arma nuclear. No hubo un sol radiante que acogiera al presidente electo y convocara a los franceses a vitorearle en el trayecto de su coche descapotable. Tuvo que aguantar el aguacero sin paraguas ni gabardina primero en el vehículo y luego a pie firme. Y como culminación, un rayo atravesó el avión que le llevaba a Berlín, y le obligó a regresar a tierra y tomar otra aeronave, como un aviso de los tiempos difíciles en que le ha tocado regir los destinos de Francia.

A diferencia de Mitterrand, que envolvió su primer día presidencial de épica socialista y francesa, Hollande optó por cumplir con todas sus obligaciones ceremoniales sin aspavientos. De su cosecha introdujo dos homenajes, a Jules Ferry, el ministro de Educación que introdujo la escuela pública, laica y gratuita, y a Marie Curie, premio Nobel de Químicas y Física y emblema de la investigación científica francesa, buena lección cuando muchos países europeos están de recortes presupuestarios para la enseñanza y la ciencia.

No pudo, es cierto, ahorrarse cierta solemnidad: le recibieron 21 salvas de artillería, tuvo que escuchar la Marsellesa en seis ocasiones, pronunció cinco discursos y dio una conferencia de prensa conjunta con la canciller Merkel. Pero en todas sus palabras inaugurales puede captarse el espíritu de esta nueva modestia francesa. Está en su idea presidencial, tras cinco años de un poder excesivo y asfixiante para el primer ministro y su Gobierno: “Estableceré las prioridades pero no decidiré todo, ni en lugar de todos. De acuerdo con la Constitución, el Gobierno determinará y conducirá la política de la nación”. También en las formas: “El poder del Estado se ejercerá con dignidad pero con sencillez. Con una gran ambición para el país y una escrupulosa sobriedad en los comportamientos”. O en los nombramientos, un clásico de los caprichos presidenciales: “Las normas de nominación de los responsables públicos se regularán y la lealtad, la competencia y el sentido del interés general serán los únicos criterios para determinar mis decisiones para escoger a los más altos servidores del estado”.

Este es un hombre que solo muy recientemente se ha habituado a manejar la primera persona del singular después de sacrificarse detrás del nosotros socialista durante cuarenta años. No es una anécdota gramatical: el narcisismo de tantos dirigentes políticos, Sarkozy el que más, es ajeno al nuevo presidente. De ahí que, en el único debate electoral, sonara tan verdadera y eficaz a oídos de los franceses la frase repetida una y otra vez en la que ya se situaba en la función presidencial: “yo, presidente de la República”. Su modestia es también ideológica, al servicio de los más modestos: “No puede haber sacrificios para unos, cada vez más numerosos, y privilegios para otros, cada vez menos numerosos”.

Modestia no significa falta de ambición. Hollande la tiene. Y no es únicamente francesa, sino europea y universal, en consonancia con la historia y los principios de la República que preside. Modestia no significa tampoco rigor. O al menos no solo rigor. Hollande ha pedido para Europa tres cosas: proyecto, solidaridad y crecimiento, las tres cosas que olvida la Europa de los recortes promovidos por Nicolas Sarkozy y Angela Merkel.

La modestia parecía un defecto en la época de la burbuja, pero es una virtud elevada y difícil en época de crisis. En su ensayo Modesta España la predica Enric Juliana para nosotros. François Hollande, presidente de una Francia tenida siempre por arrogante, la predica también para los franceses y la ofrece como ejemplo para europeos, españoles incluidos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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