Cuba ¿fin de reinado?
El Papa llega, y no por casualidad, después de que se aprobara en Cuba el plan de reforma
El viaje de Benedicto XVI a Cuba agradece buen número de interpretaciones, pero todas con algo en común: el Vaticano apoya el proceso de reformas de Raúl Castro, que, si en lo político es muy limitado, en lo económico hace ya de la isla un lugar muy diferente del que visitó Juan Pablo II en 1998. Cerca de 300.000 negocios por cuenta propia se han registrado desde 2010.
El plan, presentado en noviembre de hace dos años, prevé un castrismo sin los Castro, en el que la isla evolucione hacia una economía mixta, a la china; el partido comunista no atosigue con su férrea mano al Estado; los gobernantes no puedan ejercer más de dos mandatos; aparezcan crecientes espacios de debate; y los actores sociales adquieran la autonomía que sería entonces imprescindible. Un “atado y bien atado” a la cubana. Fuentes liberales del régimen reconocen, sin embargo, que nadie sabe cuál es el punto de destino de esa posible evolución; que para no levantar ronchas en la Vieja Guardia, se prefiere emplear el término actualización en vez de reforma; pero, también, que los sucesores de los hermanos Castro difícilmente tendrán la legitimidad y autoridad necesarias para controlar ese proceso. Puestos a nombrar lo desconocido, hay quien en la isla habla de “democracia deliberativa”, y otros, más artísticos, de cubaneo, lo que exige en ambos casos una descentralización profunda.
El Vaticano, a quien interesa por encima de todo la libertad pastoral, aspira a re-evangelizar Cuba y una América Latina en la que el protestantismo le arrebata feligresía sin cesar, pero que aún agrupa al 35% de los 1.200 millones de católicos que la Iglesia tiene censados. Y así es como se ha inaugurado el primer seminario fundado en el país en el último medio siglo, San Carlos y San Ambrosio, cerca de La Habana; se especula con que el pontífice eleve a venerable al sacerdote Félix Varela, uno de los precursores de la independencia, que comenzó como monárquico partidario de Fernando VII y murió como republicano al frente de una parroquia de Estados Unidos mediado el siglo XIX; no recibirá a disidentes, igual que hizo caso omiso de una carta firmada por 750 activistas de los derechos humanos, en la que se le pedía que no confortara la dictadura con su visita. La jerarquía cubana ya se había abstenido de condenar en 2010 la muerte por huelga de hambre de Orlando Zapata, y el mismísimo Jaime Ortega, cardenal y arzobispo de La Habana, glosaba en febrero del año pasado “la buena marcha” de la reforma. Como moneda de cambio, o no, la Iglesia obtuvo —conjuntamente con el Gobierno socialista español— la libertad de 115 presos políticos.
El Papa llegaba a La Habana, y no por casualidad, después de que se aprobara el plan de reforma, así como de que se confirmase a Raúl como presidente y sucesor de Fidel, en el VI Congreso del partido comunista cubano, celebrado en abril de 2011. Brasil, con visitas oficiales y medidas declaraciones que reivindicaban su soberanía internacional ante Washington, es la otra potencia que deposita su confianza en esa evolución del poscastrismo.
El ambiente de fin de reinado —el del castrismo clásico— lo refuerza el propio Fidel con la publicación en los últimos seis años de cuatro libros de memorias: Biografía a dos voces con Ignacio Ramonet, en 2006, La ofensiva estratégica, y La victoria estratégica, en 2010, y este año, Guerrillero del tiempo. Ese legado se presenta nada menos que como la historia de la nación en forma de autobiografía del fundador y patriarca. Pero las dificultades para que ese plan, relativamente abierto, se realice son considerables. La salud del presidente venezolano, Hugo Chávez —el del petróleo a precios de saldo— y su eventual derrota en las elecciones del próximo octubre le harían mucho daño a una transición que solo puede justificarse por el éxito económico. Y, finalmente, hay que contar con dos clases de radicales que quieren que el plan fracase. Los de Miami, que aborrecen cualquier intento de reforma para que el régimen se ahogue en su propia impotencia, y a la muerte del último Castro se extinga por sí mismo; y los de la isla que, con el establecimiento de algún sistema meritocrático, temen perder los privilegios con los que se premia la fidelidad.
El exalumno de los jesuitas del Colegio de Belén recibirá probablemente cuando se compruebe si funciona el plan sucesorio, lo que tanto le preocupa: el veredicto de la historia.
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