¿Qué hacer con China?
¿Contener? ¿Acomodar? ¿Democratizar? Estas son las tres preguntas que Obama se hace mientras escucha con atención a su interlocutor, que está destinado a ser el próximo líder de ese inmenso país. Obama y Xi Jinping. Dos hombres unidos por el destino de sus naciones en el siglo XXI. Que para su reunión en el Despacho Oval hayan elegido idéntico atuendo (traje negro, camisa blanca, corbata azul) no deja de resultar revelador. En el fondo son tan distintos como iguales. Como EE UU y China, Obama y Xi Jinping representan la antítesis del otro: uno el hijo de una antropóloga y de un keniano musulmán; el otro, un príncipe de la dinastía comunista que gobierna ese país con mano de hierro capitalista. Pero, a la vez, representan a las dos naciones más poderosas del planeta, una pugnando por ascender, otra por no descender. Nada refleja mejor lo que es y será este siglo que esa instantánea: el siglo XXI ya es un siglo asiático, solo falta saber si EE UU podrá mantener su supremacía y seguir siendo la única superpotencia o si se verá obligado a compartir el podio con China.
Visto desde Washington, el ascenso de China se plantea en forma de un interesantísimo debate. Por un lado están los partidarios de la contención. Son los clásicos halcones, herederos de la escuela realista de las relaciones internacionales. Que China sea comunista o deje de serlo no importa mucho: creen que las relaciones internacionales son una lucha de poder en la que todos los Estados tienen intereses permanentes, independientemente de su ideología. Según crezca, argumentan, sus intereses entrarán en conflicto con los de sus vecinos y chocarán con ellos. Por tanto, EE UU deberá equilibrar el poder de China, tanto diplomática como militarmente, estableciendo alianzas con todos aquellos que contemplen el auge de China con preocupación (Japón, Corea del Sur, Filipinas, Vietnam e India) y reforzando su despliegue militar y capacidad de proyección de fuerza en el Pacífico. Recomendación a Obama: más y mejor diplomacia, nuevas bases navales en Asia, más y mejores armas para mantener una ventaja militar decisiva y mucho cuidado con las relaciones económicas.
A la vez, por el otro oído, le llegan a Obama las voces de los partidarios de acomodar el ascenso de China. Contener a China no es una buena idea, argumentan; será costoso, probablemente inútil y seguramente contraproducente ya que alimentará el victimismo y el irredentismo de los chinos. Los intereses de China, nos dicen, son tan legítimos como los de cualquier otro y, además, tienen cabida si se encauzan adecuadamente. El auge de China, sostienen, está beneficiando extraordinariamente a EE UU desde el punto de vista económico: los flujos de comercio, inversión y deuda entre los dos países demuestran que el ascenso de uno no se está haciendo a costa del otro. Apple, que diseña y desarrolla en EE UU, pero monta sus productos en China, sería la prueba visible de que esta sinergia no solo existe sino de que se salda a favor de Estados Unidos. Por eso, concluyen, el papel de EE UU debe ser el lograr socializar a China y convertirla en una potencia responsable, tanto en lo económico, abriendo sus mercados, dejando fluctuar su divisa, como en lo relativo a la gobernanza global, contribuyendo a la seguridad internacional y adaptando su ayuda al desarrollo a las normas internacionales. Conclusión: cuanto más rica sea China, más tendrá que perder y más interesada estará en no antagonizar a nadie.
Nada refleja mejor lo que será este siglo que la foto de Obama y Xi Jinping
Y todavía están, en tercer lugar, los que cuestionan ambas estrategias. El foco de nuestra relación con China, nos advierten, no debe situarse en su política exterior, pues esta es una consecuencia de su política interior. Tampoco en acomodar su crecimiento porque, por la misma razón (la política interior), no tenemos ninguna garantía de que ese ascenso sea pacífico. Tanto la aspiración de condicionar su política exterior como la de orientar su desarrollo económico da por hecho que el Partido Comunista es y será el único actor político relevante durante las próximas décadas. Sin embargo, sostienen, el futuro de China no se dilucidará en los portaaviones de unos o de otros que surquen el Pacífico, ni tampoco en las fábricas que ensamblan los teléfonos de ultimísima generación, sino en la capacidad de maduración de su sociedad civil. Aunque fragmentada y forzadamente despolitizada, es la clase media china la que decidirá cuándo y cómo forzar una apertura política del régimen y, eventualmente, una democratización del país que convierta a China en un vecino próspero y fiable. A largo plazo, avisan, la democracia y los derechos humanos son la mejor inversión: por tanto, EE UU debería ser firme y no dejarse ni amedrentar ni seducir. Realistas, liberales, idealistas. ¿A quién hará caso Obama?
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